(Si lee la información de este post, se indignará. Claro que si es catalanista o asimilado (es decir, un rojeras, un progre, o un meapilas pepero) soltará alguna chorrada, como: 'Hay que respetar las peculiaridades diversas'. No calificaré esta chorrez porque no quiero tener un corte de indigestión.
A lo que iba. Supongo, y creo que es así, que siendo seguidor de este blog no puede ser un maleante, un rojeras, un meapilas pepero, o cualquier otro animal asilvestrado de la fauna ibérica. Mucho menos un separatista. Pues bien, se indignará.
Esta repugnante situación ha sido posible no solamente por los separatistas antiespañoles sino, además, por la colaboración o el silencio culpable de socialistas y populares. Con los matices que sea menester.
Mi más profundo desprecio.)
CATALANISTAS DE MIERDA Y ASIMILADOS.
A pie de aula, ajenas a las refriegas políticas y
judiciales, se encuentran las auténticas víctimas de la inmersión
lingüística en Cataluña, las que sufren en sus carnes los efectos
colaterales de una guerra que se libra en las altas instancias pero que
impacta en los colegios e institutos.
Sandra E. M., una joven tinerfeña de 16 años, se reconoce
como uno de esos damnificados. También lo son su madre Amaya y su padre
Carlos, que durante tres intensos años han visto el «calvario» que ha vivido su hija
para adaptarse a una nueva realidad educativa marcada por la imposición
de una lengua totalmente desconocida para ella. Su historia no es la de
todos los alumnos que recalan en esta Comunidad pero sí define las
imperfecciones de un sistema de adaptación lingüística «abrupto» y, como ella define, «sin término medio».
Sandra llegó a Corbera de Llobregat (Barcelona), junto a
sus padres y su hermana Carla, en agosto de 2009, un mes antes de que
comenzara el curso 2009-2010. Tenía 13 años, era una joven extrovertida y
buena estudiante. Había también viajado y estaba ilusionada con
aprender una nueva lengua. El expediente de sexto curso de Primaria en
el colegio Luther King de Tenerife, consultado por este diario, repleto
de notables y excelentes, corrobora su impecablecurriculum.
Amaya, auxiliar de vuelo, y Carlos, que trabajaba en el
sector de la automoción, se decidieron a afincarse en Cataluña porque
él, de ascendencia catalana, se quedó en el paro y optó por irse a
Barcelona. Amaya, auxiliar de vuelo, reclamó el traslado a la capital
catalana para poder ver crecer juntos a sus hijas sin distancia de por medio.
Acostumbrada a adaptarse
«Elegimos colegio y una casa fantástica con terreno. Nunca
pensamos que tendríamos problemas», explica la madre, acostumbrada a
adaptarse a nuevos entornos y nuevas lenguas. «Estuve viviendo dos años
en Inglaterra y aprendí el idioma sin imposiciones. Por eso pensé que sería una experiencia enriquecedora para mis hijas»,
dice Amaya, quien reconoce, sin embargo, que ya le advirtieron de que
no sería fácil.
«Una profesora amiga mía de Tenerife me advirtió de que aterrizar en Cataluña sería complicado sobre
todo para Sandra, aunque no le creí», recuerda. Los problemas no
aparecieron de inmediato. Sandra estrenó primero de Educación Secundaria
Obligatoria (ESO) en el instituto de Corbera. Como a todos los recién
llegados que no conocen la lengua autonómica le asignaron, además del
aula que le corresponde por su curso, un «aula de acogida» (espacio
dedicado a enseñar el catalán a los recién llegados). Combinaba algunas
horas en el aula de acogida con el horario lectivo. Ese fue, según su
madre, «el origen de sus problemas». «Un día de puertas abiertas decidí
visitar esa aula y me cayó el alma al suelo», comenta Amaya. «Había
alumnos de todas las edades y origen mezclados sin tener en cuenta el
ritmo de aprendizaje ni el curso», dice.
Perdió el ritmo de su curso
«Mi hija pasaba allí varias horas durante la semana, horas
que dejaba de hacer clase con su grupo y empezó a sentirse segregada de
sus coetáneos de curso. Perdió el rimo escolar», añade la tinerfeña, quien matiza que «no estoy en contra de que aprendan catalán pero sí en las formas».
Denuncia, asimismo, que el progreso de Sandra durante los dos años del aula de acogida fue nulo.
«Sus notas no eran las de antes pero no suspendía, todo eran
suficientes. Daba la sensación de que no la evaluaban en serio», apunta.
Refuerza esta impresión en las palabras de su hija. «Mamá, me han dicho
que no me preocupe que los del aula de acogida aprobamos todos», le
dijo. La hecatombe se produjo cuando, pasados los dos años de
adaptación, la adolescente se inmersionó en el aula de su curso. La experiencia fue tan «desastrosa»,
según su padre Carlos, que antes de que acabara el curso tomaron la
drástica decisión de mandarla primero a Tenerife y después a un colegio
privado de Madrid (en Barcelona no encontraron ninguno de pago que
escolarizaran en castellano) para «reconducir la situación». «Suspendió
casi todo», apunta Carlos. También hubo un giro en su actitud, incluso
en la manera de expresarse y de vestir, dice la pareja, que ha tenido
que llevar a su hija al psicólogo. «Tenía dolores de cabeza, no quería
ir a clase y fue entonces cuando nos dijo como la trataban allí», relata
la pareja.
«La echaban del aula»
«Me confesó que se
pasaba días en el pasillo porque, cuando se le escapaba alguna pregunta
en castellano en clase el profesor la echaba del aula. Me
pareció terrible pero entendí muchas cosas», dice Amaya afectada. Al
conocer la situación, fue a hablar con los responsables del instituto
pero no halló ninguna comprensión. «Si la madre no habla catalán, vaya
ejemplo para la menor» le espetaron. Atribuyeron el comportamiento de su
hija a su «falta de interés por adaptarse».
La actual responsable del instituto de Corbera, Teresa
Arias, consultada por ABC, dijo que «desconocía esta situación» porque
llevaba en el cargo desde julio, pocos meses después de irse Sandra. «De
todos modos me extraña que se haya producido este comportamiento»,
añadió. Este diario reclamó contactar, sin éxito, con los profesores que
asignaron a Sandra.
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