SALAMINA
SI la estabilidad económica de Europa depende de la capacidad de resistencia de Grecia, basta con ver la cara azorada de Papandreu para temer la peor de las hipótesis. Su rostro es el retrato de un hombre sobrepasado por las circunstancias, desbordado por la catástrofe. Compone una expresión de zozobra que dice todo lo contrario de sus palabras: que no va poder levantar el marrón de la quiebra. Que no tiene modo de hacer frente a los pagos. Que está al frente de un Estado inviable.
Veinticinco siglos después de Salamina, el bienestar occidental se halla de nuevo vinculado a la suerte de Atenas. Entonces se trataba de la libertad y de la soberanía y ahora lo que hay en juego es la viabilidad de la unión monetaria, es decir, la clave de bóveda que sostiene la arquitectura económica de Europa. Si falla Grecia se producirá una hecatombe financiera que arrastrará en primer lugar a los países más endeudados, con España en primer plano de la amenaza.
El problema consiste en que Papandreu, una especie de Zapatero calvo y más bien pusilánime, no es un genio de la estrategia como Temístocles; reacio a los grandes sacrificios estructurales parece empeñado en aguantar de cualquier modo hasta que le corten el suministro. Tampoco cuenta con el respaldo de un pueblo comprometido en la resistencia; los indignados se lo están comiendo por los pies y claman por una suicida renuncia al rescate.
En eso coinciden con la mayoría de los alemanes, que tampoco quieren rescatarlos. Éste no es un tiempo de sacrificios ni renuncias y abundan los liderazgos propicios a las soluciones paliativas. Pero Grecia carece de ellas. Lo suyo es susto o muerte, ruina aceptada o ruina impuesta. Muchos expertos sostienen que no va a poder pagar aunque quiera hacerlo. Sencillamente, porque no tiene con qué; su capacidad productiva está bloqueada.
En circunstancias como éstas prenden con facilidad los maximalismos, envueltos en la retórica incendiaria de la cólera popular: que paguen los banqueros, que nos saquen del pozo quienes nos han metido en él, etcétera. Es el discurso que se atisba en el 15-M y sus correlatos de otras naciones.
Ya sucedió en la Argentina de 2001, con el resultado de un completo desastre. Es un camino que conduce al infierno, al hundimiento completo de lo que quede del Estado de bienestar. Pero posee el magnetismo de la desesperación y suele seducir a los que ya tienen poco que perder.
Grecia no es España, cierto. Pero se parece a lo que podría ser España si se impone la creciente tendencia de impugnación del sistema, la nostalgia del proteccionismo, la falsa utopía del rechazo. No hay soluciones viables en la ética indolora. Aunque los indignados —de aquí y de allí—no quieran aceptarlo, hay algo bastante peor que tener que pagar las deudas. Y es no pagarlas. (Ignacio Camacho/ABC)
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