EL RACISMO PROGRESISTA.
El racismo de la derecha, el único que va con este nombre, es ya en buena parte una especie extinta, mítica, con escasísima influencia en las políticas nacionales y nulas en las internacionales. El de la izquierda, en cambio, popularizado con el equívoco nombre de antirracismo, causa estragos sin cuenta, con el grave inconveniente de que pocos se atreven a denunciarlo como lo que es.
Hablo de racismo en un sentido lato, tanto de razas como de culturas, y a diferencia del clásico, el racismo progresista se expresa en una condescendencia con pretensiones virtuosas que establece varas de medir grotescamente diferentes para unas civilizaciones y para otras. Es racismo, pese a su apariencia tolerante, porque su indignación con el más ligero faux pas democrático de un país occidental contrasta con su infinita paciencia sonriente con los peores ejemplos de corrupción, tiranía o salvajismo en el Tercer Mundo; sólo les falta decir por lo bajo: "¿y qué quieren, si no son capaces de más?"
Toda la actitud de la prensa progresista rezuma este racismo tácito cuando trata de África, cuyos clamorosos partidos únicos son presentados rutinariamente como democracias de bona fide y sus periódicas purgas de disidentes son ignoradas. Tres cuartos de lo mismo sucede en esa desconcertante alianza táctica entre la progresía occidental y quienes, en puridad, deberían ser sus más acérrimos enemigos, los islamistas.
Las posiciones de unos y otros sobre casi cualquier asunto –homosexuales, religión, posición de la mujer– son diametralmente opuestas, y sin embargo las élites parecen derivar un masoquista placer en actuar de abogados de oficio de los adelantados de la sharia, aplaudiendo el burka como encantador detalle de multiculturalidad, babeando excusas por nuestra libertad de expresión cuando ésta pueda ofender a los imanes y jaleando en un arrebato suicida la creación de tribunales islámicos. (La Gaceta)
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