TRES DÍAS DE INFAMIA.
NI siquiera los propios
terroristas que preñaron de muerte los trenes madrileños aquel 11 de marzo de
2004 podían imaginar que harían tanto daño a España como lograron causarle. Por
elevadas que fueran sus expectativas, la realidad las superó con creces. Y
no solo por el trágico balance de víctimas de esos atentados despiadados, sino
porque esa siembra maldita germinó en forma de infamia que en buena medida aún
perdura.
Tal día como hoy, 13 de
marzo, hace exactamente diez años, los españoles de bien, la inmensa mayoría,
tratábamos de reponernos de un golpe brutal que amenazaba con paralizarnos.
Otros, tan escasos en número como influyentes a ambos lados del espectro
político, buscaban el modo de aprovechar en las urnas los 192 muertos abrasados
en esos trenes y, con ellos, el estupor y la rabia que atenazaban a la sociedad
española. Si la autoría era de ETA, el beneficiario sería el PP. Si se
trataba de yihadistas, el PSOE daría la vuelta a los sondeos que le
auguraban otra derrota. Así de rastrero era el cálculo que se hacía en ciertos
despachos del poder.
Tal día como hoy, 13 de
marzo, hace diez años, miles de madres, padres, hijos y hermanos lloraban a sus
seres queridos fallecidos o gravemente heridos en el ataque y se preguntaban por
qué. Por qué esa masacre. Por qué les
había tocado a ellos, siendo como eran inocentes. La misma pregunta que se
han formulado todas las víctimas del terrorismo desde que existe esta lacra. La
respuesta era y sigue siendo que no hay porqué. Que no existe razón que
explique semejante barbarie inicua ni causa o pretexto que la justifique.
Que
la única defensa posible de una nación agredida de ese modo es plantar cara al
terror unida en torno a su dignidad colectiva y a sus principios, sin abrir
flancos de división a quienes tratan de quebrarla. Lo que hizo en España toda la
izquierda en bloque, incluido el Partido Socialista entonces en la oposición,
fue exactamente lo contrario: culpar al Gobierno del atentado, al grito
de «vuestra guerra, nuestros muertos», acusándolo de haber provocado la matanza
con la decisión de enviar tropas a Irak. Es decir, hacer el juego a los
terroristas.
Tal día como hoy, 13 de
marzo, hace diez años, el electorado vivía una jornada supuestamente destinada
a reflexionar sobre el sentido del voto que debía emitir el 14 en las
elecciones generales. Una jornada en
la que la ley impide la celebración de actos políticos. Las sedes del Partido
Popular fueron rodeadas por manifestantes que llamaban «asesinos» a los
militantes que entraban o salían de ellas. Las Fuerzas de Seguridad dejaron
hacer, ante la imposibilidad de parar semejantes mareas.
La Junta
Electoral dio por buenos los comicios. Zapatero se impuso por la mínima y tardó
cinco semanas, cinco, en sacar a nuestros soldados de Irak, por la puerta de
atrás, para vergüenza de este país y de los hombres y mujeres obligados
a dejar tirados a sus compañeros desplegados allí bajo otras banderas.
Aquellos 11, 12 y 13 de
marzo de 2004 fueron días de infamia y abyección. Días cuyos acontecimientos demostraron el grado infinito de corrupción
moral que puede llegar a provocar el terror; la vileza que habita en algunas
personas y colectivos dispuestos a servirse de lo que sea con tal de alcanzar
sus objetivos.
Quisiera creer que
hemos aprendido la lección, pero la verdad es que no lo creo. Basta observar a nuestros dirigentes para concluir
que, si se produjera de nuevo un atentado como aquel, volveríamos a presenciar
similares conductas. España está resquebrajada y eso la hace vulnerable. Ahí
radica el principal peligro.
