Estatut 2010-04-22
¿Y si el mal fuera el catalanismo?
Los catalanistas han tomado nota, cualquier otra sentencia será peor. Y como un mal perdedor, recurren a una vieja treta antidemocrática: desautorizar al tribunal cuando el resultado se prevé inevitablemente adverso. En el trapicheo esperan alcanzar dos ventajas: lograr imponer magistrados de su cuerda después de desacreditar a los actuales, y ganar tiempo, sobre todo ganar tiempo.
En el primer caso, caen en la misma deslealtad que critican. En el segundo, pretenden consolidar por acumulación de tiempo lo que previsiblemente la legalidad constitucional no le garantizará.
El primer amago para deslegitimar al Tribunal Constitucional lo lanzó Artur Mas a la prensa en el 2008 con motivo de un revuelo mediático en el que se lanzó el temor a una sentencia adversa contra el estatuto. Poco a poco se fueron sumando a la descalificación el resto del catalanismo. Cada uno con su partitura particular, pero todos con el mismo guión. Hasta completar una desvergonzada rebelión contra las instituciones constitucionales. O sea, contra España, que de eso se trata.
El fracaso de la historia de España como nación democrática ha llegado siempre de la falta de respeto a las normas legalmente establecidas. Las asonadas militares pudieran parecer las máximas culpables, pero hay otras no menos perniciosas que siempre las precedieron. Todas nacidas de la escasa cultura democrática española, como el nulo respeto por las normas establecidas y la falta de tolerancia ante la derrota. Este es un caso diáfano. Rompo la baraja porque la partida arruina mis expectativas.
No lo duden, la nueva puesta en escena del catalanismo, de todo el catalanismo (el mediático, el cultural, el religioso, el político y el deportivo) será la cruzada contra la legitimidad de los diez magistrados. Reuniones, pactos, manifiestos, editoriales conjuntos, aquelarres teatrales en el Parlamento, amenazas y chantajes, un enjambre de articulistas, cantautores y oenegés liderados por el Dret a Decidir y mucha TV3 y más radio, incluso un mosaico en las gradas del Camp Nou para plasmar en colores lo que la realidad les niega.
Las vísceras de la nación contra los derechos cívicos de los catalanes. O sea, albañiles, camioneros, asistentas y cajeras, maestras, fontaneros, cocineros, vendedores, enfermeras, camareros... ¡ay!, ese 64 % de catalanes que ni votaron el tuneado del estatuto, ni llorarán su baño de realidad. Todo precedido de duras descalificaciones, la última del mismísimo expresidente Jordi Pujol: el TC "no merece ni confianza ni respeto".
Y el actual, José Montilla, dispuesto a minar su credibilidad a través de una declaración solemne del Parlamento de Cataluña. Diagnosticado el resultado, es urgente dar argumentos a los ciudadanos de Cataluña para justificar el desacato masivo a la futura sentencia. Y a seguir viviendo del negocio nacional. De momento ya ha llegado a pactar los siguientes disparates con Artur Mas: recusar a los magistrados que hayan excedido su mandato, declarar que el Constitucional se declare incompetente para juzgar el Estatuto e impedir que pueda juzgar cualquier Estatuto aprobado en referéndum.
Ni tienen vergüenza, ni respetan las reglas democráticas más elementales. Con una irresponsabilidad difícil de catalogar, minan el prestigio de las instituciones que les garantizan la legitimidad de sus cargos. Por ese camino los nacionalistas saben dónde quieren llegar, pero Montilla y el PSC sólo huyen de la quema sin darse cuenta que cuando tengan la necesidad de volver la vista atrás, habrá desaparecido el camino.
En estos últimos años, se ha contrapuesto la legitimidad y la moderación del catalanismo a los excesos del nacionalismo y el independentismo. Pero ha sido el catalanismo quien los ha engendrado y quien ha otorgado privilegios a unos catalanes y nos ha privado de derechos a otros. Nos hemos dado coartadas, el mal venía de los excesos nacionalistas. A salvo quedaba la voluntad cultural del catalanismo para recuperar señas de identidad y derechos arrebatados.
