(Como dijo Valle Inclán, 'no le insulto, le defino'.)
Herrera estalla: "Hay muchos hijos de puta que creen que la sociedad está en deuda con los etarras"
La estrella radiofónica de las mañanas de Onda Cero, Carlos Herrera, no ha podido aguantar la humillación a las víctimas.(Periodista Digital)
(PODRÁ COMPRAR PAPELETAS POR EL MÓDICO PRECIO DE UN BONO BASURA PARA SABER QUIÉNES SON ESTOS HIJOS DE PUTA. EL GANADOR (O GANADORA, TÍO O TÍA, VASCO O VASCA) OBTENDRÁ COMO PREMIO UNA VISITA GUIADA AL HEMICICLO, EN DONDE PODRÁ MERENDAR CON EL MINISTRO MONTORO PARA QUE LE EXPLIQUE LO BIEN QUE LO HACE. POR SUPUESTO, TENDRÁ QUE PAGAR USTED, CON CARGO A LA EMPRESA ORGANIZADORA. Y PODRÁ ESCRIBIR UNA POSTAL CON PAPEL DEL CONGRESO PARA FELICITAR A LA MULTIASESINA ETARRA, LIBERADA GRACIAS AL PROCESO DE PAZ Y A LA BAJADA DE PANTALONES CUSASIGENERALIZADA.
ESO SÍ, LE DARÁN BOLSAS DE PAPEL PARA QUE PUEDA VOMITAR A GUSTO.)
ESTRASBURGO CULMINA EL PROCESO DE PAZ.
El Tribunal de Estrasburgo ha ordenado al Gobierno recuperar la tarifa plana para los asesinatos etarras y el progresismo patrio está que no cabe en sí de gozo. Los Derechos Humanos, entelequia sin base real que justifica cualquier tropelía, han triunfado una vez más, para esmaltar el carácter súper democrático de las instituciones europeas encargadas de velar por su estricta observancia. Los defensores de los derechos humanos de los asesinos, que contradicen con su conducta precisamente ese carácter humano, están de enhorabuena porque una instancia europea ha puesto fin a la anomalía jurídica que pretendía aplicar los beneficios penitenciarios en función del número real de los delitos cometidos y no del máximo penal previsto en la ley.
La sentencia es consecuencia de un Código Penal lleno de remiendos y una Constitución que sitúa la reinserción –imposible metafísico en el caso de delitos atroces como los cometidos por muchos etarras– como eje primordial de la política penitenciaria. El Tribunal de Estrasburgo simplemente ha dado carta de naturaleza a la revisión de una estrategia que debería haber tenido un sólido asiento legal desde hace décadas. La clase política dice ahora lamentar profundamente que criminales con decenas de víctimas a sus espaldas salgan en libertad habiendo cumplido menos de dos años de prisión por cada asesinato, pero cuando tuvo ocasión dar solución definitiva a un asunto que tarde o temprano iba a terminar así no creyeron oportuno ponerle el menor remedio. Lo fiaron todo a la ingeniería judicial y este es el resultado.
Los etarras irán saliendo a la calle progresivamente, pero que nadie se alarme. El Gobierno, haciendo gala de su habitual firmeza, ya ha dicho por boca de su ministro del Interior que intentará ahora que no se carcajeen demasiado y, a ser posible, celebren su victoria en la intimidad. Los proetarras alcanzan así sus últimos objetivos políticos. El proceso de paz ha terminado.
(Pablo Molina/ld).
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OTRA VEZ LOS JUECES CONTRA LA JUSTICIA.
Desde los tiempos en que el mito regía las cosmogonías -antes del nacimiento de la ciencia política, incluso de toda ciencia, en el sentido moderno del término-, en los albores de la literatura occidental, ya encontramos en los bellísimos poemas de Hesíodo y de Homero, o en las inmortales tragedias griegas, la impronta de una profunda preocupación humana por la justicia.
Es evidente que la idea de justicia no es privativa de ninguna particular civilización, sociedad o cultura; al contrario, es algo universal. Lo mismo podemos decir de su ubicación en el tiempo. Decía San Agustín que el término justicia fue acuñado en tiempo inmemorial. De modo que podríamos afirmar con Hesíodo que el anhelo de justicia es natural en lo humano, le es inherente.
Con independencia de que reconozcamos la diversidad cultural y la historicidad de los valores éticos (no en vano el sentido original de la ética es costumbre, ethos), y que, consecuentemente, la probabilidad a priori de que el concepto de justicia no sea el mismo en las diferentes sociedades humanas, ni lo haya sido, incluso en las mismas, en su devenir histórico, no obstante, hay en la idea de justicia un sustrato común e inmanente: el concepto de justicia es un concepto esencialmente social, por definición.
