domingo, 27 de octubre de 2013

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FUNDACIÓ JAUME III




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Marta Zoreda. En Palma asistimos hace unos días al nacimiento de una nueva entidad para la defensa de la lengua mallorquina y su amigable y pacífica convivencia con la catalana y la española, la Fundació Jaume III de Mallorca, a la que deseamos desde aquí el mejor futuro posible, tanto por lo que defiende, la lengua que siempre hemos hablado en Mallorca y la que deseamos que sigan hablando nuestros descendientes, como por su carácter de plataforma abierta a la participación de todos los ciudadanos sin sectarismos, dogmatismos ni luchas de poder. Necesitamos a los ciudadanos, a cualquier ciudadano que quiera defender la cultura desde la libertad, la justicia y la razón. Ahora o nunca.

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Fer un ou de dos vermells

Como era previsible, la irrupción de la Fundació Jaume III (www.jaumetercer.com) ha añadido más nerviosismo y desasosiego entre el catalanismo isleño. Lo primero que nos han espetado es que la mayoría de las peculiaridades del mallorquín que reivindicamos están aceptadas por la normativa del IEC, algo que nunca hemos puesto en entredicho. Lo que denuncia la nueva fundación no es que estén fuera de la normativa (algunas sí lo están) sino que nuestros catalanistas (¡los nuestros, no los de Barcelona!) han preferido sistemáticamente la sintaxis y el léxico (algo menos la morfología) del barcelonés –la base del estándar– a las formas genuinas de las Islas, tan correctas como aquellas. Entren en la web de la UIB y compruébenlo. En efecto, estoy de acuerdo con el director del IEB, Toni Vera, de que existe un margen de maniobra muy amplio dentro de la normativa del IEC para fomentar las modalidades insulares. Lo que pasa es que, lisa y llanamente, no se ha hecho y, peor todavía, no se quiere hacer porque los mismos de siempre lo consideran un ataque a la sacrosanta unidad de la lengua.

Estos días he estado releyendo los primeros tomos de las Rondaies d’en Jordi des Racó (Ed. Moll, 1977), esta vez más como entomólogo –los años no perdonan– que como aquel niño con los ojos abiertos como platos que escuchaba a su padre cuando se las leía de pequeños. La realidad, duela más o menos, es que, en sólo cien años, gran parte del abundante tesoro lingüístico que podemos encontrar en ellas se ha esfumado. Por supuesto, estas obras nos remiten a un mundo rural que, salvo excepciones, ya no existe en Mallorca. Pero incluso así, dejando de lado la evolución económica y social de los mallorquines que ha afectado lógicamente a su forma de hablar, hay que reconocer la degradación manifiesta del mallorquín que hablamos en la actualidad frente al recogido por Mossèn Alcover. Yo mismo conozco expresiones que utiliza mi madre que ya no utilizo normalmente. 

Mi hija ni siquiera las llegará a conocer. Si hacemos el experimento de leer a un niño de diez años una rondaia como “En Martí Tacó”, nos daremos cuenta de que no entiende nada de nada, tal ha sido la abrumadora pérdida de léxico, frases hechas, modismos y locuciones. Nuestro mallorquín, reconozcámoslo, nada tiene que ver con el esplendor, la variedad y la riqueza de antaño. Nada que ver. No digamos ya el que farfullan quienes no lo han aprendido en casa desde pequeños y lo han aprendido en la escuela o en los cursos de reciclaje de catalán.

Curiosamente, esta degradación manifiesta se ha acelerado en los últimos cuarenta años, precisamente cuando más se ha apoyado la enseñanza de (y en) la lengua autóctona hasta el punto de llegar a imponer, por la vía de los hechos, la inmersión lingüística obligatoria en catalán. ¿Qué dicen los catalanistas, los normalizadores y los estandarizadores a todo esto? Nada. A tenor de los aspavientos, los insultos –somos unos ignorantes, incultos, cínicos, hipócritas…– y la furia con que han dado la bienvenida a la nueva fundación y a las aviesas intenciones que nos atribuyen –todo muy previsible, como decía–, para nuestros catalanistas esta degradación –repito, manifiesta– de nuestra forma de hablar mallorquín entra dentro de los sacrificios normales que deben aceptarse a favor del catalán estándar.

 De hecho, el catalanismo sigue a pies juntillas la sentencia de muerte que la sociolingüística catalana dictó en su día contra los dialectos: la diversificación en todos los ámbitos conlleva el sacrificio de las formas “dialectizantes y arcaizantes”. Para ellos “unidad lingüística” significa uniformidad. A su juicio, salvar el catalán –aunque sea el ortopédico que utilizan los informativos de IB3– pasa por potenciar el estándar –el único que puede competir con el español– y si todo ello supone, al escamotearle protección y prestigio en los usos formales, cultos e institucionales, seguir empobreciendo hasta la náusea el mallorquín que hablamos (negándonos, incluso, la posibilidad de escribirlo) les importa un comino. 

La opción catalanista es legítima, pero es “su” opción, no la de tantos otros mallorquines que no estamos dispuestos a asistir a la degeneración del mallorquín sustituyéndolo progresivamente por un estándar en el que encima no nos reconocemos. El catalanismo debe asumir con normalidad que su apuesta tiene consecuencias sociolingüísticas, además de políticas, con las que los demás podemos o no estar de acuerdo. Sin embargo, la estupidez de toda nuestra clase política ha comprado un único discurso sobre la lengua, el del catalanismo, al parecer, los únicos que pueden opinar del tema.

Algunos no vemos las ventajas de tener un estándar catalán uniformizador por ninguna parte, sinceramente. Sin estándar, siempre nos entendimos con catalanes y valencianos, rezamos durante siglos, fuimos capaces de crear obras literarias, elaborar gramáticas y diccionarios, incluso algunos emplearon el mallorquín para agitar al pueblo. No necesitamos el catalán como lengua nacional. Nuestra lengua nacional es el español, la común a todos los españoles, sin renunciar a hablar, a transmitir a nuestros hijos y a conservar nuestra lengua materna, tal como hicieron nuestros antepasados, por cierto, pese a carecer de “conciencia lingüística” de ningún tipo. Somos bilingües, hablamos nuestras dos lenguas con normalidad y las amamos por igual, no las enfrentamos en ninguna lucha darwinista, tal como hacen los sucursalistas de Cataluña.

 Observamos como, después de cuarenta años de apoyo institucional a nuestra lengua autóctona, el mallorquín va camino de ser asimilado por el catalán estándar que, encima, ha fracasado en su cometido de enganchar a las generaciones más jóvenes que se han pasado en masa al castellano como lengua relacional. Como diríamos en mallorquín, el catalanismo “ha fet un ou de dos vermells”. Harían bien los popes catalanistas en hacer un poco de autocrítica y analizar hacia dónde nos ha llevado su curioso amor por la lengua autóctona. A menos que este amor fuera espurio y mal dirigido, puesto al servicio de su obediencia vicaria a la Generalitat de Cataluña.

(Joan Font Rosselló/El Mundo/Baleares.)


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Publicat a El Mundo, 21-10-2013

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