Día 10/10/2010 - (ABC)
El juicio oral de la «Operación Malaya», con su alharaca mediática populista y su circo de personajes de la telebasura, ha devuelto al primer plano de la actualidad española el problema de la corrupción, amplificado con los ribetes cuasi folclóricos de un morboso carrusel de celebridades del cotilleo. Los protagonistas del escándalo marbellí, una vistosa cuerda de presos vinculados a los manejos tardíos del gilismo, representan la cara paroxística, a menudo esperpéntica, de una epidemia moral incubada en los entresijos de nuestra sociedad política, y que afecta de manera transversal a las estructuras locales y regionales de la mayoría —por no decir la totalidad— de los partidos que forman parte del sistema.
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El espectáculo malayo adquiere un cierto carácter trivial en la medida que pertenece a una peculiar etapa clausurada con la contundente, aparatosa intervención de la Policía y la Justicia. La corrupción de Marbella durante los penúltimos quince años posee una singularidad que la distingue del resto de episodios delictivos que salpican la geografía política española: fue perpetrada por un grupo de outsiders al margen de la partitocracia convencional. Jesús Gil fundó a principios de los noventa un partido aventurerista que aprovechó el desgaste de los agentes políticos habituales para crear una red institucional basada en el cohecho como método administrativo.
Aunque su ejemplo hizo fortuna, el GIL fue el primer partido creado esencialmente para robar: una fuerza cleptocrática muy bien organizada que durante cuatro mandatos —el último con el fundador ya inhabilitado por sentencia judicial—saqueó a fondo el Ayuntamiento marbellí, puso en marcha una sofisticada maquinaria de cobros de comisiones y sobornos y exaccionó cientos de millones de euros a base de intervenir a fondo en la economía local. Como dato significativo hay que anotar que Jesús Gil llegó a la idea de fundar su propia opción ante la presión que sufría como constructor por parte de intermediarios que actuaban en nombre del Partido Socialista, gobernante en Marbella hasta su arrolladora irrupción en 1991.
Tolerancia institucional
Gil pagó comisiones millonarias a personajes del entorno del PSOE andaluz y de la Junta de Andalucía, y guardó copias de los cheques, que sacó a la luz cuando los delitos habían prescrito. Semejante ardid le garantizó la transigencia de las autoridades andaluzas, que miraron para otro lado cuando en el seno del propio socialismo malagueño surgieron las primeras sospechas y denuncias sobre la masiva corruptela de Marbella. Curiosamente una de las personas más activas en esta oposición al gilismo, Isabel García Marcos, acabaría pasándose al adversario —está gravemente imputada en el sumario de Malaya— acaso deslumbrada por el color del dinero y con seguridad desengañada ante la ineficacia de su resistencia.
Pero la larga hegemonía política del GIL en la ciudad costasoleña, liquidada sólo mediante la intervención de la Justicia, pone de manifiesto una de las constantes sociológicas de la corrupción en la España moderna: la tolerancia ciudadana. No sólo fueron las autoridades regionales las que descuidaron la vigilancia. Las cuatro mayorías obtenidas por el gilismo y sus secuelas se produjeron a pesar de las continuas denuncias que la prensa y la oposición efectuaron casi desde el principio sobre los turbios manejos de la municipalidad y sus tentáculos administrativos, en un clima de conocimiento general sobre las actividades ilícitas de los dirigentes que sin embargo no fue óbice para su reelección continuada.
Así ha sucedido también en numerosos ámbitos, regionales y locales, salpicados por escándalos de deshonestidad pública. Alcaldes y cargos autonómicos procesados por corrupción y con razonables indicios de culpabilidad sobre sus espaldas han sido reelegidos —a menudo más de una vez— sin mayor problema. El crecimiento de la preocupación ciudadana por su clase política —de un 6 por ciento en 2008 a un 21,6 en 2010—se relaciona más con la falta de respuestas a los problemas colectivos que con la apreciación sobre la honradez de su desempeño. En ese sentido, la ausencia de sanciones contundentes y las actitudes exculpatorias con que los partidos se blindan ante las denuncias parece basarse en el conocimiento de la impunidad política que la corrupción mantiene en España debido a su carácter generalizado.
