viernes, 4 de diciembre de 2015

LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA.









El mito de la Inquisición española: menos del 4% acababan en la hoguera


 Los inquisidores españoles aparecen representados en películas y novelas como sádicos fanáticos que hicieron de España el territorio más atrasado de Europa y quemaron a una cifra interminable de judíos, brujas, musulmanes y sobre todo protestantes. Se le supone el episodio más terrible y despiadado de la Iglesia Católica

No en vano, el Santo Oficio fue un mecanismo inherente a la Edad Moderna que, a diferencia de la inquisición medieval, respondía directamente a la autoridad real, se empleaba como un órgano de control social y no aceptaba como válidos los testimonios obtenidos por tortura. Y si bien la cifra de muertes que causó la actividad del Santo Oficio en la Península Ibérica fue muy inferior a la que produjeron las guerras de religión, que desangraron Francia, Alemania o Inglaterra durante los siglos XVI y XVII, en el imaginario popular son los españoles los únicos que se ganaron la fama de radicales sanguinarios.
«La española se distinguió menos por su crueldad que por el poder del aparato burocrático, policial y judicial del que dispuso»
¿Qué tuvo de diferente la Inquisición española en comparación con otros países? ¿Utilizaba métodos más crueles? El historiador francés Marcel Bataillon respondió en su tesis de Erasmo que «la represión española se distinguió menos por su crueldad que por el poder del aparato burocrático, policial y judicial del que dispuso». De esta forma, lo que diferenció la intolerancia religiosa de los territorios de la Corona española, respecto a otros países, es que los Reyes Católicos institucionalizaron esa represión a través del Santo Oficio, que, si bien causó menos derramamiento de sangre, dejó registrada la información detallada de cada ejecución. 

La propaganda inglesa, francesa y holandesa se encargó de exagerar algo que las «inquisiciones protestantes» realizaban con todavía más violencia y en menos tiempo.

(César Cervera/ABC) 






Sobre la leyenda negra anti-española

04.01.2014 09:30 (Conferencia, 2004)

No hay español culto que no sepa qué es la Leyenda Negra; al menos, en sus términos generales. No hay español inculto que no se haya creído la Leyenda Negra; al menos, en sus términos generales.

La Leyenda Negra es ese relato, o más bien conjunto de relatos, según el cual el paso de España por la Historia ha sido enteramente siniestro: una mezcla nauseabunda de crueldad, fanatismo, violencia e ignorancia, que no ha aportado al mundo nada más que dolor. A la luz de esa idea, todos los grandes episodios que jalonan la Historia de España han sido una calamidad: la Reconquista, una muestra de fanatismo religioso frente al avanzado y tolerante Islam; la conquista de América, una obra de rapiña genocida contra los bondadosos indígenas; las guerras de la Reforma y la Contrarreforma, o la guerra de Flandes, la manifestación de la extrema intolerancia de un pueblo fanatizado –otra vez el fanatismo- y salvaje. Y etcétera, etcétera.

Hay quien dice que la Leyenda Negra, el propio hecho de tener tal, es un rasgo exclusivo español. Y si el río suena… Bueno, esto no es verdad. Es verdad, sí, que el término “leyenda negra” se aplica específicamente, en el ámbito académico, al conjunto de relatos denigratorios hacia España. Pero todos los países que han ejercido una hegemonía mundial o continental se han visto afectados por este tipo de relatos. Basta ver dos películas de Mel Gibson como El Patriota o Braveheart para descubrir que hay una leyenda negra inglesa, donde los ingleses quedan retratados como una difícil condensación de todos los vicios. Hay también, como todo el mundo sabe, una leyenda negra alemana que pinta a los germanos como un pueblo de salvajes asesinos de infinita crueldad. Y hoy se va forjando, aquí y allá, una leyenda negra norteamericana donde los yanquis son unos canallas analfabetos y prepotentes. O sea que España no es el único país que ha sufrido, en uno u otro momento, ese tipo de “leyendas”.

Lo que sí es cierto es que en ningún otro lugar como en España ha terminado perforando esa “leyenda” el espíritu colectivo. Lo malo de nuestra leyenda negra no es que esa imagen haya circulado o circule por ahí, sino que muchos españoles –en ciertos momentos, la mayoría del mundo cultural- la hayan dado por buena. Voy a poner tres ejemplos.

En 1992, España conmemoró el quinto centenario del Descubrimiento de América. La cultura oficial aportó para ello una película sobre la época de la conquista: Eldorado de Saura, es decir, la historia de un asesino demente, Lope de Aguirre, cuya peripecia ya había sido llevada al cine anteriormente con mucha mejor mano –por Werner Herzog- y, lo que es peor, que no es representativa ya no de la Conquista, sino ni siquiera del episodio de Eldorado, donde hay personajes –como Jiménez de Quesada- mucho más relevantes. En plata: la contribución de la cultura oficial a la conmemoración de la conquista fue una condena sumaria –y alejada de la realidad- de la acción de España en América.

