miércoles, 21 de noviembre de 2007

TERROR Y UTOPIA




22/11/2007.



TERROR Y UTOPIA.




El libro de J.J. Esparza, ‘El Terror rojo en España’, no sólo nos muestra las atrocidades de ambos bandos en la guerra civil española sino, especialmente, las ‘de izquierdas’, menguadas, ignoradas o negadas por la historiografía dominante. Según el prologuista Stanley Payne, ‘Presenta la narración más completa hasta este momento del Terror en la zona republicana, y demuestra que éste fue casi siempre el producto de grupos políticos organizados, y en muchas ocasiones autorizados por el mismo gobierno republicano’.

No es mi objetivo insistir en lo que han dicho historiadores ‘malditos’, como el propio Stanley Payne, Pío Moa y otros que se citan en la Introducción del libro. Me refiero al hecho, profundamente irritante para la izquierda española, de que la guerra civil no se originó en un golpe de Estado fascista, en 1936. Por el contrario, hoy existen suficientes pruebas para afirmar que se originó en la fallida, aunque cruenta, revolución de 1934, iniciada por el PSOE, ERC y otros grupos, digamos, revolucionarios, cuyo objetivo no era la democracia ‘burguesa’, sino la revolución.

Mi objetivo, en este artículo, es mostrar que la relación que se produjo, durante la II República española, entre Terror y Utopía, no fue casual.

Empecemos por la definición de ‘Terror’ que utiliza Esparza: ‘Es Terror la aniquilación de un sector de la población definido como enemigo’. Veamos lo que dice la RAE: ‘Denominación dada a los métodos expeditivos de justicia revolucionaria y contrarrevolucionaria’.

Se ha dicho que la Revolución francesa es un ejemplo del Terror, especialmente cuando el poder estaba en manos de la facción más importante de los jacobinos, los ‘montagnards’ No es sorprendente que, para ellos, la revolución fuese una moral o, incluso, una virtud. Y en la declaración de Derechos (anterior a la Constitución de 1793) se decía que ‘el fin de la sociedad es la felicidad común’ y en esta línea se concebía al Estado como un ‘agente eficaz contra los males sociales’.

Encontramos a cada paso los síntomas de la peligrosa enfermedad de la que luego hablaré. Veamos algún ejemplo. Rousseau decía que ‘hay que obligar a la gente a ser libre’. ¿Por qué es necesario, según Rousseau, obligar a la libertad? Porque el hombre está degenerado. La tarea fundamental es regenerarlo. ¿Quién puede acometer esta ciclópea tarea? La Revolución. Y como los animales metafísicos no funcionan por sí solos, se necesitan revolucionarios. Los agentes benéficos encargados de anunciar la buena nueva y de materializarla. Si es necesario, a la fuerza. Y resulta que es necesario. Eso dicen ellos. Ya tenemos el Terror justificado. ¡Lo hacemos por su bien!

A finales de 1792 la cuenta de los cadáveres, en Francia, alcanzaba la terrorífica cifra de doscientos setenta mil. Era el precio de la felicidad, la felicidad revolucionaria. Los ‘buenos’ habían decidido quiénes eran los ‘malos’. Y ya se sabe, hay que extirpar la enfermedad para que no se extienda. Por el bien de todos. En nombre de la libertad, la igualdad y la justicia. Pero fijémonos, y no es casual, que estos proyectos de felicidad colectiva no respetan al individuo y su autonomía. Es decir, son proyectos totalitarios y colectivistas.

Mientras que el individualismo rechaza la idea de que las entidades colectivas, como la nación, el Estado, etcétera, sean realidades autónomas, como algo aparte de los individuos que las configuran, los colectivismos creen que estos animales metafísicos tienen intereses propios. Que, además, están por encima de los intereses de los individuos. ¡Pobre del que se oponga a los sagrados intereses del animal metafísico!

Y llegamos al final. ¿Qué tiene de malo la utopía? Antes que nada, recordemos a los clásicos. Todos sabemos que La República, de Platón, está considerada como la primera utopía importante. Pero no podemos olvidar a la Utopía (Insula Utopia) de Tomás Moro, o La Ciudad del Sol, del dominico Campanella, entre otras. ¿Tienen las utopías algo en común? No todas las utopías son iguales ya que, a pesar de su crítica a la realidad social, las utopías del humanismo renacentista, por ejemplo, no apelaban a la acción. En cambio, hemos visto que la Revolución francesa sí lo hizo. Y la II República española también. Con los atroces y sangrientos resultados que sabemos.

¿Qué subyace a estas utopías fuertes que, además, apelan a la acción? Una imposible vuelta al ‘paraíso perdido’ o una imposible promesa de ‘mundo feliz’, un mundo sin contradicciones. El ‘paraíso perdido’ es una falsa visión de la tribu armoniosa, del ‘buen salvaje’. El ‘mundo feliz’ (al que podríamos llamar ‘Egalitaria’) sólo existe en ciertas mentes, geométricas y obsesivas. Es un grave error la búsqueda (inútil y frustrante) de seguridades fuertes, que sólo existen en la enfermiza mentalidad de los totalitarios.

Las sociedades abiertas, por utilizar la expresión de K. Popper, están vinculadas a lo incierto y lo inestable. La libertad y la seguridad que se pueden alcanzar en ellas, son reales pero limitadas. No apelan a la utopía fuerte, al misticismo y al infantilismo irresponsable, sino a la libertad, la autonomía individual y el sentido de la responsabilidad. Por eso el futuro, azaroso e incierto, lo construyen los hombres libres, a su cuenta y riesgo. No al dictado, usualmente sangriento, de los proyectos quiméricos y liberticidas.

Sebastián Urbina.

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