miércoles, 2 de julio de 2008

LA CAÍDA.


2/7/2008.

LA CAÍDA.



Debían ser las once de la noche. El aire, limpio y refrescante, aconsejaba seguir con la ropa de invierno. La calle Abedules, larga y ligeramente ondulada, sesteaba silenciosa esperando el cierre de otra jornada agotadora. Calle animosa y transitada durante el día, llena de tiendas de variopinto objeto: cervecerías, un banco, farmacia, chocolatería, peluquería de señoras y muchas más oportunidades para el tranquilo paseante o la atareada ama de casa.


El silencio invadía la penumbra. Las escasas farolas, de suave luz, hacían poco visible las arrugas de los muros.


Luís. ¿Estamos cerca?

Juan: Creo que falta poco. Me dijeron que estaba casi enfrente de una farmacia.


Era una entrada angosta y oscura. Tantearon en la pared y al dar la luz, vieron una empinada escalera de unos doce o catorce escalones de mármol amarillo suave. Se oía ruido a través de la puerta.

¡Hola! ¡Pasad, pasad!


Era Federico que les cogía del brazo y les adentraba en aquella sala acogedora, llena de humo, brindis, voces entrecortadas y apretones de mano. Un bullicio de cava y canapés.


Juan aprovechó un momento en que Federico no estaba rodeado de amigos y conocidos para llevarlo a un rincón más tranquilo.


¿Es cierto que son tres años de cárcel?

La cara de Federico resplandeció por un instante y creyó ver en su mirada un relámpago de beatitud jubilosa.


¡Sí!.

Fue un ‘sí’ rotundo. Ni siquiera los contrayentes más enamorados pueden darse un ‘sí’ tan convencido. Una afirmación sincera que procedía de las más recónditas profundidades de su alma. Un alma entregada al Partido, entregada a ‘la causa’, a la autopurificación y a la revolución pendiente. Tres años no eran nada ante la emancipación universal del género humano.


Juan necesitaba una copa. Al subir las escaleras había pensado qué cara poner ante Federico. No se trataba de hacer teatro. Ni Juan estaba dispuesto, ni Federico lo habría aceptado. Se trataba de no parecer demasiado alegre ante la perspectiva de una condena de cárcel de tres años. Por ‘actividades subversivas’.


Federico, que irradiaba felicidad, fue arrastrado, cuando hablaba con Juan, por nuevos visitantes hacia otras estancias del coqueto piso. Más parabienes, abrazos y golpes en la espalda. Dos imágenes se pusieron, de inmediato, ante la mente de Juan.


La primera se remontaba al siglo I de nuestra era. Nerón, emperador de Roma, nombrado sucesor por su tío Claudio, alimentaba a los leones con cristianos vivos. Pensó en los mártires que transformaban su sacrificio en alegría. Disimuladamente miró a Federico y le pareció un cristiano dispuesto al sacrificio. Con alegría beatífica.


La otra imagen procedía de la novela ‘Al filo de la navaja’ de William S. Maugham. Recordó que llevada al cine con Tyrone Power como protagonista. En un contexto decadente, de adoración por el lujo y el dinero, emergía la figura impresionante de Larry, que va buscándose a sí mismo. Vaga por el mundo hasta llegar a la India. Allí bebe de la sabiduría de los brahmanes y, ya de vuelta, camina por un mundo al que ya no pertenece, envuelto en una nube de misticismo.


Pero las ideas que subyacen la escena no son de ahora. Rousseau dijo que la sociedad era un sistema de explotación que los fuertes habían inventado contra los débiles. Si alguien acepta este dogma a pie juntillas, resulta ‘tocado’ por la verdadera fe. Y ya no puede mancharse más. Fue el caso de Kurt Cobain, cantante del grupo Nirvana. Se arreó un tiro en la cabeza con su Remington. De algún modo lo había anunciado: ‘Me odio a mí mismo y quiero morirme’. Su situación era terrible. Un convencido ‘contracultural’ hace música alternativa (para no prostituirse) y resulta que vende millones de discos. ¡Vergonzoso! Nunca lo pudo superar.


Juan estaba ensimismado con estos pensamientos cuando Luís le dio un golpecito en el brazo.


¿Qué hacemos?

Ya era tarde. Además, el bullicio iba en aumento y era difícil hablar sin desgañitarse. Nadie notaría su ausencia. Decidieron terminar sus copas y marcharse. Ya junto a la puerta, vieron como Carmela, la compañera de Federico, les enviaba un beso con dos dedos de su mano derecha. Cerraron la puerta y bajaron en silencio la escalera. Había refrescado.


Te llamaré’.

‘Sí, nos vemos’.


El zumbido de una moto suicida quebró el paisaje nocturno. Luego, sólo se oían los pasos de Luís, caminando por la calle. Juan se quedó un rato mirándole, en silencio. El camino iba a ser largo y solitario.

Sebastián Urbina.

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