LA DÉCADA PERDIDA.
Es un espectáculo que empieza a resultar habitual en cualquiera de los infinitos bares que pueblan la geografía española a la hora de los informativos de tele: basta con que en pantalla aparezca la coreografía gestual de nuestro bien amado José Luis Rodriguez Zapatero largando alguna de sus frases gaseosas para que, como si de un acto reflejo se tratara, la gente a pie de barra empiece a murmurar, y el murmullo adquiera pronto aires de protesta y la protesta gane enteros para convertirse en abucheo general salpimentado con más o menos irreproducibles insultos, momento en el cual el dueño del bar toma el mando a distancia y cambia de canal. ¿Cómo hemos podido llegar a “esto”? ¿Qué han hecho los españoles para merecer tal castigo? ¿Qué ha hecho él para soliviantar a tantos con tan poco?
Tal vez sea pertinente recordar aquí una frase del prólogo redactado por él mismo (cabe suponer que en 2001 todavía no tenía “negro” a su servicio) al libro escrito por su ex ministro y ex amigo Jordi Sevilla, titulado “De Nuevo Socialismo” (Editorial Crítica, Barcelona 2002). Esto escribía entonces el señor Rodríguez: "Ideología significa idea lógica y en política no hay ideas lógicas, hay ideas sujetas a debate que se aceptan en un proceso deliberativo, pero nunca por la evidencia de una deducción lógica (...) Si en política no sirve la lógica, es decir, si en el dominio de la organización de la convivencia no resultan válidos ni el método inductivo ni el método deductivo, sino tan sólo la discusión sobre diferentes opciones sin hilo conductor alguno que oriente las premisas y los objetivos, entonces todo es posible y aceptable, dado que carecemos de principios, de valores y de argumentos racionales que nos guíen en la resolución de los problemas".
He ahí, comprimido, el pensamiento del personaje. No hay principios, ni valores, ni argumentos racionales. No hay ideología ni fundamentos morales que valgan. Mucho menos una idea de España (“concepto discutido y discutible”), ni del otrora llamado patriotismo constitucional. No hay Historia.
Todo está abierto en canal. El Presidente nos revela en ese prólogo que la base metodológica de su toma de decisiones es lo que alguien denominó la “epistemología de la tertulia”, y que el fundamento ético de su gestión se basa en eso que los anglosajones llaman el brain storming. Todo se reduce, pues, a sentarse en torno a una mesa camilla y empezar a hablar. Y a ver qué sale. Y lo que ha salido en los últimos siete años han sido llamadas desesperadas y de última hora para arreglar los problemas “como sea”.
Los españoles hemos tardado años en descubrir lo que el tipo escondía tras la máscara de su seductora sonrisa. Con las variantes de rigor, hoy existe un cierto consenso a la hora de calificar como inclasificable a un tipo que a su escasa preparación intelectual y nula experiencia como gestor para el desempeño del cargo une un relativismo, una ausencia de valores morales apabullante, carencias que suple con una frivolidad, un desparpajo y una osadía sin límites, algo que le permite encararse todas las mañanas con el espejo para renovar la fe en sí mismo como el personaje más importante que ha pasado por la historia de España en los últimos 50 años, los que el tipo luce en el pelo.
Un aventado, o simplemente un caradura desprovisto de cualquier sentimiento de culpa. Un fatuo sin sentido del ridículo. En todo caso un producto del marketing político, un tipo, eso sí, con la inteligencia emocional suficiente para conectar con parte importante de una sociedad, la española, convertida en su vivo retrato: una sociedad reñida con el principio de la responsabilidad individual, liviana en lo moral, alérgica al esfuerzo, enemiga del sacrificio, acomodaticia, sedada. Sociedad del “buen rollito” que rechaza de plano los problemas, porque solo le preocupa su bienestar a corto plazo. La sociedad de Belén Esteban.
Un mal gobernante camuflado tras una sonrisa
Hace ya cinco años, nada menos que en enero de 2006, escribí en este diario que “la causa principal del clima de desasosiego e incertidumbre que, a pesar de ese casi 3,5% de crecimiento de la economía durante el 2005, invade a millones de españoles, se llama José Luis Rodríguez Zapatero. Así están las cosas. El presidente del Gobierno de España se ha convertido en el primer problema español al inicio de este decisivo 2006”.
No sabía uno bien lo que se nos venía encima. Sobrado del rancio sectarismo propio de una izquierda de la que ya no queda rastro en Europa y ayuno del más elemental sentido común, el personaje ha dinamitado –Ley de Memoria Histórica y nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña- en estos años los dos pilares sobre los que se fundamentó la transición: el afán de reconciliación que aunó a los españoles a la muerte de Franco, con deseo de pasar página en ambos bandos sobre los excesos cometidos, y el Estado autonómico salido de una Constitución que, reconociendo la España plural, enfatizaba la unidad de la Nación y residenciaba la soberanía en el conjunto del pueblo español.
