La “cuestión catalana” (I)
Ante
todo, la Constitución.
Lakoff es un
inteligente sociólogo americano que ha encandilado a la izquierda en general y
al nacionalismo catalán en particular al constatar que los republicanos
en los Estados Unidos habían conseguido estructurar e imponer un marco
referencial de principios y valores que presidía el debate político americano
en la medida que los demócratas lo aceptaban inconscientemente al ser
incapaces de oponer “otro” marco referencial de principios y valores de
la izquierda estadounidense. La consecuencia era que, al margen de victorias o
derrotas electorales, los demócratas habían interiorizado los valores republicanos
que, de hecho, monopolizaban el debate político norteamericano.
A la vista de
las reacciones políticas y mediáticas ante el “órdago secesionista” catalán
parece claro que estamos ante un ejemplo empírico del análisis lakoffiano: el
nacionalismo catalán ha conseguido fijar un marco de referencia indiscutido y
aceptado por la opinión pública española. De hecho, el 90% de las reacciones
han hecho referencia a cuestiones que, con ser importantes, son secundarias a
la cuestión fundamental: la Constitución como punto de referencia indiscutible
que configura España como un estado de derecho en el que rige el imperio de la
ley.
Salvo una
alusión casi de pasada de Rajoy a la Constitución, lo que se ha debatido son
cuestiones colaterales referidas al coste económico que supondría para Cataluña
su independencia y, lo que es más grave, la admisión- no discutida casi por
nadie- de un “derecho constituyente” de Cataluña para decidir su destino,
lo cual implica una transferencia de la soberanía nacional
constitucionalmente residenciada en el pueblo español (incluido el catalán) a un
ente territorial español. Estamos instalados en un marco de referencia definido
por el nacionalismo catalán, cuyos presupuestos son admitidos de hecho incluso
por los discrepantes del órdago.
¿Alguien se
imagina que Texas decidiera, ante sí y por sí, proclamar su “independencia” de
los Estados Unidos? ¿ O a Baviera separándose de la Alemania Federal? ¿ O
a Bretaña o Aquitania decidiendo “irse” de Francia? ¿O al Valle de Arán
proclamando su “independencia” de Cataluña? Serían fulminadas por los
respectivos gobiernos y parlamentos, por los respectivos tribunales
constitucionales y, en última instancia, `por la pura y dura intervención
militar. La ONU no admite secesiones de territorios nacionales decididas
unilateralmente. Y la Unión Europea no admite en su seno “naciones” escindidas
sin el consentimiento del Estado nacional.
España, como
todas las democracias liberales existentes en el mundo, es un Estado
constitucional cuyo titular de la soberanía nacional- el pueblo español- se
autoconfiere una Constitución a través de un proceso democrático
impecable. Una Constitución no es una broma, ni un referente de quita y pon, ni
un documento a tomar a beneficio de inventario, sino un texto que define la
arquitectura del Estado, los valores superiores que lo impregnan y los derechos
y libertades de los ciudadanos.
Una Constitución
es la materialización del Estado de Derecho en el que rige el imperio de la
ley, con todas sus consecuencias positivas y negativas. Una abrumadora mayoría
de ciudadanos la han votado y sancionado. Y su itinerario es fruto del consenso
de todas las fuerzas políticas, incluida Convergencia i Unió que, no sólo
la aprueba, sino que participa en su diseño y génesis. ¿Qué tontería es esta de
que no hay que “sacralizar” la Constitución para justificar su violación
precisamente en su principio fundante y fundamental: la integridad del
territorio nacional?
Más aún:
si prosperara la infamia unilateral del secesionismo catalán, España, como
Estado, saltaría hecha añicos: sería el fin de uno de los proyectos
democráticos que, en su momento, admiró al mundo entero y prestigió a nuestro
país que supo resolver, pacífica e inteligentemente, el tránsito de un estado
autoritario a un Estado democrático. Fuera de la Constitución, cualquier
ejercicio de soberanía que no se manifieste a través del pueblo español
en su conjunto y de acuerdo con los preceptos constitucionales es, en teoría y
salvo dimisión intolerable del Estado, un imposible jurídico, político,
constitucional, físico y metafísico.
