domingo, 27 de septiembre de 2009

PEGUÉ A MI PADRE...


La Fiscalía General del Estado alertaba esta semana del «preocupante» incremento de las agresiones de adolescentes contra los miembros de su familia. Con la intención de entender esta problemática, ABC se ha introducido en el infierno vivido por uno de sus protagonistas.
Rafa ha cumplido la mitad de la medida judicial que le impuso el juez, cinco meses, de los cuales dos estuvo completamente aislado de su familia debido a una orden de alejamiento. Aún le quedan otros cinco para reflexionar, aprender a controlarse y a aceptar que quien tiene la autoridad no es él, sino sus padres. «Todavía nos queda mucho trabajo por hacer», explica este chico de 17 años, cuya vida ha cambiado por completo desde que convive con otros siete chavales que, como él, cometieron un delito de violencia doméstica contra sus progenitores. «Al principio yo pensaba que quienes estaban equivocados eran mis padres y ellos que era yo. Cuando los psicólogos les decían que tenían que cambiar el modo de actuar, a ellos no les gustaba y a mí tampoco, porque yo me creía el cabeza de familia, y se tenía que hacer lo que yo decía».
«Estás denunciado»
Un día de abril todo se nubló para la familia de Rafa. Algo, una nimiedad como tantas otras veces, desencadenó una «bronca» en el domicilio. Además de los gritos y amenazas, el trauma finalizó con un padre lesionado y con toda la paciencia que quedaba por gastar. «Estás denunciado», fueron las últimas palabras que Rafa escuchó esa noche de su magullado padre, pero no se las creyó, porque no era la primera vez que las escuchaba -hasta cuatro veces llegó a acudir la policía en los años anteriores a su casa, una de las cuales el conflicto finalizó en un hospital- y pensaba que no sería la última. A la mañana siguiente, la Policía se dirigió al instituto donde Rafa cursaba 1º de Bachillerato para detenerlo.
Durante las nueve horas que permaneció en la comisaría, hasta que fue conducido a las dependencias judiciales a la espera del juicio, Rafa sólo pensaba en que esa tarde debía quedar con sus amigos. «Cada día era como si estuviera en fin de semana para mí, tenía que hacer por fuerza lo que yo quería». Y ese día, Rafa sólo sentía impotencia porque esa tarde no podría salir.

El calabozo, lo más duro

Desde la comisaría, Rafa fue conducido al Juzgado de Menores, donde pasó una de las noches más difíciles de su vida. «Entiendo que fue una decisión muy dura para mis padres y que lo hicieron para salvarme la vida en cierto modo, pero creo que no me lo merecía». Rafael recuerda que compartió «castigo» esa noche con delincuentes habituales, cuyas faltas para el adolescente eran mucho más graves que la suya: «Me metieron en un calabozo con chicos que habían robado o violado y, no creo que pegarte con tu padre sea comparable», destaca.

¿Qué significó para él? Fue una auténtica jornada de reflexión. En ese instante se dio cuenta de lo que había hecho, no logró conciliar el sueño en toda la noche. Una vez allí, el susto fue enorme. «Me sentía fatal». Los educadores de Rafa coinciden en señalar que fue duro, pero sin duda también lo fue para los padres, «es complicadísimo denunciar a tu hijo» sostienen quienes trabajan en el centro con el caso de Rafa, pero es necesario hacerles comprender que es lo mejor que pueden hacer para ellos, cuando se produce una agresión de este tipo.

Hoy, cinco meses después, Rafa es capaz de referirse a ese momento como un punto de inflexión en su trayectoria. «A mí me sirvió, me cambió mucho esa noche, porque empecé a arrepentirme de verdad, a reflexionar, antes nunca lo había hecho».
La noche anterior fue una vez más, «pegué a mi padre porque no aguantaba que me mandase, que me diera órdenes» y pensaba que «yo era el que dictaba las normas y debían hacer lo que quisiera».
Además, la distancia le ha otorgado la certeza de que el calabozo no hubiera sido suficiente: «Si hubiera regresado a casa a la mañana siguiente, tarde o temprano el episodio se hubiera repetido». Cualquier cosa detonaba una discusión, y en el momento que protagonizaba su particular infierno, no era capaz, y tampoco lo intentaba, de controlarse. «No era yo mismo, quería pasar el fin de semana entero fuera de casa y aunque mis padres me dijeran que con 15 años no podía, por eso me escapaba». Ahora tiene claro que no quiere volver a esa vida. Pero siente miedo de que la ira vuelva a aparecer y se repita el incidente. (Estrella Abascal Fraile/Madrid/ABC)
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LA IZQUIERDA Y LA AUTORIDAD.

O sea, que incluso estos chavales tienen más sentido común que la izquierda y el rojerío juntos. El intento, suicida y estúpido, de la izquierda de socavar la autoridad de la familia y de los profesores ha provocado y provoca graves males para la familia y la sociedad.

Pero el verdadero problema no es la izquierda. Han hecho y seguirán haciendo lo mismo. Lo realmente grave es que mucha gente, demasiada, no se da cuenta de que son un verdadero peligro para la libertad y la democracia. Hágase un favor a sí mismo y lea, honestamente, los libros siguientes. Haga la prueba. Si no funciona no pasa nada. Usted podrá seguir diciendo que los males que comentamos se deben al malvado capitalismo y al cambio climático.
Sebastián Urbina.

F. Hayek.

Camino de Servidumbre.

J.F. Revel.

El Conocimiento Inútil.