Partidos vacunados
En efecto, de los 730 casos judiciales abiertos hasta noviembre de 2009, más de la mitad (464) corresponden a dirigentes del Partido socialista (264) y del Partido Popular (200), mientras el resto se reparten entre otras fuerzas políticas en equitativa proporción con su implantación electoral. La extensión de la enfermedad moral parece haber inoculado una suerte de vacuna política, de tal modo que los escándalos no castigan a los partidos porque sus simpatizantes tienden a exculpar responsabilidades en la propia extensión del mal. El efecto perverso de esta normalización es, pese a su impunidad electoral, el declive del prestigio de la clase política, considerada sospechosa en su conjunto, y muy especialmente la del ámbito local; las concejalías de urbanismo se han convertido en el epítome simbólico del pantano de corrupción en que se hallan sumergidos los escalones más bajos de la Administración del Estado.
Ésta es, junto a la dispersión geográfica y política, la otra característica esencial de la corrupción contemporánea, minimizada por los partidos pese a la evidencia de su alto contagio: casi un 10 por 100 de los municipios ha registrado alguna denuncia con intervención judicial. Durante el felipismo, los casos de venalidad se desarrollaron de manera muy señalada en la propia cúpula del poder y del Estado: la Guardia Civil, el Banco de España, la alta banca, los contratos de grandes infraestructuras, la Expo 92, el Boletín Oficial y hasta la Cruz Roja se vieron afectadas por una ola de deshonestidad a gran escala que implicaba sustancialmente al Partido Socialista y su entorno. El Partido Popular hizo bandera electoral de la corrupción y durante la época de Aznar, la Administración central sufrió una severa depuración que aún mantiene su crédito de limpieza. Sin embargo, la vigilancia del aznarismo provocó el desplazamiento de las actividades políticas ilegales a las esferas autonómica y municipal, donde la corrupción se ha asentado con fuerza en la última década.
Andalucía, en cabeza
De este modo, Andalucía, bastión de resistencia del socialismo con treinta años de poder unívoco, se convirtió en el campo de operaciones de numerosos desaprensivos que desarrollaban negocios a la sombra de unas administraciones dominadas en toda su extensión —local, provincial y regional—, por el mismo partido. El rosario de casos y su extenso ámbito geográfico ha goteado el mapa andaluz de episodios, a menudo pintorescos, de cohecho, soborno y demás figuras penales de abuso de poder, salpicados en ocasiones con estrafalarias excusas registradas en las grabaciones policiales, y que van desde juergas flamencas a visitas a casas de prostitución. Un mapa pícaro en el que sin embargo han destacado episodios singulares de notable importancia, los dos más recientes en la misma capital autonómica. El escándalo de las facturas falsas cobradas por obras inexistentes con el consentimiento de personas próximas al alcalde de Sevilla y el de las extorsiones en Mercasevilla a cuenta de su expansión inmobiliaria —con escalofriantes cintas grabadas por los extorsionados—han revelado la existencia de prácticas indeseables en la estructura de poder directamente controlada por las autoridades socialistas.
Tampoco el PP supo escapar de las tentaciones en su etapa de poder. Las comunidades de Madrid y Valencia vieron crecer la trama Gürtel, primero en el seno de la organización nacional y luego emigrada a los ámbitos regionales, y el caso Palma Arena salpicó a la casi totalidad de la cúpula del partido —empezando por el ex presidente Matas, seriamente imputado—en Baleares. Una comunidad en la que, durante los noventa, Aznar había entregado la cabeza de otro presidente autonómico por su implicación en las irregularidades de contratación del túnel de Sóller.
La red Gürtel (correa, en alemán, por el nombre del principal implicado) se movió con impunidad en los bastidores de los poderes regionales y municipales controlados por los populares, y su proximidad a destacados dirigentes como el presidente valenciano Francisco Camps o algún consejero de Esperanza Aguirre ha otorgado al escándalo dimensiones nacionales, pese a que siendo considerable el volumen cuantitativo del dinero supuestamente defraudado, no llega con sus 26,5 millones de euros a la escala de otros sumarios relacionados con distintos partidos, como los de Ciempozuelos (40 millones), Pretoria (45) o el célebre de Marbella, con la apoteosis de 2.400 millones irregulares, a los que hay que sumar casi otros tantos en diversas piezas separadas que abrazan el mapa sumarial del saqueo marbellí.
También nacionalistas
También otros gobiernos de autonomías, muy significadamente en Cataluña, Andalucía y Canarias, se han visto envueltos en notables episodios venales, en muchos casos con el concurso de partidos nacionalistas incrustados como bisagras en los mecanismos administrativos o directamente involucrados en el ejercicio hegemónico del poder, como es el caso de Convergencia i Unió. El nacionalismo catalán, salpicado de lleno por la «Operación Pretoria» y el escándalo del Palau de la Música barcelonés, escapó sin embargo de la sorprendente denuncia efectuada en 2004 por el entonces presidente de la Generalitat Pasqual Maragall, que en una sesión parlamentaria acusó a los convergentes de haber cobrado una mordida sistemática del tres por ciento en las contratas. La sociedad catalana echó tierra sobre el asunto evitando una polémica que habría podido poner patas arriba todo el establisment autonómico de las tres últimas décadas.