Otro ejemplo. Si usted sale a la calle y pregunta por la Inquisición española, no le quepa duda de que recibirá la siguiente respuesta: la Inquisición española quemaba a las brujas en la Edad Media. La realidad, sin embargo, es que en la España medieval no hubo Inquisición –la crearon los Reyes Católicos de nueva planta-, ni se quemaron brujas –las quemas de brujas fueron más bien cosa de la transición entre los siglos XVI y XVII-, y sobre todo: España fue el país de Europa que menos brujas quemó, y ello, precisamente, por el celo de la Inquisición, que aplicó al caso unas investigaciones rigurosamente racionales y descubrió que, en la inmensa mayoría de las acusaciones, todo era una superchería.

¿Un tercer ejemplo? Ahí va. Hoy está extendida por innumerables lugares la idea de que España perpetró un genocidio sobre la población india de América, es decir, que adoptó una política de exterminio deliberado de los indígenas. Pues bien: no hay ni una sola prueba material de que tal cosa ocurriera, más aún, hay pruebas de todo lo contrario, pese a lo cual la idea generalizada es que España, al llegar a América, se dedicó a matar a los indios. Luego hablaremos de esto más detalladamente.

Así, en fin, ha sobrevivido la leyenda negra. Y en su estela, los españoles hemos ido construyéndonos una imagen de nosotros mismos sencillamente abominable. Ojo: con esto no quiero decir que la Historia de España, nuestra Historia, no tenga aspectos lamentables. Sería necio oponer a la leyenda negra una especie de leyenda rosa. Pero, sencillamente, me parece importante subrayar que aquí, como en todo, lo importante es buscar lo verdad, o lo que más se acerque a ella. La Historia, en todos los tiempos, en todos los países y para todas las gentes, es un río de sangre, sufrimiento y dolor. Ahora bien, en ese río flotan millares de tesoros, y su lecho está lleno de pepitas de oro. Ver sólo la sangre es una manera de deformar la realidad; ver sólo los tesoros, sería una deformación equivalente.

Y bien, ¿de dónde han salido todas estas cosas? ¿Quién, cuándo y cómo pergeñó nuestra “leyenda negra”?

Quiero contarles, por si alguien no lo sabe, que este término, “leyenda negra”, fue acuñado en 1914 por Julián Juderías en un libro que se llamaba precisamente así, La leyenda negra, y él la definía como “el ambiente creado por los relatos fantásticos que acerca de nuestra patria han visto la luz pública en todos los países, las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y colectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado sobre España”. ¿Y quién hacia esas acusaciones? También eso lo sabemos, gracias sobre todo a Sverker Arnoldsson. La corriente, según parece, empieza en Italia entre los siglos XIV y XV, ante la presencia armada del Reino de Aragón; la disputa de poder allá generó una corriente de literatura popular donde los catalanes, los aragoneses, los españoles en general, eran descritos como auténticos monstruos. Cierto que, en otros niveles culturales, el sentimiento era distinto: Maquiavelo escribió su Príncipe, como todo el mundo sabe, a modo de homenaje a Fernando el Católico.

Después, en Alemania, bajo el efecto de la herejía protestante y las guerras de la Reforma, se extiende la literatura antiespañola en plumas como la de Hutten –que, más que antiespañol, era antilatino en general- y el propio Martín Lutero, el padre de la Reforma. Este Lutero decía que los españoles éramos –todos, colectivamente hablando- “ladrones, falsos, orgullosos y lujuriosos”. Nada menos. Y para más inri, descendientes de judíos todos nosotros y, por tanto, obra de Satán. Estas opiniones tan delicadas se extendieron mucho unos años más tarde, cuando comenzaron las guerras de la Reforma.

Luego –hacia 1567- viene la denuncia contra la Inquisición española, en la pluma del protestante español Reginaldo González. Es una historia interesante. Este Reginaldo era un dependiente de la Inquisición que fue expulsado del Santo Oficio y, despechado, se refugió en Alemania, se convirtió al luteranismo y escribió un libro donde revelaba los supuestos métodos de la Inquisición. Su libro corrió como la pólvora por todos los países protestantes: Inglaterra, Holanda, Alemania… Y al odio religioso se añade a finales del siglo XVI el odio racial: “Los españoles –escribe un tal Johann Fischer- comen pan blanco y besan mujeres rubias con mucho gusto, pero son tan negros como el rey Baltasar y su mono”.

Todas estas obras, que en realidad no superan el nivel de lo que podríamos llamar literatura popular, tenían una finalidad expresa: combatir al que, en aquel momento, era el mayor poder del mundo; un imperio donde, como es sabido, no se ponía el sol, que se extendía desde Filipinas hasta Flandes pasando por América y Nápoles, y que además había identificado su supervivencia con la catolicidad romana. El mejor ejemplo de la finalidad bélica de esta auténtica propaganda de guerra es la Apología de Guillermo de Orange, escrita en 1580, pieza de convicción muy importante en las guerras de Flandes. Esta Apología es muy interesante porque basta leerla someramente para descubrir la infinita cantidad de falsedades que alberga. A Felipe II nos lo pinta como incestuoso, bígamo, adúltero, asesino… todo a la vez.

