Educar
en el amor a la patria
Me
encontraba con mi familia en Riohacha, en el departamento de la Guajira
(Colombia), cuando oímos unos cánticos a lo lejos. Eran las diez de la mañana
de un día cualquiera. Los cánticos provenían de un “acto cívico” que se estaba
realizando en un colegio. En Colombia, un día a la semana, suelen reunirse
estudiantes y maestros para celebrar el denominado “acto cívico” donde se
cantan los himnos del departamento y del país. En las escuelas privadas de cierta
solera también se canta al entrar el himno del colegio, como sucedía antes aquí
en Palma en colegios como Montesión.
Cuando
uno viaja fuera se da cuenta de que algunas cosas no son como le han contado.
La izquierda española y los separatistas nos han hecho creer que estos actos
cívicos eran (y son) propios del franquismo. Su falta de patriotismo –que
confunden con el franquismo adrede– está detrás de muchos complejos que todavía
conservamos los españoles. Homenajear a la bandera o cantar el himno nacional
es algo natural en todos los países, no sólo en las dictaduras sino en todas
las democracias del mundo, incluso en las más avanzadas como los Estados
Unidos.
Colombia
no son los Estados Unidos. Al contrario, uno diría que en el mundo hay pocas
madrepatrias como el país centroamericano tan poco generosas con sus hijos a la
que éstos deban guardarle menos gratitud. A Colombia no le falta ningún
elemento disgregador (étnico, social, político, económico, geográfico) que no
haga pensar en la desintegración y en la atomización de un sálvese quien pueda.
Colombia no es un país homogéneo: tiene todas las trazas de ser uno de los más
heterogéneos del mundo. Conviven negros, mulatos, criollos, indígenas, blancos
y libaneses. Orográficamente su territorio es una locura, lo que hace que las
comunicaciones por carretera sean pésimas y absoluto el aislamiento de algunas
zonas. Socialmente, las desigualdades entre la elite heredera de los colonos
españoles y el pueblo bajo invitan al desánimo. La estratificación social está
incluso institucionalizada y en cada distrito residencial pagan tasas
diferentes por la luz, el agua y demás servicios. Apenas ahora, en las partes
más desarrolladas, está gestándose algo similar a una clase media. La división
política es todavía mayor que la racial o la social. Colombia es un país
devastado por la guerra civil y los movimientos guerrilleros.
Hasta no hace
mucho, el Estado sólo controlaba una tercera parte de la extensión del país.
Los dos tercios restantes estaban en manos de los comunistas de las Farc y los
paramilitares. Aun hoy el 10% de la población (unos 4,5 millones de
colombianos) están desplazados de su hogar. El estado del bienestar está
todavía en mantillas, hasta ahora todos los esfuerzos se han concentrado en
garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Pese a sus indudables mejoras de la
última década que lo sitúan entre los candidatos a países emergentes debido a
la fuerte inversión extranjera y a una mayor seguridad, Colombia es un estado
fallido. Sin embargo, todos los colombianos se sienten orgullosos de su país.
Se trata de un sentimiento muy profundo ya que todos, a pesar de su formidable
división y sus graves dificultades, dicen representar lo mejor de Colombia.
Casi diríase que el sentimiento nacional es el único cemento que une a todos
sus ciudadanos. No oirán hablar mal de Colombia ni al guerrillero de las Farc,
ni al alto funcionario del Palacio de Nariño, ni al narco Pablo Escobar, ni al
menesteroso que deambula por los márgenes de las carreteras mal asfaltadas buscándose
la vida vendiendo arepas y zumos tropicales a los camioneros. Tampoco se
atisban movimientos disgregadores en las reservas indígenas de algunas regiones
apartadas ni en la competencia por el control del país entre las elites
bogotanas y paisas. Ni siquiera la extrema izquierda del país, numéricamente
importante, se plantea ser fagocitada por la Cuba castrista o la Venezuela
chavista, a pesar de su cercanía geográfica e ideológica. Podemos concluir que
Colombia ha fracasado como estado, pero no como nación.
Comparemos
el caso de Colombia con el de España. España no tiene ninguno de los problemas
que atenazan a Colombia, al menos no de la misma gravedad. España es racial y
étnicamente mucho más homogénea, mucho más segura, las desigualdades sociales
infinitamente menores, las clases sociales mucho más permeables, la sanidad
gratuita, el estado del bienestar llega a los más débiles con sus innumerables
redes de asistencia. Además, la nación española es mucho más antigua que la
colombiana, que apenas acaba de cumplir doscientos años, etcétera, etcétera.
Tenemos por tanto muchos motivos para sentirnos orgullosos de España y de la
aventura común que nuestros antepasados emprendieron. Sin embargo, nuestro
patriotismo está por los suelos. ¿Hay algún motivo objetivo para que sea así?
Sencillamente, no. ¿Por qué los colombianos morirían por defender a su país y
la mitad de los españoles, como atestiguan algunas encuestas, dicen no sentirse
involucrados en caso de que otro país nos invada?
La razón
salta a la vista. Los sentimientos nacionales deben cultivarse, no dejarse de
lado y el Estado, así como la autonomía balear, han hecho dejación absoluta de
responsabilidades al dejar cualquier pedagogía nacional en manos de los
enemigos de España. Si un ente político quiere sobrevivir, no pueden dejar de
lado los referentes (simbólicos, históricos, lingüísticos, institucionales,
folklóricos) que le han dado su razón de ser y que conforman el relato de una
conciencia colectiva común.
El PP balear ha renunciado a construir un discurso
referencial con el que hacer frente al discurso catalanista. Y UPyD, para
referirme al otro partido nacional que nos queda, prefiere entregarse al
llamado patriotismo constitucional de Habermas antes que enfangarse en
“sentimentalismos” de banderas, himnos y gestas históricas. Y así nos va. Al
final, una identidad sólo se combate con otra identidad, no con una
no-identidad. Pensar que desde el patriotismo constitucional, la neutralidad y
la no intervención puede uno enfrentarse al nacionalismo agresivo de los
separatistas vascos y catalanes es de una candidez insuperable.
Los poderes públicos están obligados a dar la vuelta a la
situación y esto pasa por empezar a educar a los escolares. Yo aconsejaría al
ejecutivo de Bauzá que, en la nueva ley de símbolos, tratara a la universidad y
a los centros de educación públicos y concertados como edificios oficiales
civiles para exigirles que la bandera nacional y la autonómica figuraran en un
lugar bien visible tanto en el exterior como en su interior. Al mismo tiempo,
añadiría otra enmienda a la nueva ley de símbolos para obligar a los equipos
directivos a realizar un acto cívico semanal en el que se rindieran honores a
los símbolos de España y Baleares. Sólo así, cultivando el amor a la patria
desde pequeños, la nación española tendrá alguna posibilidad de sobrevivir al
marasmo económico y secesionista. Pese a su problemática infinitamente más dura
y compleja, Colombia ya está saliendo adelante y si puede hacerlo es porque
nunca ha dejado de ser una nación gracias a actos cívicos como el de Riohacha.
(Joan Font Rosselló/ElMundo.Baleares.)
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