jueves, 24 de noviembre de 2016

INFAMIAS.







INFAMIAS.

El fallecimiento prematuro de Rita Barberá a los 68 años, en pleno proceso de investigación judicial, ha desatado una oleada de infamias que abarcan desde el vómito de la jauría habitual en las redes sociales, siempre presta al linchamiento, hasta las lágrimas de cocodrilo de sus presuntos «compañeros», pasando por la repugnante utilización política de esa muerte por las huestes de Pablo Iglesias para uno de sus numeritos mediáticos. Infamias de grueso calado o pequeñas infamias hipócritas propias de gentes mezquinas, que dibujan un retrato fidedigno de la miseria política característica de estos tiempos.

La exalcaldesa de Valencia atravesaba una situación extremadamente difícil. Sufría una tensión difícilmente soportable a la que todos, de un modo u otro, habíamos contribuido, incluida ella misma. Unos más y otros menos, desde luego. Porque no es lo mismo informar con rigor de lo que objetivamente constituye una noticia, en este caso la imputación formal de una dirigente popular histórica, que convertirla en paradigma de la corrupción, como hicieron Podemos y su órgano de expresión favorito, La Sexta, sometiéndola a un ataque diario absolutamente desproporcionado en comparación con el rasero aplicado a otros escándalos. Como si en España ella y únicamente ella se hubiese visto involucrada en la financiación irregular de un partido. 

Como si otras formas de indecencia, léase la compraventa fraudulenta de una vivienda de protección social llevada a cabo por su verdugo en el Senado, Ramón Espinar, fuese menos reprochable en términos éticos o políticos. Como si los mil euros de «pitufeo» que se le achacaban a ella pesaran mucho más que los miles de millones saqueados en casos como el de los ERE andaluces, los negocios de los Pujol o las cuentas suizas de Bárcenas. El desplante protagonizado ayer por la muchachada de Iglesias al ausentarse del hemiciclo durante el minuto de silencio y respeto dedicado a honrar su memoria expresa a la perfección esa mezcla de visión sectaria y falta de humanidad.

 El afán revanchista que empuja a esa turba odiadora a perseguir a sus víctimas hasta la misma tumba después de haberlas acosado sin piedad en vida. Su ínfima catadura moral.


Dicho lo cual, casi tanto como esa «performance» grotesca chirrían las palabras compungidas pronunciadas ayer por quienes hasta hace dos días la rehuían por los pasillos negándose a cogerle el teléfono. 

Esos cargos y carguillos del PP, hoy desolados, la abandonaron a su suerte hace pocos meses, cuando el Supremo la puso en su punto de mira por un asunto relacionado no con su lucro personal, sino con la financiación de la formación a la que sirvió durante décadas. Le exigieron que entregara el carné «para no perjudicar al partido», fingiendo ignorar lo que nadie, a partir de cierto nivel, ignora en la calle Génova. La trataron como a una apestada, condenándola a sentarse en el grupo Mixto de la Cámara Alta junto al representante de Bildu, Iñaki Goioaga, procesado por un delito de pertenencia a ETA precisamente por el mismo Tribunal Supremo que encausó a Barberá. Una acusación que, por cierto, no le ha valido al individuo en cuestión ni un reproche por parte de Podemos ni una milésima parte de la crítica vertida en los medios de comunicación contra la exalcaldesa valenciana. 

Y es que en esta España falsa, en esta España cobarde, en esta España esclava de lo políticamente correcto es infinitamente más grave la mera sospecha de haber robado de las arcas públicas que la certeza de haber colaborado con una banda armada. Ahí está Arnaldo Otegui, paseando por los platós sus manos ensangrentadas, sin que nadie se atreva a toserle.

Descanse en paz Rita Barberá y allá cada cual con su conciencia, quienes la tengan.

Isabel San Sebastián

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