9 de marzo de 2009 | ||
El II Encuentro Nacional de Objetores a Educación para la Ciudadanía, celebrado hace unos días en una universidad madrileña, me ha hecho el honor de otorgarme un premio: “Periodismo sin miedo”, es el título. En realidad, quienes merecen el premio al “sin miedo” son ellos: más de 50.000 personas, de las convencionalmente llamadas “gentes de orden”, que han decidido enfrentarse a un Gobierno y a la presión de su mayoría mediática para defender en los tribunales lo que consideran su derecho.
Como nadie debería ignorar, EpC es una asignatura derivada de ciertas recomendaciones del Consejo de Europa sobre la conveniencia de impartir formación cívica en los colegios. Eso es muy oportuno y no debería suscitar la menor oposición. Pero nuestro Gobierno, con su sectarismo habitual, aprovechó esas recomendaciones para pergeñar una asignatura de adoctrinamiento moral y político.
Basta leer la mayoría de los manuales redactados al efecto y amparados por el Ministerio y los poderes autonómicos para constatar que entran de lleno en la formación moral; lo hacen de una manera exageradamente doctrinal, exponiendo –o, más bien, imponiendo– ideas que tienen todo el derecho del mundo a circular por ahí, pero que por discutibles, y por estar lejos de suscitar consenso social, no deberían entrar en el sistema educativo. Recordemos que el derecho a decidir la formación moral de los hijos es una de las potestades universalmente reconocidas de las personas.
Basta leer la mayoría de los manuales redactados al efecto y amparados por el Ministerio y los poderes autonómicos para constatar que entran de lleno en la formación moral; lo hacen de una manera exageradamente doctrinal, exponiendo –o, más bien, imponiendo– ideas que tienen todo el derecho del mundo a circular por ahí, pero que por discutibles, y por estar lejos de suscitar consenso social, no deberían entrar en el sistema educativo. Recordemos que el derecho a decidir la formación moral de los hijos es una de las potestades universalmente reconocidas de las personas.
Sorprendentemente, esta injerencia del Estado en un derecho fundamental no ha despertado la oposición de la mayoría. Una sociedad hondamente domesticada, acostumbrada al “sí, señor (chúpame la sangre mientras me rascas la barriga)”, se ha tragado ese sapo sin pestañear. Pero una minoría social particularmente consciente no se ha arrodillado. Ha decidido plantear una objeción de conciencia a EpC y ha acudido a los tribunales para defender su derecho. Se ha iniciado así un movimiento social extraordinariamente interesante: ciudadanos que se reúnen y coordinan para defender sus derechos y sus libertades. Son las plataformas de objetores, que en poco más de dos años han superado el número de 50.000 ciudadanos comprometidos.
Desafío a la memoria: ¿recuerda alguien que en cualquier otra ocasión, en la España de los últimos treinta años, haya habido alguna vez más de 50.000 ciudadanos pleiteando contra el Gobierno en los tribunales por una cuestión de derechos fundamentales? No hay precedente. Para una sociedad democrática cabalmente entendida, sería una actitud ejemplar. Pero España no es una sociedad democrática de tal rango, sino un sistema partitocrático donde todo el mundo, desde las masas hasta las instituciones, ha abdicado en los partidos políticos su derecho a participar en la vida pública. En un país así, ser objetor a EpC ha pasado a ser percibido como una forma de “fundamentalismo”. Gráfica muestra de la indigencia cívica que caracteriza a la España contemporánea.
Como hay razones objetivas para la oposición a EpC, los tribunales han empezado a pronunciarse, en interminable goteo, sobre los recursos planteados por los ciudadanos. La gran mayoría de las sentencias reconoce que EpC transmite contenidos adoctrinadores y, en consecuencia, avala la suspensión cautelar de la asignatura en los casos planteados. Estas sentencias son válidas en el ámbito de los tribunales superiores de Justicia autonómicos. En uno de estos lances, algunos de los casos fueron sometidos al criterio del Tribunal Supremo, que supuestamente debería sentar directrices al respecto. Pero lo que ha hecho el Tribunal Supremo es dejar las cosas como estaban, o aún peor: por una parte, condena que el Estado imponga contenidos adoctrinadores en el sistema de enseñanza; por otra, niega el derecho a plantear objeción de conciencia a los decretos del Ministerio de Educación. Pero si los decretos del Ministerio son utilizados para imponer contenidos adoctrinadores, ¿qué hacemos? El Supremo escurre el bulto.
A propósito de esa sentencia del Supremo –ni Salomón ni Pilatos–, hemos visto cosas deplorables: desde un vídeo de la ministra de Educación felicitándose por el fallo del Supremo tres días antes de que éste se conociera (en cualquier otro país eso habría supuesto dimisiones en el Supremo y, por supuesto, en el Ministerio), hasta una avasalladora ofensiva de las hegemónicas terminales mediáticas del Gobierno dando por zanjado el asunto, pasando por el previsible canguelo de una oposición irremediablemente desorientada. Pero la realidad es ésta: la sentencia del Supremo, tal y como está formulada, sólo vale para los casos concretos que juzga. Como admite que no caben contenidos adoctrinadores, los objetores tendrán que llevar a los tribunales todos y cada uno de los casos concretos en los que los libros de texto autorizados por el Ministerio incurran en tal abuso. La lucha, pues, continúa.
El que suscribe no es sólo un periodista partidario de objetar a EpC. Es, también, un padre de familia que ha objetado. Sobre la formación moral de mis hijos decido yo; es mi derecho y me niego a que nadie me lo quite. ¿Soy un “fundamentalista”? Hace algún tiempo, cuando comenzó este jaleo, escribí algunas consideraciones que me parece oportuno traer de nuevo a colación. Eran éstas:
«El problema que hoy se nos plantea a nosotros, los réprobos, los que no comulgamos con el neojacobinismo zapateriano, es qué rayos hacemos con la asignatura de la “educación para la ciudadanía”. ¿Tragamos o nos resistimos? Jünger cuenta una historia interesante que quizá sirva de orientación. Berlín, 1934. Un joven socialista ha sido acorralado en su domicilio por la policía de Hitler. Cerrada la huida, el joven defiende a tiros la inviolabilidad de su casa. La policía actuaba en nombre de un régimen que pretendía implantar un concepto germánico del derecho y las libertades. Sin embargo –precisa Jünger–, quien con los hechos estaba defendiendo un concepto germánico de las libertades era ese socialista, dispuesto a morir antes de que nadie –ni el Estado ni la ley– hollara su hogar sin su consentimiento, como los viejos germanos. Moraleja: una cosa es predicar derechos y otra, muy distinta, es dispensarlos. O más precisamente: hay un cierto tipo de libertades que no dispensa nadie, que residen dentro de uno, que siempre es preciso defender y, con frecuencia, hay que hacerlo contra los abanderados de la Libertad.
»Ha llegado el momento de poner en práctica el viejo derecho a la desobediencia. En eso consiste hoy, entre otras cosas, la libertad.»
Ni un paso atrás.
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