De ahí que
resulte descorazonador el panorama de un Gobierno de la Nación débil, una
oposición más débil y confusa aún y el espectáculo de un debate sencillamente
frívolo que acepta el escenario de los secesionistas de forma acrítica. Si los
partidos nacionalistas catalanes- que “no son” Cataluña aunque de forma
mostrenca se autoatribuyan dicha condición- aspiran a la secesión lo que
procede es que utilicen los mecanismos constitucionales para plantear su
pretensión. Lo contrario resultaría, sencillamente, inadmisible, tanto para los
que transitaran por caminos anticonstitucionales como para los que, desde
la alta responsabilidad del Estado, lo toleraran.
(El Grupo
Ramón Llull publicará tres artículos más sobre el tema catalán que harán
referencia a las consecuencias económicas de una eventual secesión, a las
causas que han hecho posible la actual crisis de Estado y a las consecuencias
que tendría para Baleares una secesión de Cataluña)
Integran el
Grupo Ramón Llull, Miguel Nigorra, Sebastián Urbina, Román Piña, Joan Font y
Sebastián Jaume.
La cuestión
catalana (II)
La construcción nacional
Grupo Ramón Llull
No es ninguna
casualidad que los nacionalistas catalanes se nieguen en redondo a rebajar el
número de canales de radios y televisiones públicas. Tampoco lo es cuando se
les conmina a acatar y hacer cumplir las sentencias del Tribunal Supremo en
cuanto al derecho del castellano a ser también lengua vehicular en las aulas. Y
no es ninguna casualidad porque la llamada construcción nacional, un eufemismo
de ingeniería social al totalitario modo, ha pivotado en torno a estos dos
grandes ejes: los medios de comunicación de masas y la enseñanza. Hay que
remontarse a regímenes autoritarios o totalitarios para encontrar un control de
los medios semejante al de Cataluña donde el nacionalismo se ha convertido en
una ideología transversal que impregna la línea editorial de todos los
periódicos, las radios y las televisiones, públicos o semipúblicos.
Asumida por
todas las partes, la ideología nacionalista se ha situado fuera del debate
público, a diferencia del País Vasco por ejemplo donde la mitad de su población
se resiste a ser asimilada. El nacionalismo era la base, la premisa que debía
aceptarse de principio para ser alguien, para poder tener voz en Cataluña. Que
una decena de cabeceras firmaran el mismo editorial a favor del Estatut no es
una mera anécdota de sumisión lanar al poder político, es la constatación de la
asfixia a la que se ha sometido a los no nacionalistas que, en aras a su propia
supervivencia civil, no les ha quedado más remedio que pedir perdón.
No ha sido menor
el efecto de una enseñanza en manos de los nacionalistas y de los movimientos
de renovación pedagógica. Las aulas se han convertido en fábricas de militantes
nacionalistas. El lavado de cerebro ha sido absoluto. La Historia ha sido
reemplazada por esta colección de leyendas y desvirtuaciones tan habituales en
el nacionalismo. La Geografía se ha degradado hasta caer en el localismo donde
era más importante saber cuál era la capital de comarca del Berguedà que en
saber si Berlín estaba al norte o al sur de Moscú. Y sobre todo, se les metido
en sus lindas y vacías cabecitas que el catalán era la lengua “propia” de
Cataluña sin la cual era imposible integrarse en la tierra de acogida. Había
que acentuar los aspectos que más diferenciaban a los catalanes de los
españoles y así tratar de disfrazar lo mucho que se parecen, algo que exaspera
profundamente a los nacionalistas.
La virtud de la
clase política catalana ha sido convertir una gran mentira en una verdad a
fuerza de repetirla machaconamente. Basta leer libros como “Historias ocultadas
del nacionalismo catalán” de Javier Barraycoa para percatarse de hasta qué
punto todos los símbolos, referentes y tradiciones que nuclean el imaginario
nacionalista forman parte de una tradición inventada.
La cuestión que
hay que hacerse es como un piélago de burdas mentiras, manipulaciones
interesadas y falsificaciones históricas –esta historia anclada en el
romanticismo que tanto repugnaba a Josep Pla– ha logrado abrirse camino en una
sociedad democrática uno de cuyos fundamentos debe ser la verdad. La respuesta
es muy sencilla: la democracia como tal ha brillado por su ausencia en
Cataluña, sustituida por unos partidos que se han subrogado la función de
pensar en nombre del ciudadano, una sagrada misión que ha encontrado la
complicidad de periodistas, maestros y artistas, todos ellos bien untados de
dinero público.