¿Más piezas del puzzle? Las Relaciones de Antonio Pérez, aquel secretario de Felipe II que, sorprendido en flagrante venta de secretos de Estado, huyó a Francia y en 1598 publicó un violento alegato contra el rey, al que acusaba de haber ordenado el asesinato de Isabel de Valois, de su propio hijo el infante don Carlos y del secretario real Escobedo. Es interesante, porque en ninguna parte consta que Isabel de Valois fuera asesinada; y en cuanto al asesinato de Escobedo, fue, precisamente, cosa del propio Pérez. Respecto al infante Don Carlos, que murió cautivo, encerrado por su propio padre, un drama escrito por Schiller y, después, la ópera de Verdi lo han convertido en algo así como un héroe de la libertad frente a la opresión paterna, cuando lo cierto es que Don Carlos era un demente que exigía compartir el poder de su padre, Felipe II y, como no lo consiguió, pretendió dar un golpe de Estado en Flandes y proclamarse rey allá frente a la corona española. En fin…

Después, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, iba a añadirse a la lista de monstruosos defectos de los españoles el analfabetismo, la ignorancia, la barbarie… Es interesante, porque los franceses, pocos años antes, robaban el diseño de la primera máquina de vapor, que precisamente era español: el invento de Jerónimo de Ayanz para desaguar las minas de Guadalcanal. Pero entre los enciclopedistas franceses, por ejemplo, era idea común que España no había aportado ni una sola cosa al acervo cultural de la humanidad. Hablo del célebre artículo “España” de la Enciclopedia Francesa, redactado por Masson de Mosvilliers, que dice así: “¿Qué se debe a España? Desde hace dos, cuatro, diez siglos, ¿qué ha hecho por Europa?”.

Durante siglos, España ganó todas las batallas, salvo la de la propaganda. La Leyenda Negra nació hacia 1560, cuando España combatía contra los ingleses y los rebeldes holandeses. El historiador norteamericano Philip Powell (California, 1913-1987) describe en La Leyenda Negra. Un invento contra España (Ed. Áltera) cómo surge esa campaña en el mismo siglo XVI y cómo se extiende por el mundo y perdura hasta hoy. El español el único pueblo del mundo que ha asumido las mentiras, las exageraciones y los insultos que sus enemigos han dicho sobre él. El primer paso para liberarnos de este peso es conocer la verdad. Para ello este libro es un arma fundamental. Vale la pena citar por extenso a Powell:

“Los conceptos hispanofóbicos que más han influido en la deformación del pensamiento occidental tuvieron su origen entre franceses, italianos, alemanes y judíos, y se propagaron de forma extraordinaria durante los siglos XVI y XVII, merced al vigoroso y múltiple empleo de la imprenta. A mayor abundamiento, las pasiones de la reforma protestante, mezcladas con los intereses antihispanos de Holanda e Inglaterra, contribuyeron a formar un ambiente propicio para el desarrollo del amplio y frondoso “árbol de odio” que floreció y se puso muy de moda en el mundo occidental durante la época de la Ilustración del siglo XVIII, cuando tantos dogmas de hoy tomaron forma clásica.

”La escala de los héroes de la anti-España se extiende desde Francis Drake hasta Theodore Roosevelt; desde Guillermo El Taciturno hasta Harry Truman; desde Bartolomé de Las Casas hasta el mexicano Lázaro Cárdenas, o desde los puritanos de Oliverio Cromwell a los comunistas de la Brigada Abraham Lincoln –de lo romántico a lo prosaico, y desde lo casi sublime hasta lo absolutamente ridículo-. Hay mucha menos distancia de concepto que la que hay de tiempo entre el odio anglo-holandés a Felipe II y sus ecos en las aulas de las universidades de hoy; entre la anti-España de la Ilustración y la anti-España de tantos círculos intelectuales de nuestros días.

”La deformación propagandística de España y de la América hispana, de sus gentes y de la mayoría de sus obras, hace ya mucho tiempo que se fundió con lo dogmático del anticatolicismo. Esta torcida mezcla perdura en la literatura popular y en los prejuicios tradicionales, y continúa apoyando nuestro complejo nórdico de superioridad para sembrar confusión en las perspectivas históricas de Latinoamérica y de los Estados Unidos. Sería suficiente esta razón para inducir al profesorado y otros intelectuales a promover y favorecer cuanto contribuya a eliminar los conceptos erróneos vigentes sobre España.

”Por lo general, la propaganda efectiva está dirigida por intelectuales que se entregan apasionadamente a una causa, o bien lo hacen por determinada recompensa –hombres familiarizados con los medios adecuados para moldear el pensamiento de los demás-. Esto es lo que a menudo ha sucedido con las propagandas anti-españolas, tanto en los tiempos pasados como en la actualidad. Por desgracia, esta entrega de líderes intelectuales a misiones propagandísticas, tanto en el curso de los siglos XVI y XVII como en el XX, ha determinado con frecuencia un excesivo éxito en la santificación del error. Cierto es que la Leyenda Negra ha tenido detractores de gran talla intelectual desde sus comienzos, pero no es menos cierto que tales refutaciones nunca han gozado del grado de difusión alcanzado por las mentiras destinadas a mover o manufacturar prejuicios populares. La erudita oposición a las falsas interpretaciones populares de los hechos históricos españoles ha estado circunscrita a círculos limitados, y el número de los bien informados sigue siendo reducido por falta de un vigoroso esfuerzo contrario”.

