El Gobierno más incompetente de la democracia
(PD).- Cuando más falta hace un poder fiable que marque el rumbo nacional, el zapaterismo se pierde en un descacharrado desorden interno. La reciente voltereta de la ayuda a los parados revela un caos de profundidades abisales en la coordinación funcional de la Administración, y la comparecencia parlamentaria de la vicepresidenta Salgado ha elevado al paroxismo la trémula ausencia de pautas, criterios o simple organización interna.
Desde un plano puramente técnico, éste puede ser el Gobierno más incompetente desde que se restauró la democracia, lo que incluye el crítico año final de Adolfo Suárez, -recuerda Ignacio Camacho en ABC- que al menos tenía la atenuante de haber perdido el control de su propia mayoría.
Por lo general, en España los malos gobiernos lo han sido por falta de ideas, por abotargamiento o por soberbia, pero éste lo es además por incapacidad administrativa. A su inclinación por la improvisación y la frivolidad añade una pavorosa falta de competencia gestora que embarranca incluso sus propios proyectos -más bien ocurrencias- en un pedregal de confusión y rectificaciones. Crea un problema para cada solución y carece de fluidez, de solvencia, de formalidad y de confianza.
Esa desquiciada manera de gobernar (?) a tirones ha sumido al país en el desconcierto en una circunstancia especialmente crítica. Cuando más falta hace un poder fiable que marque el rumbo nacional, el zapaterismo se pierde en un descacharrado desorden interno. La reciente voltereta de la ayuda a los parados revela un caos de profundidades abisales en la coordinación funcional de la Administración, y la comparecencia parlamentaria de la vicepresidenta Salgado ha elevado al paroxismo la trémula ausencia de pautas, criterios o simple organización interna.
El espectáculo fue abracadabrante: la responsable de los asuntos económicos se presentó en las Cortes enseñando las palmas de las manos vacías. No tenía papeles que enseñar, ni cifras que ofrecer, ni certidumbres que aportar. Fue incapaz de aclarar las cantidades reales que van a percibir las autonomías, los impuestos que van a pagar los ciudadanos y el alcance del déficit público. Ya sería grave que un Gobierno ocultase a la nación datos tan esenciales del funcionamiento público, pero aún resulta más inquietante la muy verosímil posibilidad de que no los conozca él mismo.
Tanto en una hipótesis como en la otra, el problema causal de fondo es idéntico: una ignorancia insondable de las reglas de la gobernanza. Puede ocurrir que los encargados de dirigir el país no sepan de veras qué van a hacer ni a qué resultados conducen sus decisiones, o puede ser que los atisben tan vergonzantes que sientan un culpable remordimiento de confesarlos.
En ambos casos estamos ante una política licuada, insustancial, de una frivolidad que si ya parecía preocupante en tiempos de bonanza se vuelve francamente perturbadora en medio de una recesión angustiosa. Ayunos de método los dirigentes zapateristas trampean la crisis con parches y triscan con irresponsable alegría por los predios de un Estado que no saben administrar.
Si al menos se tratase de un trastorno organizado podría confiarse en la existencia de una descabellada hoja de ruta, pero cada vez parece más plausible la sospecha de un descontrol estructural tan aventurado como aleatorio.
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