Es posible que nos hayamos equivocado. Habrá que empezar a preguntarse en voz alta si el mal es el propio catalanismo. Legitimado por 40 años de franquismo, olvidamos que la raíz de su doctrina es racial y profundamente integrista. Él nos ha traído hasta aquí. Él ha sido y es, hoy más que nunca, el caldo de cultivo donde han fermentado emociones en detrimento de procedimientos políticos racionales. El catalanismo es la coartada donde han sobrevivido todos los espectros reaccionarios superados por la Revolución francesa, la Ilustración y los Estados de derecho.
De ahí su inclinación romántica por los derechos históricos, su prioridad por el territorio frente a los derechos individuales de los ciudadanos, la imposición de la lengua única como signo de identidad nacional, la asimetría judicial, territorial, económica y fiscal frente al bien común que la Constitución avala, el derecho a la diferencia frente a la igualdad de derechos y obligaciones de todos los españoles. De ahí su obsesión por remarcar y crear diferencias en lugar de buscar empatías. Al final, la filosofía de fondo nos deja una atmósfera reaccionaria y antigua, tramposamente presentada con fórmulas de rebeldía y libertad nacional. Una modorra de la que hemos de despertar.
Ese caldo de cultivo es de naturaleza emocional; legítima, sin lugar a dudas, pero como todo lo sentimental, nunca debiera haber excedido el derecho individual a sentirla y vivirla como mejor convenga a cada cual. Jamás debiera haber sido instrumentalizada con el fin de convertirla en materia jurídica y política. Y menos aún para fundamentar esencias nacionales, y de ellas extraer las justificaciones para excluir al resto de catalanes por querer vivir su catalanidad bajo los principios de la ciudadanía constitucional.
Quien tenga valor para plantearlo así, se habrá de enfrentar a una sociedad altamente intoxicada, pero también habrá dado el primer paso hacia la salida del laberinto. Deberá aceptar los costes electorales de los pioneros, pero habrá hecho un servicio impagable a la igualdad de todos los españoles y al Estado.
El catalanismo tiene derecho a existir, pero ninguno a excluir al resto de catalanes de su ciudadanía y de su catalanidad. El catalanismo no es la esencia de Cataluña, sino su parte integrista. El catalanismo ha de democratizarse, dejar su esencia sentimental y aceptar las reglas del liberalismo político, como la tolerancia y el pluralismo cultural, ha de aprender a incluir, no a excluir para ser. Por eso es preciso plantarse, hacerle un pulso democrático sin temor a ser considerado anticatalán: muy al contrario, ese será el primer paso para recuperar el orgullo de ser catalanes sin tener que ir por la vida humillando o siendo humillados.
Desenmascarar su naturaleza antiliberal, no será sencillo. Serán necesarias altas dosis de pedagogía y salvar de su desvarío los legítimos derechos culturales y lingüísticos que ha secuestrado para abrir zanjas entre unos catalanes y otros y entre unos catalanes y el resto de españoles. No será fácil separar, hacer comprender a todos los que de buena fe creen ver en él el instrumento para defender con eficacia la lengua y cultura propias, que esos y otros derechos quien los garantiza de verdad no es la quimera de una nación romántica futura, sino el Estado de Derecho que todos nos hemos dado y que garantizan las reglas constitucionales. Precisamente esas reglas que quieren romper una vez más, como vulgares españolazos.
Se acabó el tiempo de los complejos. Los gestores del catalanismo en Cataluña son una oligarquía política profundamente antidemocrática. Cuanto más pronto nos demos cuenta, antes y con menos costes devolveremos la comunidad autónoma de Cataluña a todos los catalanes. Por eso, los catalanes hemos de hacer un pulso democrático al catalanismo. Empezando por denunciar el golpe institucional contra el Tribunal Constitucional.
(Antonio Robles/ld)
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