Powell describe muy bien cómo se constituyó el corpus de nuestra leyenda negra. Una buena parte de ella, por cierto, iba a provenir de América. Sobre esto escribió mucho y muy bien, hace ya muchos años, el argentino don Rómulo Carbia en su Historia de la Leyenda Negra hispanoamericana. Precisamente de ella nos ocuparemos después, porque es un perfecto ejemplo de cómo la leyenda negra, simplemente, deforma la verdad.

Hay historiadores españoles que dicen que la leyenda negra, en realidad, no existe; que todo es una proyección de los complejos de los propios españoles. “La imagen exterior de España tal como España la percibe”, según dice Carmen Iglesias. Desde el mayor respeto hacia Carmen Iglesias, Ricardo García Cárcel o Alfredo Alvar, que son algunos de los autores que niegan la existencia de la leyenda negra, creo que su posición es indefendible. Podemos estar de acuerdo en que no cabe reducir la percepción exterior de España a la leyenda negra, es decir, que no es verdad que todos los extranjeros nos vean como la leyenda negra nos pinta. Por supuesto: eso es así. Pero la existencia sostenida de una literatura antiespañola fuera de nuestro país es incuestionable. La leyenda negra existe. Es una realidad.

Hay una cita muy interesante, de procedencia insospechada, que es la definición de la “leyenda negra” por el American Council of Education. Es una cita de 1944, si no me he equivocado al transcribir la fecha, y dice así: “La leyenda negra es un término empleado por los escritores españoles para denominar al antiguo cuerpo de propaganda contra las gentes de la Península Ibérica que comenzó en la Inglaterra en el siglo XVI y ha sido desde entonces una conveniente arma para los enemigos de España y Portugal en las guerras religiosas, marítimas y coloniales de esos cuatro siglos”. Digo que es muy interesante porque el American Council of Education se vio forzado a dar esta definición, precisamente, por el sesgo antiespañol de cuantiosos materiales educativos norteamericanos, que llegaban hasta la caricatura; eran materiales educativos completamente deformados por la leyenda negra.

Es natural que los norteamericanos se hayan vuelto muy sensibles con este asunto. Al fin y al cabo, a ellos ha empezado a pasarles también: ya tienen su propia leyenda negra en la estela de su hegemonía mundial. Sobre eso reflexionaba precisamente P.H. Powell. Powell no sólo destruye la leyenda negra antiespañola, sino que además reivindica los logros objetivos de los españoles en su Historia. Es un libro que hay que leer. Y recuerda que a Norteamérica le va a pasar lo mismo.

Y bien, ¿qué hay de verdad y de mentira en la leyenda negra? O más bien: ¿Hasta qué punto podemos estar seguros de que la leyenda negra miente? Podemos estar seguros absolutamente. Y al respecto querría traer aquí unos cuantos ejemplos, todos ellos procedentes de la leyenda negra americana, que es la que más parece haber calado en la opinión pública española, hasta el extremo de que algunas de estas falsedades circulan por nuestros propios libros de texto.

En lo que concierne a la conquista y evangelización de América, la leyenda negra es especialmente atroz: España hizo un genocidio en América, redujo a los indios a la esclavitud y la Inquisición los torturó hasta la muerte. ¿Qué hay de verdad y qué de mentira? Veámoslo.

En toda leyenda hay un fondo de verdad. Lo que pasa es que, después, esa verdad se deforma, generaliza hechos concretos y aislados, los adorna con otros hechos imaginarios y así se termina construyendo una visión falsa de la realidad. Eso es lo que ha pasado con la leyenda negra española en América. Con el agravante –y quiero insistir en eso- de que hoy son muchos los españoles que la aceptan a pies juntillas. Por supuesto que los españoles cometimos abusos: no vamos –ya digo- a cambiar una leyenda negra por una leyenda rosa. Pero debe quedarnos claro que las tres imputaciones de la leyenda negra –genocidio, esclavitud, inquisición- son falsas. Las veremos una por una.

Empecemos por el genocidio. La acusación dice así: los españoles exterminaron a decenas de millones de indios. El 12 de octubre de 2005, la agencia oficial argentina Télam emitía un texto donde aseguraba que “con la llegada de los conquistadores se inició un exterminio que arrasó con 90 millones de pobladores de la región y quebró el desarrollo cultural de este lado del Atlántico (…) El mayor genocidio de la historia”.

¿En qué se basa esta acusación? Se basa en datos que proceden de la propia época. Luego veremos que son datos equivocados, pero durante mucho tiempo se consideraron indiscutibles. Uno, muy concreto, son los censos de población india realizados por los españoles en el siglo XVI, que reflejan una reducción brutal del número de nativos. Por ejemplo, los taínos de Santo Domingo pasaron de 1.100.000 en 1492 a apenas 10.000 en 1517. Es decir, en un cuarto de siglo había prácticamente desaparecido la población precolombina de Santo Domingo y las Antillas. ¡Un millón noventa mil muertos en sólo veinticinco años! Esas cifras se extrapolaron después al resto del continente. Sorprende que un número exiguo de españoles fuera capaz de matar a tanta gente en tan poco tiempo, pero, al fin y al cabo, hay un testimonio de la época que lo afirma con toda claridad: el del dominico Fray Bartolomé de las Casas, que contrapone la mansedumbre de los indios a la crueldad de los españoles. Así lo denunció Las Casas al rey de España:

“En estas ovejas mansas entraron los españoles como lobos y tigres y leones crudelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas por nuevas y varias maneras de crueldad, en tanto grado que habiendo en la isla Española sobre tres cuentos de ánimas que vimos, no hay hoy de los naturales della doscientas personas. (…) Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales y señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros), y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen; y el alguacil, que era peor que verdugo, que los quemaba, no quiso ahogarlos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el fuego hasta que se asaron despacio como él quería. Y porque algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí que, por un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos de matar cien indios”.