Salvo desde el más radical solipsismo, no puede afirmarse que uno es justo o injusto consigo mismo.
La idea de justicia entraña necesariamente la alteridad. No puede concebirse la idea de justicia si no es mediante la conciencia del otro, el reconocimiento de la alteridad. Es necesaria, digámoslo así, esa externalización de la conciencia. De manera que, en opinión de los más sabios, como Aristóteles, Cicerón y Tomás de Aquino,la justicia no es una virtud absoluta y puramente individual; es relativa a un tercero, y esto es lo que hace que las más de las veces se la tenga por la más importante de las virtudes (…) La justicia no puede ser considerada como una simple parte de la virtud, es la virtud entera, del mismo modo que la injusticia no es parte del vicio, sino el vicio todo.
Precisamente por eso, la justicia no deja de ser un ideal; como tal, irrealizable. La maldad triunfa, siempre ha triunfado. Decía Mark Twain: "Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta con que sea humano. Nadie puede ser nada peor". La historia de la justicia es una historia de infamias. Al ser humano, en su anhelo de justicia, sólo le ha sido otorgado conocer la injusticia.
Nos ha tocado, de nuevo, paladear su amargo sabor. En esta ocasión el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha enmascarado con argumentos humanitarios el depravado rostro de la injusticia. No voy a entrar a analizar los más que discutibles -desde la estricta perspectiva jurídica- argumentos de la sentencia. Sólo quiero señalar que no puede haber justicia en una sentencia que ultraja a las víctimas y afrenta la razón.
Bajo el argumento de servir a la ley, el TEDH ha cometido una enorme injusticia. Se está convirtiendo en costumbre que las víctimas del delito sean triplemente agraviadas: por los autores, por los jueces y por los canallas que los aplauden. Cicerón lo advirtió:
En cuanto a la injusticia, ésta es de dos géneros, uno de los que hacen la injuria y otro de los que, pudiendo, no lo estorban…
Los jueces, cuya condición, aquí y en Pekín, es saber más que las leyes, no han sabido en esta ocasión, en la que verdaderamente se trataba no ya de eludir la aplicación de la ley -cosa en la que son fantásticos maestros torcedores de leyes, en opinión de Quevedo- sino de interpretarla, o, tal vez, no han querido, atender a la primera finalidad de la ley, que, según Cicerón, es estorbar la injusticia (porque en el fondo las leyes han nacido del miedo a la injusticia, como dijo Horacio); ni siquiera se han dejado guiar por la prudencia y seguir el consejo del eximio jurisconsulto, conforme al cual "es sabia máxima no hacer cosa alguna en que quepa la duda de si es o no justa, porque la duda trae consigo la sospecha de la injusticia". Por el contrario, han preferido otorgar a la injusticia rango de ley, a fuerza de repetirla, como dijo Bertolt Brecht.
El TEDH ha olvido lo esencial de la justicia, lo que, como hemos dicho antes, es inmanente al concepto de justicia: el otro. El TEDH se ha olvidado del otro, se ha olvidado de las víctimas de esa bestia asesina a la que ha amparado. El TEDH ha sido muy considerado con la asesina, a la que ha tratado con humanidad, en tanto que a las víctimas les ha negado la condición de personas, rebajándolas a número o, peor, a masa innominada. El TEDH ha olvidado que la función de los tribunales es la reparación de la injusticia y que, como dijo Aristóteles, es imposible obtener la justicia debida sin que haya alguien que realice un acto de justicia.
Carmelo Bella, José Calvo, Miguel Ángel Cornejo, Jesús María Freixes, Jesús Jiménez, Andrés José Fernández, José Joaquín García, Santiago Iglesias, Antonio Lancharro, Javier Esteban, Miguel Ángel de la Higuera y Juan Ignacio calvo y tantos otros que no nombro, no habrá justicia para vosotros. Hoy es un día triste para las personas decentes que aman la justicia; sólo nos quedará la memoria de vuestro sacrificio y el recuerdo de la infamia; la de los asesinos y la de los jueces. López Guerra, no te olvidaremos.
(José Luis Roldán/ld).
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SALA VIP
La ley y el error de Estrasburgo
ALFONSO VILLAGÓMEZ
Se trataba de una interpretación judicial sobre el régimen de ‘rebaja’
de las condenas.
En estos casos, la Administración penitenciaria y los tribunales aplicaron invariablemente la reducción de penas por trabajo a partir del máximo de pena que podía cumplirse en prisión, es decir, 30 años. Esta era la ley y su aplicación unánime a muchos terroristas y otros autores de delitos igualmente muy graves por los que fueron condenados durante la vigencia del Código Penal de 1973, es decir antes de 1996.