La sedición de
Cataluña no obedece pues a razones objetivas como los agravios económicos,
históricos o lingüísticos –Baleares está en la misma situación sin que nunca
los nacionalistas isleños hayan pasado de ser una ruidosa minoría– que avienta
constantemente la propaganda nacionalista, sino a un esmerado proceso de
ingeniería social que desde mediados de los años ochenta se puso en marcha
desde los medios de comunicación de masas como TV3 y desde la enseñanza pública
catalana.
Enfrente el
nacionalismo no ha tenido a nadie, tampoco al Estado, que ha dimitido de sus
funciones esenciales, ocultando, para que no hubiera dudas de su dejación, los
signos externos de su poder legítimo como la bandera, la lengua del Estado, la
alta inspección educativa, la Guardia Civil o la cultura española como los
toros. Incluso los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, han renunciado a
elaborar un relato nacional español que matizara cuando menos el discurso
identitario anti-español cada vez más asfixiante. El Estado ha dimitido en
Cataluña y como en política no existe vacío de poder, éste ha sido
inmediatamente ocupado por otros. El nacionalismo, como ideología oficial e
institucional, ha ocupado el papel del Estado en Cataluña.
Hay que
reconocer que en pocos lugares de Europa como en Cataluña se han puesto la
enseñanza y los medios de comunicación de masas al servicio de la construcción
nacional con tanta eficacia. TV3 nació como un instrumento de normalización
lingüística, convirtiéndose con el paso del tiempo en un auténtico “constructor
de la realidad, de referencia simbólica, de espacio de identidad”, como ha
admitido Vicenç Villatoro, director del Institut Ramon Llull. Villatoro
reconoce, con un absoluto desprecio por la verdad, que los sentimientos de
pertenencia o los proyectos colectivos de futuro se construyen en y desde los
medios de comunicación de masas. Esta realidad que se construye desde los
medios, por falsa e interesada que sea, “acaba siendo realidad”.
El nacionalismo
catalán no ha vacilado en tomar ejemplo de la máquina más evolucionada y más
perfecta de construir la realidad moderna, el cine y la televisión americanos,
para ponerla al servicio de su causa. Sin la fuerza positiva, optimista y
romántica del sueño de una Cataluña libre e independiente, el independentismo
no se hubiera abierto paso entre el tradicional pragmatismo de la burguesía catalana
y el ya clásico “peix al cove” de CiU. El nacionalismo en su conjunto sí tenía
un proyecto, un sueño que vender a los más jóvenes, ávidos por cambiar el
mundo, un sueño por el que valiera la pena vivir y redimir a sus antepasados.
España, con sus complejos de culpa que arrastra desde la muerte del dictador,
no.
Será difícil
devolver las turbulentas aguas a su cauce porque el sueño ha prendido mucho más
allá de los elementos más díscolos de la burguesía catalana o de estas
cuatrocientas familias que, se dice, controlan la sociedad civil catalana. El
peligro radica en que el independentismo se haya convertido ya en un movimiento
popular, interclasista. El catalanismo burgués puso en marcha un movimiento que
se le ha ido de las manos y que amenaza con dejarlo en la obsolescencia.
La “cuestión catalana” (3)
CONSECUENCIAS
DE LA SECESIÓN
Ni la
memoria de Wifredo el Velloso, ni el rechazo a la unión con Aragón por el
matrimonio de Petronila, hija del rey Monje de Aragón, con el conde de
Barcelona Ramón Berenguer IV, ni la demonización del Compromiso de Caspe por
elegir a un Trastámara para rey de Aragón, ni la sublimación de la
resistencia de Barcelona en la Guerra de Sucesión un once de septiembre. No, al
final, ¡quién lo iba a decir!, el detonante que ha movido a los catalanes hacia
la secesión ha sido una retahíla de supuestos agravios económicos que en otros
lugares de Europa no tienen otro correlato que la extrema derecha xenófoba. El
proceso de construcción nacional a base de crear sentimientos patrióticos y
antiespañoles mediante la tergiversación de la Historia, o en base a la
persecución de la lengua española, no terminaban de cuajar para atreverse a dar
el salto definitivo.