Los españoles, en una generación, han matado a más de quince millones de indios, dice fray Bartolomé. Unas líneas más adelante, en ese mismo texto, el buen dominico multiplica esa cifra por dos.

Irrefutable, ¿no? Pues no. Primero, las cifras del genocidio son imposibles: ¿Noventa millones de muertos en un siglo y pico a manos de sólo 200.000 españoles, que más no fueron los que pasaron a América? Eso cuadra mal. ¿Un millón de muertos en poco más de veinte años, en un solo sitio, las Antillas, y en el siglo XVI, a base de ballesta y arcabuz? Es impracticable, sobre todo si tenemos en cuenta que, al mismo tiempo, los Reyes Católicos habían dado órdenes muy estrictas de tratar bien a los indígenas. Por otro lado, ¿quién hizo el censo? ¿Son fiables esas cifras? Respecto a Las Casas, ¿por qué denuncia tantos crímenes y, sin embargo, nunca dice dónde ni cuándo se produjeron, como tampoco da el nombre del criminal? ¿Y por qué da unas cifras y después, a medida que se va calentando, va subiendo el número de muertos sin temor a la contradicción?

Y además, si esto pasó en América, ¿por qué no pasó en Filipinas, donde no hay noticia de genocidio alguno? Aún peor: Las Casas logró su objetivo y en 1547 la Corona prohibió el sistema de encomiendas, que según fray Bartolomé era la causa de las muertes, pero los indios siguieron muriendo. No sólo eso, sino que por dos veces se le autorizó a construir una especie de “república de indios”, que era lo que él reclamaba, y las dos veces sus asentamientos fueron atacados por los propios indios.¿Por qué? ¿Qué pasa aquí? Nada encaja. Vamos a explicar lo que pasó de verdad.

Primero, el asunto de la población. Directamente: los censos de la época no valen. Eso lo ha defendido recientemente una norteamericana, Lynne Guitar, de la Universidad de Vanderbilt, que fue a Santo Domingo a estudiar la historia de los taínos y se quedó allí: hoy es profesora del Colegio Americano en Santo Domingo. Y la profesora Guitar descubrió que los censos no es que no sean fiables, sino, más aún, que son inútiles: cuando un indio se convertía al cristianismo y vivía como un español, o más aún si se mestizaba, dejaba de ser censado como indio y era inscrito como español. Y si luego venía otro funcionario con distinto criterio, entonces volvía a ser inscrito como indio, y así hay casos de ingenios de azúcar donde los indios pasan de ser unos pocos cientos a ser 5.000 en sólo dos años, y después la cifra decrece radicalmente para, de repente, volver a aumentar. Para colmo, los encomenderos –los españoles que regentaban tierras y explotaciones- mentían en sus censos, porque preferían trabajar con negros, a los que podían esclavizar, que con indios, cuya esclavitud estaba prohibida por la Corona, de manera que sistemáticamente ocultaban las cifras reales. Es decir que las cifras censales de los indios en América, en el siglo XVI, son papel mojado.

¿Cuántos indios había realmente en América? Según los cálculos de Rosemblat, que siguen siendo los más serios, la población total de la América indígena no pasaba de los 13 millones desde el Canadá hasta la Tierra del Fuego. Les recuerdo la nota de la agencia oficial argentina TELAM, hace un par de años: “un genocidio de 90 millones de indios”. Jamás hubo tantos.

¿Mentía entonces fray Bartolomé al hablar de aquel exterminio? Quizá no a conciencia. Las Casas vio graves casos de crueldad. Y vio también muertos, muchos muertos. Era fácil conectar una cosa con otra. Pero hoy sabemos que la gran mayoría de aquellos muertos, que sin duda se contaron por cientos de miles, fueron causados por los virus, algo que ningún español del siglo XVI podía conocer. También sobre esto hay estudios incontestables. Desde muy pronto se pensó en la viruela; se cree que la introdujo en América un esclavo negro de Pánfilo de Narvaéz, hacia 1520, y se sabe que hizo estragos en Tenochtitlán. Cuando Pizarro llegó al Perú, encontró que la población estaba diezmada por la viruela mucho antes de que ningún español hubiera asomado por allí la nariz: el virus había viajado por selvas y cordilleras a través de los animales.

(La viruela, por cierto, la habían introducido en España los árabes en el siglo VIII, cuando la invasión. A ellos se la habían pasado los persas, según parece. Entre 740 y 750 causó una enorme mortandad en el Valle del Duero. ¿Más sobre la viruela? En 1803, la corona española promovió la primera expedición sanitaria internacional precisamente para llevar a América la vacuna contra la viruela. Millones de personas salvaron la vida. Pero eso, evidentemente, no cabe en la leyenda negra).