Y el Estado español ha sido perfectamente cumplidor en toda la extensión del principio de legalidad penal que se recoge en ese precepto del Convenio europeo y, naturalmente, en nuestra legislación ordinaria y constitucional. Esto es así porque, como es sabido, los delitos se juzgan siempre conforme a la ley vigente en el momento de su comisión, aunque luego esa ley resulte derogada. Lo que a principios de 2006 hizo nuestro Tribunal Supremo no fue sino realizar una nueva interpretación del modo de contar esa reducción de pena por el trabajo penitenciario, legalmente impuesta.
Ahora el cómputo sería desde la totalidad de los años de condena, y no desde el máximo de su cumplimiento en prisión de 30 años. Así se gestó la llamada doctrina Parot, que no ha sido aceptada equivocadamente por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es decir, se trataba de una interpretación judicial sobre el régimen de rebaja de las condenas y no sobre la aplicación de las penas, que es lo que exige el principio de legalidad nacional e internacionalmente considerado.
El Código de 1995 suprimió esas rebajas de pena; sin embargo, no aclaró en absoluto la forma de seguir llevando a efecto el cómputo anterior al mismo. De ahí que el Tribunal Supremo, y el Constitucional también, consolidaran esa doctrina que, para muchos, es técnicamente más razonable. No pretendo exponer ahora argumentos de justicia material ante delitos atroces para los que la ley no tenía respuesta, sino sólo indicar desde esta página por qué creo que en este caso no acierta el Tribunal de Estrasburgo. En este sentido, el artículo 7 del Convenio europeo proclama el principio de legalidad penal como un derecho fundamental.
Un principio que tiene origen en el siglo XVIII, y parte como una reacción contra la arbitrariedad, el abuso del poder y la inseguridad jurídica. Su verdadero enunciado está en el libro De los delitos y de las Penas, de César de Bonesana, marqués de Beccaria: “Sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos; y que esta autoridad no puede residir más que en el legislador que representa aun toda la sociedad agrupada por una contrato social”; y la túnica latina Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege la pondrá posteriormente Feuerbach.
A partir de entonces en todas las legislaciones se distingue entre legalidad sustancial y legalidad formal. El principio de legalidad penal sustancial proclama que se sanciona con una pena o se somete a una medida de seguridad cualquier acción u omisión o estado peligroso de una persona que vaya contra la sociedad o el Estado; mientras que el principio de legalidad penal formal es un axioma jurídico por el cual ningún hecho puede ser considerado como delito sin que la ley anterior lo haya previsto como tal. La descripción del delito o situación peligrosa tiene que preceder al acto delictivo o al comportamiento peligroso. Considera y castiga como delito, todo hecho que esté en la ley como tal.
No considera ni castiga los hechos que no estén en la ley, aun cuando esos hechos pudieran ser lesivos a la sociedad o a las personas. En definitiva, son unos principios fundamentadores de cualquier opción política liberal o socialdemócrata, defensoras de derechos, libertades y garantías fundamentales de los ciudadanos.
Ahora bien, en la técnica de aplicación este principio impone que el rango de aplicación de la pena, que es de lo que se trata con la “doctrina Parot”, debe ser razonablemente amplio, pero claramente limitado porque la rigidez de la pena es perjudicial para el condenado. No cabe duda de que esta interpretación jurisdiccional es, desde 2006, menos favorable para el condenado, pero eso no supone la vulneración del principio de legalidad penal en su reconocimiento, modalidades y protección, tal como he dicho. Y como el propio Tribunal de Estrasburgo había dicho en otras ocasiones al excluir de su propio ámbito de garantías internacionales, el modo en que en cada Estado se lleva a cabo el cumplimiento y la ejecución de las penas.
De esta manera además, no es posible entender cómo el TEDH considera que, con todo ello, lo que se hace en España es aplicar “una pena no prevista en su momento en la ley e imprevisible objetivamente”. Sin duda, la aplicación de penas diferentes de las vigentes en el momento de la comisión de los delitos e imprevisibles, es frontalmente contrario al principio de seguridad jurídica reconocido también en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Pero no es esto lo que ha venido haciéndose desde la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo.
No hay necesidad, en definitiva, de acudir a los postulados de la Escuela correccionalista –que dicen que la pena debe ser indeterminada para poder aplicar la prevención especial que exigiría el tratamiento de cada interno– porque los tribunales españoles, con acertado y justo criterio, han sabido determinar en cada caso las condenas encadenadas que se le presentaban a liquidar. Y, por supuesto, respetando el principio de legalidad.
*Alfonso Villagómez Cebrián es magistrado.
(La Gaceta)
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