NO seré yo el que espere dar sentido a la historia. Ni a mi vida en su fangosa torrentera. Me consuelo sólo con entenderla. No es gran cosa, lo sé. Mas no poder ni aun eso, pone en mí la melancolía más dura: la del animal cansado que sospecha haber vivido para nada. 11M, pasado mañana. No hay remedio. Ni para lo que pasó ese día, ni para lo que vino en los tres días inmediatos. Ni mucho menos, para lo que dejó en herencia a los años que siguieron. Siete ya. Del destrozo material y anímico acontecidos en las dos legislaturas de después de aquel relámpago, no habrá cura fácil para esta pobre tierra desarbolada y casi ya sin nombre y refugiada en duro deseo de ser ciega, ciega y sorda. Se sobrevive a las derrotas, cuando se ha dado digna batalla. Aunque uno pierda. Las rendiciones incondicionales dejan el alma rota. Y cuando fueron hechas sin siquiera plantar cara y combate, no tienen marcha atrás. Así fue. Ni siquiera Dios puede hacer que lo que fue no haya sido. Eso piensa San Agustín. Eso pienso. No se retorna al punto de partida.
Pero... saber..., saber, al menos… ¿Qué fue lo que nos llevó a ser cómplices de lo más miserable, resignados cómplices de quien nos asesinaba? Saber eso. Al menos. No hay otro consuelo digno de un animal humano que el de, como mínimo, conocer el por qué de aquello que lo hiere.
Yo no pido siquiera que paguen los culpables. Hubiera reclamado algo así cuando era joven y demasiado ingenuo. No lo soy: sé que de lo que allí pasó, de su enormidad tangible, nadie pagará cuenta a medida. Porque lo que pasó cuestiona demasiadas cosas, cuestiona tal vez todo, y nadie querrá adentrarse en ese túnel que da directamente en el vacío. Lo que yo pido es algo más humilde, insignificante casi, si bien se toma en cuenta la dimensión del crimen: saber, tan sólo saber, los nombres y el misterioso procedimiento de quienes de verdad maquinaron aquel hecho, del cuál sólo un puñado de cadáveres rindió cuenta con su silencio ante los jueces; saber los nombres de verdad de aquellos que, además de asesinar conciudadanos míos en masa, cambiaron irreversiblemente el curso de este país. Saber también —y es hoy, para mí al menos, lo más enigmático— por qué era tan trascendente que nunca lo supiéramos.
Soy extranjero en mi patria desde aquel 11 de marzo. Extranjero a su apuesta empecinada por el mejor no saber, porque vete a saber cómo serían las cosas si de verdad supiéramos. Pero yo, sin saber, nunca he tenido percepción alguna de una vida vivible. Sin saber, uno queda en menos que siervo: en animal doméstico. En esa cosa terrible que Baruch de Spinoza describe en la patética personalidad del ignorante: «Tan pronto como deja de padecer, deja también de ser». Y ama su humillación, porque sólo tiene eso.
La «verdad judicial» es una convención garantista. Debe ser respetada. No voy a cuestionarla. Entre ella y la verdad, la relación es la misma que entre la música militar y la música. No me concierne. La verdad, sí. Sin adjetivo. Mayormente, porque no conformarme con la mentira es lo que, bien que mal, me hace seguir viviendo. Platón lo llamaba filosofía. Pero no seamos solemnes. Empecinarse en la verdad, por áspera que sea, es ser un hombre. Un hombre. No esto. (Gabriel Albiac/ABC)
2 comentarios:
Los españoles viviremos con esta vergüenza hasta que seamos capaces de poner en evidencia no sólo a los autores de crimen, sino además, a todos los que han ayudado a encubrirlo.
Y muy especialmente, me gustaría saber qué le pasó al Juez Bermúdez, que empezó tan bien su trabajo y lo acabó tan mal. Eso si que fue una arrancada digna de un caballo andaluz, seguida de un parón propio de un borrico manchego.
(Dicho sea con todos mis respetos a los jueces, los caballos y los borricos).
Estoy de acuerdo. Además, me siento (como Albiac) extranjero en mi país. Es que no tengo palabras para expresar la bajeza moral en la que han caído algunas personas e instituciones y la indignación que me produce.
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