Cuando el Nadie sonriente se instaló en la Moncloa, éste era un país rico. Siete años después, está en la ruina
GABRIEL ALBIAC
Día 23/03/2011
Hitler o Stalin podían ser sujetos ridículos; lo son, a poco que escuchemos, en el frío que impone la distancia, sus palabras; a poco que descompongamos la desmesura semiótica de sus gestos. Triunfaron. Hay en lo monstruoso un enfermo atractivo. Basta que quien esté detrás del ojo de la cámara sea Leni Riefenstahl, para que los gestos grotescos del Führer en el estadio olímpico berlinés del 36 revistan esa épica de canto colectivo en la cual los gregarios humanos tanto aman identificarse.
Pasaron tres cuartos de siglo. La capacidad de hacer con cualquier cosa un gobernante ha accedido a su final refinamiento. No hay partidos políticos ya; sólo agencias publicitarias. Que le dan al votante lo que el votante quiere; el equivalente exacto de lo que se traga cada noche ante la tele: basura. Recamada de abalorios y quincalla que ciegan, con su bárbaro destello, los ojos de los maltratados por una vida hecha de repeticiones. No hay límite: a mayor vulgaridad, identificación más alta. La clientela de telebasura y políticos no perdona: aquel que desee su anuencia debe avenirse a exhibir hasta qué punto es un monstruo. Televisor y urnas son el espejo mágico de la bruja de Blancanieves.
El ciudadano exige que la imagen que aparece le resulte aún más abyecta que la suya propia. Por eso triunfan en los talk-showspersonajes repulsivos. Por eso ganó dos veces en las urnas Zapatero: lo inconcebible. Racionalmente.
Llegó al poder, porque una pulsión masoquista demasiado humana está siempre tentada de poner en el mando supremo al tonto de la tribu.
Era cosa de mucha risa, y además —necios de nosotros— pensamos que el descacharrante sainete nos iba a salir gratis, porque, al fin, las cosas del Estado funcionan por sí mismas y uno podría —como hicieron los hippies californianos, en los años sesenta— presentar un cerdito a las presidenciales con la certeza de que, si ganaba, todo continuaría igual que con un bicho humano. La boutadeera graciosa. Su anacrónico éxito aquí ha sido catastrófico.
Cuando el Nadie sonriente se instaló en la Moncloa, éste era un país rico. Siete años después, está en la ruina. Cuando el pánico colectivo puso el Estado en manos del ángel de las «ansias infinitas de paz», España había haciéndose un sitio en el juego de las relaciones internacionales. Siete años después, nos queda Chávez. Y una guerra. De verdad. Absurda. No sé si será cierto lo de que piensa marcharse ahora, tras haber enlodado realidad y retórica de un modo loco. Para volverse a casa. Tan tranquilo. Yo en su lugar, al menos, me volaría los sesos. Dignamente. (ABC)
3 comentarios:
Es difícil comentar ni añadir nada.
Está todo dicho...
Perfectamente dicho...
Solo puedo decir ¡Qué pena!
¡Qué pena que hayamos llegado a esto en nombre de Santa Democracia!
¡Qué pena! Que pena, que en España, sea necesario acreditar una preparación para desarrollar cualquier tarea pública, excepto para dos de ellas: la de ejercer como político, y la de votante. Para ninguna de estas dos cuestiones hace falta reunir ningún requisito. Y así nos va.
"El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio." Churchill
Muy bueno, María.
Lo bueno, si breve, dos veces bueno.
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