Volvamos al tema: los virus. Estudios posteriores, como el del doctor Francisco Guerra, señalan sobre todo a la gripe porcina, la llamada “influenza suina”, como causante de la mortandad indígena a principios del XVI. El hecho es que los indígenas americanos, que habían vivido siempre aislados del resto del mundo, recibieron de repente y en muy pocos años el impacto combinado de todos los agentes patógenos difundidos por los buques europeos, sus cargamentos, sus animales, sus pasajeros. Hace poco, un investigador de la Universidad de Nueva York, Dean Snow, precisaba que la gran mortandad no tuvo lugar en el siglo XVI, sino después, cuando empezaron a llegar niños, es decir: tosferina, escarlatina, paperas, sarampión; fue letal. Del mismo modo que el primer establecimiento español en América, el fuerte Navidad, fue diezmado por las fiebres, así también los indios, en gigantescas proporciones, fueron diezmados por los virus. Virus que sus cuerpos desconocían y que no pudieron resistir. ¿Recordamos algún caso más reciente? Entre los años 1918 y 1919, la llamada “gripe española” causó la muerte de más de treinta millones de personas en todo el mundo. Lo de América no fue inusual.

De manera que hubo, sí, una mortalidad mayúscula de indios en América, pero no fue un genocidio. Un genocidio requiere que haya voluntad de exterminio. Eso no pasó en la América española. Y aunque hubo encomenderos brutales, no hubo genocidio. Quede claro.

¿Hubo encomenderos brutales? Sí, y esto nos lleva al segundo punto de la leyenda negra, a la segunda acusación, que es la de la esclavitud: los españoles esclavizaron a los indios. Que también es falsa. ¿Por qué los españoles no podían esclavizar a los indios? Lo dijo la reina Isabel en su testamento: a los indios había que llevarles la fe y tratarlos como a cristianos. Por eso no se los podía esclavizar. Eso sí, póngase usted en la piel de cualquier español del siglo XVI que pasa a América: ha arriesgado su vida, ha conquistado tierras y se encuentra con que no puede tener esclavos. ¿Cómo que no? ¿Por qué? Todos tienen esclavos: los portugueses, los árabes; pronto los ingleses, los holandeses, los franceses. No valoramos suficientemente el enorme impacto psicológico que debió de ser aquella prohibición en una época donde la esclavitud seguía siendo una institución social vigente. Pero Carlos I lo subrayó con toda claridad en las Leyes de Indias:

“En conformidad de lo que está dispuesto sobre la libertad de los Indios, es nuestra voluntad, y mandamos, que ningún Adelantado, Governador, Capitan, Alcaide, ni otra persona de cualquier calidad, en tiempo de paz o guerra, sea ossado de cautivar Indios naturales de nuestras Indias, y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas ni por descubrir, ni tenerlos por esclavos (…) Y asimismo mandamos que ninguna persona, en guerra ni fuera de ella, pueda tomar, aprehender, ni ocupar, vender, ni cambiar por esclavo á ningún Indio, ni tenerle por tal, aunque sea de los Indios que los mismos naturales tienen entre sí por esclavos, so pena de que si alguno fuere hallado que cautivó ó tiene por esclavo algún Indio, incurra en perdimiento de todos sus bienes, y el Indio ó Indios sean luego restituidos a sus propias tierras y naturalezas, con entera y natural libertad, á costa de los que assi los cautivaren o tuvieren por esclavos. Y ordenamos á nuestras Iusticias, que tengan especial cuidado de lo inquirir, y castigar con todo rigor, según esta ley, pena de privación de sus oficios, y cien mil maravedís para nuestra Cámara al que lo contrario hiziere, y negligente fuere en su cumplimiento”.

Esto no era papel mojado. La crónica está plagada de casos en los que no sólo encomenderos, sino también funcionarios reales de alto nivel, fueron investigados por la Justicia, apresados, conducidos a España, juzgados, encarcelados e incluso ejecutados por los abusos cometidos. La protección de los indios no era una mera declaración de intenciones. La pregunta, eso sí, es por qué tuvo que actuar tantas veces la justicia. Y es que a la gente de aquel tiempo debió de costarle mucho entender las normas sobre el particular. De hecho, toda la historia del siglo XVI en América puede escribirse como una pugna permanente entre quienes querían tratar a los indios como esclavos, que no fueron pocos, y quienes velaron continuamente para impedirlo. Y lo impidieron.

Tanto lo impidieron, que Carlos I, hacia 1550, hizo algo único en la Historia de la humanidad: ordenó detener todas sus conquistas hasta tener la certidumbre de que lo que estaba haciendo era, moralmente, aceptable. Y así convocó la célebre Controversia de Valladolid, en la que por cierto participó fray Bartolomé de las Casas, donde sabios humanistas examinaron el derecho de España a conquistar las Indias. Entre otras cosas, aquella discusión fue el germen del concepto de derechos humanos. Es otra cosa que, naturalmente, nunca va a contar la leyenda negra. 

