EN CATALUÑA SOY LISTO...
La historia que voy a relatar hoy es rigurosamente cierta.
Hace poco más de medio año, llegó a Madrid una mujer divorciada con la intención de ganarse la vida. Procedía de Cataluña y deseaba, como cualquier madre, lo mejor para su hijo, una criatura de ocho años. Buscó domicilio, se adaptó lo mejor que pudo al nuevo trabajo y, por encima de todo, se esforzó por encontrar el mejor centro educativo.
Dio con él, pero, como decía el camarada Lenin, «los hechos son testarudos» y el niño sólo había estudiado en catalán a lo largo de su corta vida. Con tan sólo dos horas de español a la semana y una profesora que, al despedirlo de clase, le dijo con lágrimas en los ojos que, por encima de todo, no olvidara el catalán, aquella criatura descubrió asustado que chocaba con insalvables dificultades para comprender lo que le decían en clase.
No se trataba sólo de que su ortografía resultara un verdadero desastre – ya se sabe que las bes y las uves no coinciden precisamente en catalán y en español–, sino de que padecía serias dificultades para entender las explicaciones en matemáticas o en cualquier otra materia.
Cuando todavía vivía en Cataluña, un día preguntó a su madre si los muros de Montjuic se habían levantado para proteger Cataluña de las invasiones españolas; ahora comprobaba que aquellos supuestos agresores hablaban una lengua que le resultaba inextricable. Hace apenas unas horas, el niño entregó a su madre unas notas que incluían un dos en matemáticas. Las había ocultado durante unos días temeroso de que su madre lo castigara. Abrumado por aquella suma de sinsabores, acabó preguntando: «Mamá, ¿por qué no nos volvemos a Cataluña? Allí, era listo».
¡Maravilloso futuro el de no poder salir de tu tierra y verte obligado a convertirte en siervo de la gleba de los nacionalistas que la controlan! Artur Mas ha definido recientemente la «inmersión lingüística» como algo marcado con líneas rojas. El color debe proceder de las lágrimas de sangre derramadas por los padres decentes que contemplan cómo sus hijos son las víctimas inocentes de una política educativa criminal. (César Vidal/La Razón)
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