Y
ello a pesar de los ingentes medios dedicados a sembrar la semilla del odio
durante tres décadas de adoctrinamiento nacionalista en la enseñanza y en los
medios de comunicación autonómicos. No, para que cuajase la idea separatista
han tenido que acusar a España del paro, de la deuda, de los recortes y de
todos los males mientras prometían una Cataluña feliz y próspera si finalmente
era capaz de quitarse de encima el lastre de los indeseables vecinos españoles,
pobres y vagos.
Pero este artículo no se refiere a los orígenes sino a las consecuencias de una
eventual segregación, por si los partidos nacionales y nuestro Jefe de Estado,
haciendo dejación de su obligación de defender la unidad de España,
traicionando al total del pueblo español donde reside la soberanía y la capacidad
de decidir, permitieran la secesión unilateral de Cataluña. Desde el punto de
vista económico, hay diversidad de opiniones. Los políticos nacionalistas y las
asociaciones cívicas pro-independencia, ¡cómo no!, prometen un esplendoroso
futuro económico para la Cataluña libre. El resto de analistas lo ven
totalmente diferente.
Prevén
un desastre para Cataluña a) por la pérdida del mercado español, que podría
suponer una caída del 60% de sus ventas, b) por la salida del euro y dejar de
ser país miembro de la Unión Europea y c) por la obligada devolución de su
deuda, y de la parte proporcional de la española, salvo que España se la
regalara, lo cual no cabe ni en el peor de los sueños de los españoles. Su
probable expulsión de Europa centra gran parte del debate. De entrada, en un
ejercicio de “wishful thinking”, los políticos catalanes no creen que Cataluña
fuera expulsada de la Unión Europea y desean verse todavía como un estado
dentro de Europa.
O
sea, quieren una unión, sentirse hermanos de lituanos, griegos, ingleses o
daneses, con los que les separa la historia, la geografía, la cultura, la
religión y, sin embargo, son incapaces de convivir en unión con sus verdaderos
hermanos de hace siglos, milenios: los aragoneses, los españoles con los que les
une todo: la historia, la geografía, la
cultura, la religión, disfrutamos de una lengua en la que entendernos....., nos
une todo, todo, hasta el agua, hasta el aire.
Pero
no, no es previsible su entrada en Europa, porque sobre sus deseos prevalece la
legislación y los intereses de los estados actuales de la Unión, y es imposible
que Reino Unido, Francia o Italia aceptasen a Cataluña, alentando así al
secesionismo dentro de sus propios estados.
En
cuanto a la necesidad de abrir nuevos mercados, algo se deben oler los
políticos catalanes cuando están instando a los empresarios catalanes a que
cambien su mercado, o sea, a que olviden y desprecien a sus clientes españoles
de toda la vida y se vayan a China, Brasil, Tanzania, o donde sea, a vender sus
mercancías.
Por otro lado, los efectos no serían sólo de origen económico. Las
consecuencias de tipo personal, social y cultural serían inmensas. Las rupturas
y enfrentamientos personales entre hermanos, amigos o parientes deben darse por
seguros, no solo en Cataluña donde millones de catalanes no nacionalistas se quedarían
huérfanos −abonando un caldo de cultivo que posiblemente desemboque en la
confrontación civil−, sino en la relación que mantienen los catalanes con el
resto de españoles. La intercomunicación entre el mundo universitario de
Cataluña y el resto de España se resentiría fuertemente.
La
investigación y la ciencia, tanto en España como en Cataluña, sufrirían un duro
golpe por la disminución de recursos y por el quebranto de la siempre necesaria
coordinación entre centros; la movilidad de profesionales de cualquier tipo se
dificultaría, si no impediría; las fundaciones benéficas perderían parte de sus
contribuyentes… Una gran muralla se levantaría entre los residentes en Cataluña
y el resto de españoles, y el odio fomentado desde Cataluña, la incomprensión,
el despecho, difícilmente se curarían en varias generaciones.