¿Cuál fue la verdad? La verdad es que los indios fueron sometidos a un régimen de servidumbre semejante al que se aplicaba en Europa. Un régimen verdaderamente durísimo, con jornadas eternas y una retribución miserable. Hoy nos parecería insoportable, y lo era: es difícil saber cuántos indios –seguramente, miles- murieron exhaustos en las encomiendas o, después, en las minas. Pero no eran esclavos: eran libres y podían disponer de sus vidas. Las leyes, año tras año, rey tras rey, lo garantizaron una y otra vez. Precisamente por eso comenzó la importación de esclavos negros, vendidos por los mercaderes árabes y por las tribus africanas. ¿Por qué podía esclavizarse a los negros y no a los indios? Porque ya venían esclavos de origen, pero eso es otra historia. Lo que ahora debe quedar claro es que los indios no fueron esclavizados. La leyenda negra, por tanto, miente.

No se podía esclavizar a los indios porque eran cristianos. ¿Lo eran de verdad? Esto nos lleva al tercer punto de la leyenda negra española en América: que la Inquisición torturó a los indios para convertirlos a la fe. Es falso.

La conversión de los indios fue obra, sobre todo, de misioneros franciscanos; luego –muy pronto- llegaron jesuitas y dominicos. Todos ellos nos han dejado testimonios elocuentes del aprecio en que tenían a los indios y de la facilidad con la que éstos se convirtieron. Era comprensible: las religiones amerindias estaban muy vinculadas a su orden político y social autóctono; cuando se derrumbó, la gran mayoría de los indios aceptó la fe cristiana sin gran esfuerzo, máxime desde el momento en que eso garantizaba, por ley, ser tratado como un hombre libre.

Hubo algunos focos de resistencia que se convirtieron en otras tantas rebeliones de indios, generalmente en torno a un cacique; pero no fueron muchas y se limitaron a zonas geográficas muy concretas. Y hubo también muchos indios que siguieron cultivando ciertas prácticas tradicionales, sobre todo de tipo curativo o ritual, y la Iglesia, con frecuencia, hacía la vista gorda. Es curioso descubrir que, en estos casos de prácticas curativas según ritos indígenas, a quien se castigaba no era al indio, sino al español que se sometía a ellas. Por ejemplo, en 1624 la Inquisición, procesó a un tal Hernán Sánchez Ordiales, beneficiado de Coalcomán en Michoacán –un clérigo-, por “haberse curado con una india de sortilegios de hechicero”.

La Inquisición, por supuesto, pasó a América, pero sus acciones no se dirigieron contra los indios, sino contra los mismos que la sufrían en Europa y que habían acudido al nuevo continente tratando de eludirla: los judíos –sobre todo, de origen portugués- y los protestantes, en general franceses u holandeses. Pero también, ojo contra cristianos viejos incursos en causas de blasfemia, clérigos de conducta escandalosa, etc. Contra los indios actuó rarísimas veces. Uno de los casos más sonados fue el del cacique Don Carlos de Texcoco, hacia 1539, y la gravedad de la pena –la muerte- fue tan desmedida que escandalizó a la propia Inquisición.

(Porque la Inquisición, hay que explicarlo ahora, no era una policía ni un servicio de seguridad ni nada por el estilo. Era un tribunal que prescribía determinados tipos de procedimiento de investigación –eso significa inquisición- y cuyas resoluciones, después, en su caso, ejecutaba el brazo secular, o sea, el Estado, la Corona).

Fue precisamente este caso del cacique Don Carlos el que llevó a la Inquisición a prohibir expresamente que se hiciera nada contra los nativos. ¿Por qué? Porque eran “neófitos en la fe” y no tenía sentido exigirles ortodoxia. Y así lo estableció una instrucción del Santo Oficio firmada por don Carlos de Sigüenza:

“Se os advierte que por virtud de nuestros poderes no habéis de proceder contra los indios del dicho vuestro distrito, porque por ahora, hasta que otra cosa se os ordene, es nuestra voluntad que sólo uséis de ellos contra los cristianos viejos y sus descendientes y las otras personas contra quien en estos Reinos de España se suele proceder; y en los casos en que conociereis iréis con toda templanza y suavidad y con mucha consideración, porque así conviene que se haga, de manera que la Inquisición sea muy temida y respetada y no se dé ocasión para que con razón se le pueda tener odio. Y porque para que la buena administración de la justicia y recto ejercicio del Santo Oficio, conviene que lo contenido en la dicha instrucción se guarde y cumpla, os mandamos que veáis los dichos capítulos y guardéis, cumpláis y ejecutéis todo lo en ellos juzgado. Testimonio de lo cual mandamos dar, y dimos la presente, firmada de nuestro nombre, sellada con nuestro sello y refrendada del Secretario de la General Inquisición”.

O sea que la leyenda negra miente: la Inquisición prohibió perseguir a los indios.

Esta es la realidad de la leyenda negra española en América. No hubo genocidio en América: hubo una mortandad gigantesca por los virus que entraron en el continente; habrá casos de brutalidad y abusos de los españoles, pero no fueron la causa de la catástrofe demográfica. Tampoco hubo esclavitud de indios en América: hubo un régimen de servidumbre muy duro, como el que había en Europa, que con ojos de hoy nos resulta intolerable; pero no hubo esclavitud. Ni la Inquisición, en fin, torturó a los indios: ella misma lo había prohibido. La leyenda negra española en América es falsa. No podemos evitar que otros la propaguen, pero los españoles debemos saber la verdad.

