De lengua a patois
Hace cuarenta años, para ganar
la batalla lingüística a los partidarios de un modelo de lengua autóctona más
cercana al pueblo –lo que en definitiva pretende la Fundació Jaume
III–, el lingüista Francesc de Borja Moll se vio obligado a blandir el
significado más moderno de “dialecto”:
un dialecto (se refería al mallorquín) era una variante territorial de la
lengua catalana. Moll y cía nos venían a decir que apenas había diferencias
entre lengua y dialecto: la lengua no era más que un dialecto con apoyo
institucional, con gramáticas, con diccionarios normativos, igual que un estado
es una nación con ejército.
El mantra de aquellos años era el siguiente: el
mallorquín es lo mismo que el catalán, pero llamémosle catalán y empecemos a
escribir en la modalidad estándar. La unidad de la lengua ya tenía visos de
convertirse en uniformidad, algo que nunca hubiera aprobado su mentor, Antonio
Mª Alcover, que sí admitía la unidad pero que alertaba contra los excesos
centralizadores de uniformizar y unificar la lengua. Moll jugaba al equívoco.
Muchos no se dejaron embaucar,
otros en cambio sí, entre estos últimos los que entendieron la “normalización”
como un apoyo institucional al mallorquín que se nos había transmitido
generación tras generación. Creían que era un legado que valía la pena
conservar y tenían en las rondallas mallorquinas editadas por Moll a finales de
los años setenta la mejor prueba de ello. Este, y no otro, era el tesoro
lingüístico que debíamos conservar, algo que, como sabemos, no ha sido así.
Visto en perspectiva, la
doblez sinuosa de Moll fue una forma para metérnosla doblada con vaselina.
Cuarenta años después, certificamos que el mallorquín ha perdido la dignidad de
antaño.
Ahora son legión los que creen que el mallorquín está condenado a
extinguirse y que no vale la pena oponer resistencia al estándar. Hay que hacer
sacrificios porque, en definitiva, el mallorquín sólo tiene medio millón de
hablantes potenciales frente a los “diez millones de catalanohablantes”. Es ley
de vida, dicen. Otros, más racionalistas, nos objetan que la normalización de
la lengua tiene un precio: conseguir que los nuevos mallorquines (no
catalanohablantes) hablen catalán y que los que sí la hemos aprendido en casa
la hablemos mejor (al parecer, antes éramos unos bárbaros), sólo puede
conseguirse al precio de hablar un estándar horrible, ortopédico, postizo, una
ensalada indigesta de catalán y mallorquín.
El mallorquín como
denominación ha seguido la misma degradación. Hace cuarenta años, nadie se planteaba
que hablara otra cosa que no fuera mallorquín –que no se enseñaba en la
escuela, pero se hablaba en el patio, lo contrario que ahora–, lo extraño era
que alguien lo llamara “catalán”. Actualmente cuando alguien habla de “mallorquín”,
a algunos se les revuelven las vísceras antes de escupirte y llamarte
“ignorante” e “inculto”. Treinta años de propaganda tenaz y sistemática han
conseguido despojar al mallorquín de su antigua dignidad de lengua y lo han
convertido en un patois, en un dialecto en su sentido más peyorativo,
una forma de hablar de andar por casa, algo vulgar, payés, sin dignidad para
ser elevado a los registros formales, serios y cultos.
En efecto, lo que más me está
sorprendiendo en estos días es la poca entidad filológica que muchos
mallorquines le confieren al mallorquín, su poco nivel de autoestima. Es “como
tratar de elevar a estándar el andaluz”, me ha espetado alguno; otros comparan
el mallorquín, en su afán de ridiculizarlo, con el “pollencí”, el “salinero” o
el “manacorí”, el típico argumento de reducción al absurdo empleado hasta la
saciedad por los catalanistas, como si estas formas de hablar tuvieran el mismo
peso histórico y filológico.
Este clima de opinión denota que, si no hacemos
algo en términos de sensibilización, estamos a un paso previo de su extinción.
Por eso, la primera tarea de la Fundació Jaume III (www.jaumetercer.com) ha
sido tratar de dignificar la denominación y la categoría filológica de la lengua
mallorquina, rescatando hechos cantantes y sonantes que, o nunca nos contaron,
o se nos habían olvidado. Hemos olvidado que nuestra lengua secular ha tenido
gramáticas, diccionarios y manuales de aprendizaje de la lengua, incluso alguno
tardío como el que, en 1931, como anexo al Diccionario Català-Valencià-Balear,
Moll publicaba como “ortografía mallorquina” donde se admitía el
artículo salado, la forma plena de los pronombres (voltros, noltros, me, te,
vos, mos) y un largo etcétera que hoy están fuera de la normativa fabriana
que él, como nadie antes, contribuyó a introducir en Baleares.
Hemos olvidado
que el mallorquín sí tuvo una tradición literaria, las de Tomás Aguiló padre e
hijo, Alcántara Penya, Gabriel Maura o Manuela de los Herreros. Hemos olvidado
que en 1926 la misma RAE reservó una silla, ocupada por Llorenç Riber, en
representación del balear-mallorquín. Hemos olvidado que, hasta hace cincuenta
años, la RAE
otorgaba al mallorquín estatus de lengua diferenciada. Algunos han olvidado
que, desde el siglo XVI hasta hace treinta años, como decía, nadie aquí se
planteaba hablar otra cosa que el mallorquín. No sé si “el pollencí“ o el
“salinero”, inventos del catalanismo para desacreditar y negar la realidad
indiscutible del mallorquín, pueden aportar las mismas cartas de nobleza.
La distinción de lengua y
dialecto es siempre vidriosa. El dialecto toscano se convierte en la base del
italiano y lengua nacional gracias a su peso cultural y al apoyo político. Lo
mismo pasa con el alto alemán. El barcelonés se convierte en la base del
catalán (literario) por motivos demográficos, económicos y políticos, no
filológicos. Los normativizadores del IEC hubieran podido elegir el mallorquín
como base ya que se había conservado mucho mejor. La política tiene mucho que
decir en todo ello. El nombre de la lengua suele seguir la regla general de tomar
la denominación de sus hablantes, y éstos de la entidad política a la que
pertenecen. Mallorca era catalogado como reino hasta hace relativamente poco y
esto confiere al término “mallorquín” (como gentilicio, como lengua) una
dignidad indudable.
No hubo ninguna razón
filológica detrás de la elección del catalán central –barcelonés- como base de
la lengua literaria y estándar. Y no hay motivo alguno que justifique su centralismo
uniformizador, una actitud que en su día provocó las invectivas de Mossèn
Alcover, condenando el centralismo de Barcelona como sublevador, sin pies ni
cabeza y absurdo “ab llur bàrbara teoria de que el català de Barcelona ès el
català normal, literari, i que el català de totes les altres regions ès
dialecte brossenc, inadmisible, tirador” (Bolletí X, pp. 178-179).
Alcover sabía
perfectamente de qué estaba hablando.
(Joan Font Rosselló/ElMundo/Baleares.)
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