Bisagras electorales
Partidos como Coalición Canaria, el citado GIL, el Andalucista de los años noventa o el PAL almeriense, entre otros, permanecen vinculados a la sospecha general debido a la alta y numerosa implicación de muchos de sus miembros en casos investigados por la Justicia. El carácter de bisagra electoral de sus representaciones políticas los situó al frente de áreas sensibles en la contratación y el gasto, como el urbanismo, el turismo o las obras públicas. La reciente «Operación Poniente» en Almería ha revelado la existencia de una trama transversal que, articulada a través de un pequeño partido compuesto por tránsfugas del PP en la próspera localidad de El Ejido, tejió durante años lazos irregulares en la Diputación provincial y otros municipios en alianzas simultáneas o sucesivas con el PSOE y el PP. La red Poniente es el primer caso que involucra directamente a los dos grandes partidos, razón que puede explicar el silencio mediático que rodea al escándalo en la opinión pública nacional. Si Malaya representa la gran trama tejida al margen del bipartidismo —aunque muchas de sus operaciones urbanísticas contaron con la anuencia o el visto bueno de la Junta de Andalucía, bajo control socialista—, el caso Poniente constituye el más vistoso ejemplo de implicación dual de militantes representativos de las dos fuerzas esenciales del sistema.
El transfuguismo, unido al control de las competencias de política territorial y urbanismo, se ha revelado como uno de los principales factores propiciadores de la corrupción local, sin que los partidos hayan logrado erradicar esta práctica viciosa que constituye un abuso del privilegio de la representación ciudadana. Los diferentes pactos suscritos han tenido el mismo nulo efecto que las diversas modificaciones legislativas. Continuas mociones de censura apoyadas en tránsfugas que cambian de partido o de voto se producen en los municipios sometidos a mayor tensión urbanística, siendo el de Benidorm —con implicación de la familia de la secretaria de organización del PSOE, Leire Pajín— el más sonado pero de ninguna manera el único de ellos. Pinto, Sanlúcar —donde un concejal que denunció su intento de soborno aportando al juez el dinero recibido sufrió un largo proceso de casi una década antes de quedar absuelto—, Gibraleón, El Ejido, Denia y otras muchas localidades han visto estos movimientos pendulares vinculados a operaciones recalificatorias o de planificación territorial. La necesidad de dinero de los Ayuntamientos, asfixiados en su estructura financiera, ha provocado el aluvión de intereses cruzados sobre las plusvalías del suelo.
Suelos urbanizables
Abandonados en la escala de financiación de servicios, por detrás de la Administración autonómica y central, los municipios han vivido en la última década y media de los recursos generados por la puesta en mercado de suelos urbanizables, con los consiguientes procesos de recalificación y de creación de plusvalías legales e ilegales. Sin ser el único ámbito de corrupción, sí ha sido el más amplio y abierto, debido a la rapidez y contundencia de los beneficios que generaba hasta el estallido de la burbuja inmobiliaria. Es también la explicación principal del carácter municipal de la mayoría de los escándalos; una clase política de escasa formación, poco controlada por los medios de comunicación y bastante autónoma en sus organizaciones partidarias, acostumbradas a no injerirse en la financiación local, se desplegó sobre inmensos recursos financieros de rápida transformación con el consiguiente proceso de desclasamiento; las tentaciones resultan universales, pero tienden a rechazarlas mejor quienes poseen mejor preparación intelectual y moral y mayor consciencia de su responsabilidad política.
La estructura cleptocrática de la democracia española presenta, pues, un cuádruple cuadro característico: generalización transversal a todos los partidos; dispersión territorial en comunidades y autonomías; vinculación con el transfuguismo y los grupos bisagra, y centro administrativo en los recursos urbanísticos, principal fuente de financiación de las instituciones locales. Sin embargo, su consecuencia más llamativa es la impunidad política, tanto a cargo de los partidos que tratan con benevolencia a sus miembros corruptos como por parte de una opinión ciudadana que no penaliza electoralmente la venalidad. Se trata, pues, de un mal con pronóstico grave, ya que son los propios enfermos quienes se resisten a aceptar el diagnóstico y a aplicar el correspondiente tratamiento.
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