Si los destrozos en el orden interior son evidentes, no lo son menos en lo que a la imagen de España en el exterior respecta. Nuestro país es hoy el convidado de piedra no solo en la gran política internacional, sino en la Unión Europea. “Han tardado seis años en descubrir que detrás de su sonrisa solo había un mal gobernante”, aseguraba France-Soir en marzo de este año, “pero los principales líderes europeos ya conocen al presidente español, al que ignoran y consideran un político dañino para España y para Europa”. Con ser todo ello doloroso, en modo alguno la situación hubiera alcanzado el grado de dramatismo al que, al doblar la esquina de la primera década del siglo, hemos llegado, de no haber sido por la crisis económica.
Las dos legislaturas Zapatero, en efecto, quedarán marcadas por la peor crisis económica sufrida por España desde 1947 y por la pérdida de todas las ganancias de convergencia real –renta, riqueza y empleo- logradas desde el inicio del ciclo expansivo en 1996 y hasta el 2007. La década perdida. Lo peor, con todo, es que el perfil cíclico de nuestra Economía es en L, que no en V, es decir, nos enfrentamos a una contracción de la actividad seguida de un proceso de estancamiento con tasas de crecimiento de entre el 0,5% y el 1,5% durante un periodo de tiempo muy dilatado. Al endeudamiento de familias y empresas une España un descomunal déficit público, dos desequilibrios que, en un escenario de recesión, primero, y de bajo crecimiento, después, ponen en cuestión la capacidad de nuestra economía para atender los vencimientos de su deuda.
La sombra del default, que a punto estuvo de hacerse realidad en el dramático fin de semana del 7 y 8 de mayo pasados, podría, por eso, volver a presentarse a lo largo del primer trimestre de 2011, llevándose por delante, entonces sí, los restos del gran naufragio español.
La responsabilidad histórica del Partido Socialista
Es ya un lugar común afirmar que la crisis de caballo que padecemos ha llegado para España en el peor momento posible, con la clase política más mediocre de las últimas décadas y en la fase final de agotamiento del sistema salido de la Transición. Nos hallamos, en efecto, ante una crisis sistémica, crisis de un modelo –donde lo económico es apenas su parte más visible- que se halla en el umbral de un apagón de consecuencias imprevisibles a menos que se aborde con decisión una reforma de la Constitución del 78 que cada día más españoles reclaman y ante la que nuestros políticos hacen oídos sordos. Desde esta perspectiva, cargar todas las culpas de la situación en el pasivo de Zapatero no solo sería falso, sino, además, deshonesto. El drama español ha consistido en contar con el peor Presidente posible en el momento en que necesitaba el mejor imaginable. El peor Gobierno para hacer frente a la coyuntura histórica más exigente.
Así las cosas, las consecuencias de los atentados del 11 de marzo de 2004 han ido adquiriendo con el paso de los años más y más relevancia, porque, inducidos por aquella tragedia, una minoría mayoritaria de españoles decidió poner el Gobierno de la nación en manos de un individuo claramente incapacitado para la importancia del reto. El resultado de aquel error, reiterado cuatro años más tarde, está llamado a tener consecuencias muy dolorosas para el nivel de vida de los españoles y para la propia idea de España como nación.
Al inicio de 2011 y cuando en teoría aún restan 15 meses de Gobierno Zapatero, España es un país exhausto, que se adentra en el cuarto año consecutivo de crisis con el drama a cuestas de casi cinco millones de parados y al límite en lo que a pesimismo y desánimo colectivo se refiere. Un país donde solo es posible encontrar un empleo si se cuenta con el enchufe adecuado, como en las peores épocas de nuestra Historia. Un país incapaz de procurar un futuro de esperanza a sus generaciones jóvenes. Un no-país.
Y, sin embargo, un país que cuenta con investigadores de la máxima categoría, con arquitectos de gran prestigio, con médicos de nivel mundial, con deportistas, ingenieros, economistas, con profesionales, en fin, capaces, en sus distintas categorías, de medirse con ventaja con los de cualquier latitud. Un país que reclama a gritos un liderazgo creíble con nervio bastante para movilizar conciencias, inspirar entusiasmo y ofrecer esperanza.
La simple llegada de un Gobierno de nuevo cuño sería motivo suficiente para, con apenas cuatro retoques, revertir la situación económica –solo la económica; lo “otro” son palabras mayores- en seis meses. Se trata de un problema de confianza. De ahí la responsabilidad que ante la sociedad española contraerá el Partido Socialista si opta por mantener en el poder a un político amortizado, un zombi, durante otros 15 meses que solo servirán para profundizar la herida, agravando el daño infligido a España y a los españoles. Es hora de que hablen los ciudadanos. Hora también de olvidarse de operaciones extrañas, estilo Rubalcaba (“Lo sé todo de todos”), que, de materializarse, vendrían a suponer la puntilla definitiva al régimen de libertades. Feliz año, a pesar de todo. (J. Cacho/El Confidencial).
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