(Isabel SanSebastián/ABC)
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11-M 2014-03-13
14-M, el funeral de la democracia
Hasta el ataque terrorista, las encuestas apuntaban a la victoria del PP, cuya campaña discurría por los derroteros propios de su candidato, poco interesado en batirse en el cuerpo a cuerpo con el candidato socialista, uno de cuyos eslóganes era "ZP, Zapatero Presidente". Era asumir un riesgo innecesario cuando todos los sondeos insistían en un tercer mandato consecutivo del partido conservador. El análisis más extendido era que el PSOE no había logrado rentabilizar ni el "Nunca mais" del chapapote ni el "No a la guerra", que su cabeza de cartel aún no estaba preparado para acceder al poder y que el grueso del electorado del PP que le había dado una mayoría absoluta a Aznar se mantenía fiel al sucesor presidencial.
Las excepcionales condiciones en las que se desarrolló el último tramo de la campaña, oficialmente suspendida el jueves de los atentados, y la atípica, por decirlo de algún modo, jornada de reflexión resultaron cruciales para que la "fiesta de la democracia" se pareciera más a un funeral y acabara en la apoteosis de Zapatero en el balcón de Ferraz.
El momento cumbre de esta estrategia llegó a primeras horas de la tarde del sábado, el día de reflexión, cuando los medios afines al PSOE anunciaron las concentraciones ante las sedes del PP con el formato de noticia-convocatoria. La programación habitual no sólo quedaba interrumpida por las novedades sobre la investigación y las primeras detenciones, también por lo que en principio parecía una pequeña concentración poco espontánea en la calle de Génova en Madrid.
Bastaron un par de horas para que todas las sedes populares de España fueran rodeadas en una operación de movilización y acoso sin precedentes, en la primera experiencia de agit-prop con teléfonos móviles y mensajes de texto. La sorprendente capacidad de improvisación del PSOE convirtió aquel 13 de marzo en un momento crucial de la historia de la democracia en España, como el 23-F o el 13 de julio de 1997, cuando Eta asesinó a Miguel Ángel Blanco tras un secuestro de dos días. La situación era excepcional. Se habían iucumplido todos los preceptos democráticos y España se abocaba a una jornada electoral en medio de una convulsión orquestada y jaleada por el partido socialista.
Aquel 13 de marzo todo valía. Rajoy había decidido tomar las riendas de la situación y pidió salir en TVE. Se le desaconsejó, tanto en el partido como desde el propio ente. Se le advirtió de que si comparecía ante las cámaras de la televisión pública el PSOE recurriría a la Junta Electoral Central y, además, pediría aparecer acto seguido, con la ventaja obvia de poder responder al mensaje que fuera a dar Rajoy. Y así pasó, con la diferencia de que Zapatero encomendó a Rubalcaba la tarea. Si Rajoy se había quejado del cerco a las sedes, Rubalcaba animó a los manifestantes a permanecer frente a las sedes y, de paso, acusó al Gobierno de mentir y engañar a los españoles.
A media mañana del domingo las encuestas a pie de urna anunciaban el cambio. Sin embargo, la distancia era mucho menor de la que se temían los estrategas electorales del PP, entre los que cundió la impresión de que el PSOE se había pasado de frenada, que el incendiario sábado había contribuido a despertar a una parte del electorado popular que percibió con nitidez el sesgo de la operación de acoso y derribo tras el 11-M, el grave riesgo que corría la misma democracia si el PSOE arrasaba en las urnas.
Hubo incluso quien respiró aliviado en el PP, puesto que ni el PSOE había logrado la mayoría absoluta ni Rajoy había perdido por tanto después de todo lo que había pasado desde la nefasta mañana del jueves anterior. En la semanas siguientes el PP registró un notable aumento del número de afiliaciones, Zapatero retiró las tropas de Irak, se organizó una comisión en el Congreso para solemnizar las acusaciones contra Aznar, se establecieron las bases para negociar con Eta y se abrió el periodo más tenebroso en nuestra historia reciente.
(Pablo Planas/ld)
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