ANTE EL DESAFÍO NACIONALISTA
España, ¿una democracia fallida?
Por Manuel Pastor
No hace mucho, esa especie de eunuco (Charles Krauthammer dixit) que es Jimmy Carter –él y Obama forman el dúo de presidentes más incompetentes de la historia reciente de los Estados Unidos– visitó España para recibir el Premio Cataluña, concedido por los paletos/papanatas nacionalistas, que no son todos los catalanes, ni siquiera todos los catalanistas. |
Con tal motivo soltó la indigna estupidez de que el 11 de septiembre de 1714 fue "peor para Cataluña" que los atentados del 11 de septiembre de 2001 para los Estados Unidos. Tal miserable vileza, que ha sido ignorada en EEUU, sería equivalente a decir que la victoria de la Unión en la Guerra Civil fue peor para los Estados Unidos que el infame ataque terrorista del yihadismo islámico.
Los reiterados empeños en cuestionar o negar la Nación española, desde 1714 hasta Zapatero y los charnegos amontillados, Ibarretxe y demás abertzales, Artur Mas, Carod-Rovira y los nuevos escamots, etc., me parecen patéticamente ridículos, cuando la historiografía medievalista más rigurosa, española y extranjera, cada vez es más concluyente en que ya se la podía identificar en la Hispania de la Monarquía visigoda (véase su certificado de nacimiento en los Orígenes/Etimologías de San Isidoro); y renació heroicamente durante la gran epopeya de la Reconquista frente al Islam.
Por otra parte, el Estado es un concepto y una institución de la Edad Moderna que, en España, toma forma durante el reinado de los Reyes Católicos, como observó con admiración el gran Nicolás Maquiavelo –a diferencia de lo que pueda pensar el Maquiavelito de Valladolid–. Desde entonces, el Estado Nacional español es una realidad indiscutible excepto para las interpretaciones histéricas anti-históricas características de casi todos los nacionalismos irredentos, así como de las ideologías posmodernas ridículamente internacionalistas o simplemente ignorantes. Todos los intentos secesionistas –desde el castellano iniciado por Fernán González en el siglo X hasta el de los nacionalistas periféricos de nuestros días– han fracasado estrepitosamente antes o después (admito que hay una excepción: el liderado por mi paisana de la diócesis de Astorga la infanta bastarda Teresa de León y su marido, el gabacho Enrique de Borgoña, que conseguirían finalmente la independencia de Portugal, originalmente un condado, igual que Castilla, del Reino de León).
Desde esta perspectiva, no puedo compartir los temores divulgados reiteradamente sobre la "ruptura" de España, el fin de la Nación o del Estado, etc., aunque tengan esencialmente una carga metafórica, incluso en personas tan razonables como Alejo Vidal-Quadras. Me parece también excesiva la advertencia que ha hecho el ex presidente Aznar sobre el peligro de que España acabe siendo "un Estado constitucionalmente fallido", con motivo de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña.
Una cosa es admitir o constatar que la Constitución de 1978 está siendo vulnerada o está agotada (yo mismo afirmé hace varios años en Telemadrid que la definición constitucional del Estado de las Autonomías es conceptualmente confusa y barroca, además de políticamente discriminatoria), y otra muy distinta extender el diagnóstico pesimista y negativo al Estado y, en última instancia, a la Nación.
El problema, a mi juicio, es diferente. Comparto mucho de las críticas y los diagnósticos de Aznar y Vidal-Quadras, pero no el lugar en que ponen el acento. No es la Nación ni el Estado, sino la democracia española –y en concreto su clase política–, lo que puede haber fracasado. Y subrayo que no es la democracia la culpable, sino los actores que le han dado vida. De hecho, durante mucho tiempo (desde 1990, en que publiqué un artículo en El Independiente) postulé, casi en solitario, que aunque la Transición fue un éxito, la consolidación del sistema seguía siendo una asignatura pendiente. Hoy me inclino a pensar, más bien, que el sistema democrático está estancado y seriamente averiado.
Ya no se trata de tener paciencia (Ortega, evidentemente, no la tuvo cuando soltó aquello de "No es eso, no es eso" a los pocos meses de aprobarse la Constitución de la Segunda República) y esperar a que el proceso de consolidación democrática concluya en un plazo razonable (Walt Whitman estimó, un poco exageradamente, que en EEUU fueron necesarios, desde la Independencia, casi cien años y una Guerra Civil), sino de no engañarnos a nosotros mismos y reconocer que la democracia, hoy, está corrompida, y que se trata de un problema político transversal. Es un ejercicio de salud mental y social admitir este hecho, sin reacciones o comportamientos neuróticos, y reconciliarnos con la realidad.
Casi se infiere de lo anterior que la salida de la actual situación pasa necesariamente por una reforma electoral (mi preferencia es un sistema mayoritario) y constitucional (en un sentido auténticamente federalista, no confederal), que nuestros líderes –políticos, intelectuales y simbólicos (incluido el Jefe del Estado)– han de afrontar con decisión y cierto coraje. No sé si se puede hablar de una segunda transición a partir del zapaterismo, pero en todo caso no debemos olvidar las condiciones necesarias para una definitiva consolidación democrática: una Constitución normativa (K. Loewenstein), una cultura política democrática homogénea (G. Almond) y un sistema de alternancia competitivo y eficaz, en el que la partitocracia sea definitivamente desplazada por una democracia liberal y plural, deliberativa y participativa.
MANUEL PASTOR, catedrático y director del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. (IL)
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