Y sin embargo, la propia cultura española está atiborrada de invectivas contra España; invectivas que lo que hacen es, sin más reflexión, dar por buena la leyenda negra. Por ejemplo, Muñoz-Torrero, primer diputado (liberal) que habló en las Cortes de Cádiz: “La libertad de pensar y de escribir perecieron con la Inquisición”. Es curioso, pero el pensamiento y la literatura españoles nunca han alcanzado nivel más alto que en la época que este caballero denunciaba, nuestros siglos de oro. Otro liberal, el poeta Quintana, veía en El Escorial “el padrón sobre la tierra de la infamia del arte y de los hombres”. Quintana debía de ignorar que en El Escorial, además de sus evidentes cualidades técnicas y estéticas, estuvo la mayor biblioteca privada de Europa –hasta que se quemó- y uno de los laboratorios científicos más avanzados del mundo en el siglo XVI. Otro diputado decimonónico del ala progresista, Romero Ortiz, masón, describía a los españoles del XVI como “muchedumbres embrutecidas que acudían al resplandor de las hogueras del Santo Oficio”. No reparó este caballero, seguramente, en que la Inquisición, en toda su historia, llevó al cadalso a bastante menos gente que los sucesivos golpes liberales del XIX. Y a finales de ese mismo siglo, un buen conocedor de la Historia –de la Historia que cuentan otros, al parecer-, como Emilio Castelar, decía que “no hay nada más espantoso, más abominable que aquel imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta”.

Así entró la leyenda negra en el ánimo de los españoles. Traída por los españoles. Es verdad que desde finales del XIX, primero con Canovas y después con Menéndez Pelayo, entre otros, el panorama empezó a cambiar. Incluso cambió demasiado, porque, por una reacción pendular muy típicamente española, numerosos autores empezaron a construir una suerte de leyenda rosa que tampoco había por dónde cogerla.

¿Y hoy dónde estamos? Hoy estamos en la peor de las situaciones, que es la ignorancia. Cada vez más gente sabe cada vez menos cosas sobre nuestra propia historia. De eso tiene la culpa los programas de enseñanza, demasiado centrados en asignaturas de tipo “técnico”, orientadas no hacia el conocimiento, sino a una supuesta rentabilidad. Y además tenemos un problema específicamente nuestro, que ha llegado con las comunidades autónomas: la creación de discursos históricos particularistas –frecuentemente, vulnerando la verdad- para legitimar el poder de la casta política en cada comunidad. Entrar aquí, en todo caso, nos sacaría del tema.

¿Conclusión? Esta: no levantaremos cabeza, colectivamente hablando, mientras no seamos capaces de mirar nuestra identidad con sosiego, y nuestra identidad consiste, entre otras cosas, en una Historia excepcional. La leyenda negra es su peor enemigo, o mejor dicho: el hecho de que los españoles nos la creamos es nuestro peor enemigo.
 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay mucha incultura y mucho desgraciado que piensa que está aquí por arte de birli birloque. También hay mucho mediocre que se atreve a criticar a un hombre del SXVI al que no le llega ni a la suela del zapato.También hay mucho mediocre marioneta del que se aprovechan los adversarios, enanteciéndolo para que sirva a sus intereses y claro todo patata está encantado con esta artificiosidad.

Arcoiris dijo...

Creo que nuestra leyenda negra ha sido un producto de propaganda muy eficaz, muy bien vendido. Seguro que, contemplado con nuestros ojos actuales, nuestro pasado remoto contiene comportamientos que hoy no nos enorgullecerían. Pero ese reproche podría hacerse extensivo a todos los imperios del pasado y aún, lo que es peor y más difícil de justificar, del presente. No, no creo que hayamos sido la peste que algunos se empeñan en atribuirnos. No. Me parece que nosotros no aniquilamos a los amerindios y no recluimos a los pocos supervivientes en reservas. Nì esclavizamos a los negros ni los tiroteamos, hoy, en nuestras calles; (es más, podemos proclamar bien alto que, como mínimo, Ada Colau los ama, en especial, a los manteros). Tampoco bombardeamos periódica y sistemáticamente a otras naciones, ni las sometemos a bloqueos comerciales, provocando, entre otras vergüenzas, que muchos bebés fallezcan de hambre. No. No bombardeamos poblaciones civiles, japonesas o no. Y no perdonaré nunca a Hollywood, porque tiene la culpa de que yo muera aborreciendo mis vítores y pataleos de entusiasmo, con mis vecinos de gallinero, aplaudiendo la llegada del Séptimo de Caballería, que oportunamente llegaba para pelarse a los indios. Ni el recuerdo oprobioso, allá por los años sesenta, en el cine Tetuán: en una determinada escena, unas altas autoridades reciben a la tripulación del Enola Gay y les sueltan una catilinaria que concluye con una propuesta de pulsar un botón, un simple botón, si preferían acabar con la guerra, si querían salvar muchas vidas de compatriotas. Hubo unos largos minutos de aparente indecisión, un angustioso suspenso. Al final, todos, todo el cine, creo, pulsamos un imaginario botón. Entre 70.000 y 80.000 personas, cerca del 30% de la población de Hiroshima, murieron instantáneamente, mientras que otras 70.000 resultaron heridas.