viernes, 30 de octubre de 2009

GUARDERÍA PROGRESISTA.









EN LA GUARDERÍA HASTA EL FINAL.

El ministro de Educación ha dejado caer una buena noticia para las leire pajines de estepaís. En una entrevista radiofónica ha sugerido prolongar la educación obligatoria hasta los 18 años, o sea, hasta la mayoría de edad, un concepto que pronto habrá que declarar obsoleto. La ampliación de la guardería propuesta por Gabilondo haría legal lo que ya es real para personas como la dirigente socialista, quien a los treinta y tantos se considera una jovencita. La idea del ministro guarda plena coherencia con esa negativa a ser mayor, adulto y responsable, que se ha constituido en seña de identidad de los progres de nuestro tiempo, feliz universo donde la fantasía de Peter Pan ha reemplazado al abstruso credo marxista.


Con la educación obligatoria hasta los 16 años, ahora vigente, los profesores se las ven y se las desean para mantener un mínimo de disciplina en clase. Por ello, no es exagerado pronosticar que para lidiar con hombres y mujeres hechos y derechos a los que no les guste estudiar, necesitarán escolta. Si resulta difícil controlar a los menores, cómo será habérselas con individuos que pueden vivir su vida sin rendir cuentas a nadie cuando se les encierra en un aula contra su voluntad. A ver quién es el guapo que los pone a hacer figuritas de plastilina o ecuaciones en la pizarra, por muy digital que sea. ¿Y qué pasa con el bachillerato? ¿Se nos harán bachilleres con veinte tacos? Como algunos ya serán padres de familia, podrán jugar con sus retoños en el patio. Así, todo queda en la escuela.


No hace tanto, queríamos llegar a la envidiable madurez cuanto antes. Incluso, yendo más atrás, el joven que deseara transmitir experiencia e infundir respeto debía de recurrir a trucos para aparentar más años. La actitud que hoy emerge con fuerza se define, en cambio, por resistirse a crecer, alargar la infancia y perpetuar la adolescencia. Lo cual deriva de esa exigencia de no ser responsables nunca de nada que se extiende en sociedades como la nuestra, con el activo respaldo, aquí, de un Gobierno que ejerce, a la vez, de niño y padre. Prolongar la estancia en lo que ya es guardería hasta los 18, como dice el ministro, sabrá a poco desde tal perspectiva. Sean consecuentes y pongan el kindergarten para siempre. (Cristina Losada/LD)
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JOSÉ VICENTE PASCUAL. LA NIÑATOCRACIA ESPAÑOLA.

Lo reconozco, soy seguidor del “reality” Curso del 63, uno de esos programas que siempre tratan de lo mismo: se encierra a unos cuantos gaznápiros en cualquier sitio, se les graba mientras hacen lo que saben, o sea, nada interesante, y ya tenemos la audiencia asegurada. La fórmula aburre incluso a los coleccionistas de dedales, pero en el caso que les refiero la cosa cambia, milagrosamente. Me divierto a rabiar.
Pensarán que mi interés por el programa se debe a ese conflicto, horrible al parecer, causado por el encontronazo de veinte jóvenes que se enfrentan a una educación similar -no igual, en absoluto idéntica -, a la de 1963. Mas no se trata de eso. Lo cierto es que los rebotes de la muchachada porque no les dejan llevar sus piercing’s ni maquillarse —tanto ellos como ellas—, a causa de la comida que les sirven, los horarios, la obligatoriedad del uniforme, etc., me resultan anodinos. De unos chavales que ponen cara de estupor ante la palabra “batracio”, y preguntan al profesor si es un vocablo español o de por ahí allende nuestras fronteras, cabe esperar que lloren o griten histéricos si les cortan el pelo, les obligan a comer lentejas o les prohíben llevar un aro en la nariz. Todo previsible.
Lo que me fascina de este programa son los padres y las madres que van apareciendo y comentando las vicisitudes de sus hijos en el colegio San Severo. Ellos, sin uniforme ni sujetos a las reglas del programa, son genuinos. Auténticos. Impagables como paradigma del progenitor estragado por su propio desconsuelo, derivado en aparatosa negligencia, ante el hecho irreparable de haber traído un ser humano a este mundo. Son geniales en su ignorancia, grandes en su debilidad, contumaces en el desconcierto con que intentaron educar a sus hijos y, desde luego, hilarantes en las mil argumentaciones, a cual más exótica, con que intentan explicarse cómo es posible que sus retoños sean tan caprichosos, respondones, inestables, impresionables, mal hablados y extremadamente maleducados. Son lo que hay: padres sin criterio que costean e intentan dirigir —de ilusión también se vive—, las vidas de los grandes protagonistas de la niñatocracia española. Son la caña.
“Bastante ha aguantado mi hijo la situación. Si llego a ser yo, le meto una hostia al profesor”, afirma el papá de una de estas criaturas, como resumen de su análisis sobre alguna desavenencia surgida durante la convivencia en el internado. Con padres así, con ese ejemplo y esas drásticas reflexiones, ¿quién se extraña de la violencia escolar y las agresiones a los docentes? Otros progenitores justificaban el que su hijo hubiese abandonado el programa, el primer día, por negarse al corte de pelo. “Sabemos que pierde una gran oportunidad de aprender, una experiencia importante, pero el pelo, para él, es tan importante… es su personalidad… es él mismo”. Vale. Las experiencias pasan y las oportunidades no suelen repetirse en la vida, aunque el pelo vuelve a crecer. Es una lástima que el niño se largara a las primeras de cambio. Esos padres convencidos de que la personalidad de su nene está en el peinado habrían dado mucho juego.
Hay una señora —último ejemplo, prometido—, que me encandila sin remedio. Decir, no dice gran cosa, pero su aspecto resulta maravilloso. Luce unos pendientes como ruedas de tractor, tan grandes que uno es incapaz de fijarse en ningún otro detalle de su apariencia o anatomía cuando aparece esa figura a medio sepultar entre los descomunales aretes. Asevera, bastante conmovida, que su hija siempre ha sido “mú delicá pa la comía”; le parece inhumano que le pongan delante un plato de garbanzos. Lo dice, en serio que lo dice, pero los anillos de Saturno que cuelgan de sus orejas ocultan cada palabra, la convierten en insípida excepción sonora que no altera el estruendo de la performance visual. Pues señora, con esas pintas que usted exhibe, no le extrañe que su hija salga “delicá” para comer y cualquier otra cosa ajena a la contemplación de dos zarcillos —valga el diminutivo—, luciendo intergalácticos en la inmensidad del hogar. ¿Se los quitará para dormir?
En fin, les recomiendo vivamente este programa de Antena 3 —mira, algo en condiciones hacen de vez en cuando—. No se pierdan las desventuras de los padres de los internos en San Severo. Para más risa y rechufla, las películas de Berlanga. A las buenas me refiero, es decir, casi todas las que dirigió hasta el año de El verdugo, que fue 1963.
© La Opinión de Granada

2 comentarios:

María dijo...

Pues eso, a lo suyo... cantidad en vez de calidad. Así nos va.

Anónimo dijo...

Cuando vi la presentación del programa decidí que no valía la pena verlo, pense que se trataba simplemente de ridiculizar y atacar una época que tuvo más de bueno que de malo, aunque de todo hubiera, como es natural. Y no he visto el programa.

Pero después de lo que cuentan no se si me habré perdido unos buenos ratos hilarantes. Y lo peor es que ese tipo de gente, que sirve de conejillo de indias a los productores, y que se ponen en el mayor de los ridículos sin ni siquiera enterarse, son además su mejor público.

¡Qué pena de sciedad española!