Andrew Anthony.

El desencanto.
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LA AUTORIDAD DEL PROFESOR.


Casi todos han celebrado la decisión del Gobierno de Esperanza Aguirre de remitir a la Asamblea de Madrid un Proyecto de Ley de Autoridad del Profesor. Escribo "casi" todos porque los de siempre –los que legitiman ideológicamente el modelo fracasado de la LOGSE, o sea, la izquierda– la han rechazado. Sin embargo, con esta medida, Esperanza Aguirre ha demostrado hasta qué punto la sociedad civil reclama un nuevo rumbo educativo.

Por desgracia, el problema es mucho más complejo que el de considerar al profesor como una autoridad pública. ¿Por qué al maestro o al profesor no se les respeta?, ¿por qué se los insulta?, ¿por qué sale gratis atizarle a un docente? No hace mucho tiempo al maestro se le respetaba, aunque su sueldo fuera bajo y sus condiciones laborales pudieran ser manifiestamente mejorables; hoy, en cambio, tenemos a maestros y profesores con sueldos dignos y un aceptable nivel de vida, que sin embargo carecen de la estima de sus alumnos y familias. ¿Por qué?

Releo estos días las siguientes líneas de El conocimiento inútil, de Jean-François Revel, publicadas en Francia en 1988:

No se trata de una broma: la ignorancia en nuestros días es objeto, o lo era hasta hace bien poco, de un culto cuyas justificaciones teóricas, pedagógicas, políticas y sociológicas se extienden explícitamente en muchos textos y directrices. Según tales directrices la escuela debe dejar de transmitir conocimientos para convertirse en una especie de falansterios "de convivencia", "de lugar de vida" donde se despliega la "apertura al prójimo y al mundo". Se trata de abolir el criterio considerado reaccionario de la competencia. El alumno no debe aprender nada y el profesor puede ignorar lo que él enseña.

Diecinueve años después en España. Real Decreto de Enseñanzas Mínimas de la ESO, publicado en el BOE de 5 de enero de 2007:

...es imprescindible hacer de los centros y de las aulas de secundaria lugares modelo de convivencia, en los que se respeten las normas, se fomente la participación en la toma de decisiones de todos los implicados, se permita el ejercicio de los derechos y se asuman las responsabilidades y deberes individuales. Espacios, en definitiva, en los que se practique la participación, la aceptación de la pluralidad y la valoración de la diversidad que ayuden a los alumnos y alumnas a construirse una conciencia moral y cívica acorde con las sociedades democráticas, plurales, complejas y cambiantes en las que vivimos.

Resulta estremecedor que la constatación dolorosa que Revel hacía casi veinte años se repite milimétricamente en nuestro país. Estremecedor, sobre todo, cuando el modelo educativo que aún soportamos, el de la LOGSE, cuyo fracaso es clamoroso, se mantiene en pie a pesar de los estragos que está causando a nuestros hijos. El modelo logseano supuso un cambio de modelo de escuela. Ésta siempre ha sido una institución transmisora de conocimiento; ahora ya es un falansterio de convivencia, "espacios de convivencia". Desde la LOGSE nuestros hijos van a lugares donde, más que aprender matemáticas, lengua o historia, "aprenden a convivir". Si aprenden algo luego, bienvenido sea.

Todo ello implica una redefinición no sólo de la función social del maestro, sino de la misma definición profesional docente. No se trata sólo de qué es lo que la sociedad pida al enseñante; también se trata de cómo se considera a sí mismo.

La autoridad del maestro y del profesor no ha estribado jamás en razones políticas o económicas. La autoridad de quien se dedicaba con sacrificado esfuerzo al noble arte de enseñar se ha basado siempre en que transmitía conocimientos, imprescindibles socialmente. El respeto hacia el enseñante se basaba en que encarnaba toda una tradición cultural que comunicaba a niños y jóvenes. Ese respeto a la autoridad del maestro venía dado porque se daba por sentado que la escuela enseñaba conocimientos: leer, escribir, aritmética, geografía, gramática.

Me alegro de que en estos días todos hablen de la necesidad de restituir a los profesores la autoridad. Quizá así podamos empezar a hablar de lo que casi nadie se atreve: que el único modo de que podamos recuperar la autoridad del docente es cambiar el modelo de escuela. Que colegios e institutos dejen de ser las guarderías de progresismo barato actuales y convertirlas en instituciones de conocimiento. Porque un profesor que no enseña no es nadie. Y como tal se le trata. La tarea del profesor es la de ayudar al alumno a abrirse a un mundo que el joven no conoce, no de un modo paternalista o afectivo, sino mediante la objetividad de las disciplinas que imparte.

La ideología igualitarista que asola nuestros colegios e institutos incapacita para comprender que el maestro sabe mucho más que el alumno y por ello está en una posición de superioridad frente a él. El igualitarismo es alérgico a cualquier conato de superioridad y cree que superioridad es sinónimo de dominación o explotación; el igualitarismo, uno de los hijos del marxismo, hace del profesor un mero colaborador del alumno y lo despoja así de raíz de toda su dignidad profesional. No entiende, en fin, que, dado que el maestro sabe y el alumno no, aquél se pone al servicio de éste.

Cuando se insulta, se desprecia o se pega a un profesor se está despreciando e insultando al conocimiento del que es portador. He ahí el gran problema de nuestro tiempo, el absoluto desprecio al conocimiento y a la verdad.

Carlos Jariod es presidente de la Asociación de Profesores Educación y Persona


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