Las Islas no quedarían al margen de estas consecuencias. En primer lugar, se
incrementaría el “pressing” del catalanismo insular que va a tratar por todos
los medios de engancharnos a todos al tren de la independencia de sus hermanos
mayores, como están reconociendo dirigentes de la OCB, ERC y PSM. Su poco peso
específico en las Islas, más allá de algunos ámbitos muy restringidos como la
educación, la universidad y la cultureta, hacen improbable que las Islas se
planteen siquiera seguir la estela de Cataluña. No obstante, no debemos
despreciar su capacidad de agitación que a buen seguro se traducirá en una
mayor conflictividad civil, así como en una mayor violencia política en la
calle. Los efectos sobre las Islas de una improbable secesión serán motivo del
próximo y último artículo sobre la cuestión catalana.
Integran el Grupo Ramón Llull: Joan Font Rosselló, Sebastián Jaume
Muñoz-Maldonado, Miguel Nigorra Oliver, Román Piña Homs y Sebastián
Urbina Tortella.
LA CUESTION
CATALANA (y IV)
Frente a la Gran Cataluña
Grupo Ramón Llull
Las
consecuencias de una hipotética secesión de Cataluña serían inmediatas en
Baleares. En primer lugar, la presión del catalanismo se acrecentaría hasta
extremos insufribles. Los catalanes de Mallorca, la OCB, PSM, ERC y STEI, están
ahora mismo eufóricos y tratarán de que las Islas se enganchen al carro de la
secesión de sus hermanos mayores. Esta quinta columna contará con el firme
apoyo de una parte del pueblo catalán en plena efervescencia identitaria que no
dudará en multiplicar las subvenciones, la propaganda y los cantos de sirena
dirigidos a nuestros anexionistas. Es la historia de un deseo, la multisecular
obstinación de las élites catalanas de fagocitarnos en el magma de una Gran
Cataluña y no dejar que los isleños decidamos por nosotros mismos.
La historia del pueblo balear se ha forjado
precisamente a partir de nuestra lucha secular contra esta patológica
obstinación de los catalanes para subsumirnos en su proyecto: anexión del reino
independiente de Mallorca; ninguneo de nuestras instituciones políticas para
incorporarnos a las Cortes Catalanas; tentativas de subordinar nuestras
prácticas y relaciones comerciales en los siglos XIV y XV a los intereses de
los catalanes; nos arrastraron en sus aventuras sediciosas contra a la
monarquía, desde Juan II a Felipe V durante la Guerra de Sucesión;
patrocinaron el incontrolado desembarco anarquista del capitán Bayo en la
Guerra del 36, que la propia República desestimó; y un larguísimo etcétera
donde no es precisamente menor el intento de transformar, desde la llegada de
la autonomía balear en 1983, los rasgos identitarios de la mallorquinidad –el
idioma para empezar y continuando con el folklore, nuestra historia, nuestros
héroes o las costumbres– como expresión de una forzada catalanidad.
Esta
infiltración cultural y lingüística, siendo la más pacífica, ha resultado la
más peligrosa ya que está en vías de arramblar con la identidad balear
convirtiéndola en mero apéndice de la cultura catalana. Resulta incomprensible
que a día de hoy el Govern balear siga promocionando del brazo de una
Generalitat separatista la cultura balear en el exterior a través del Instituto
Ramón Llull, escenificando ante el mundo nuestra fagocitación en la cultura
catalana. Flaco favor a la identidad balear.
Tampoco la
economía balear, basada en el turismo, se libraría de las repercusiones de una,
esperemos, improbable secesión catalana. La inestabilidad política, no digamos
alentada por una confrontación civil, provocaría la fuga de inversiones y la
deslocalización hacia destinos más seguros.
No es
descartable que la confrontación civil que probablemente se produzca en
Cataluña, tanto si es en forma de guerra abierta como si es en forma de
violencia política entre separatistas y constitucionalistas si finalmente se
consuma la secesión, termine contagiando a las Islas. En Baleares contamos con
firmes partidarios de la anexión con Cataluña que, si bien en franca minoría
frente a una inmensa mayoría que se sienten españoles y mallorquines, no han
dejado de ganar una batalla tras otra, gracias a su incansable labor
proselitista y a su activismo, muy superiores a cualquier otro movimiento
organizado. Es más, casi el 100% de la violencia política en Baleares es
atribuible a los catalanistas isleños.
Estos factores
aventuran no sólo un aumento de la conflictividad política en Baleares sino la
posibilidad de un terrorismo de baja intensidad teledirigido desde Cataluña. El
peor escenario sería, sin duda, el de unas Islas Baleares en disputa entre la
España constitucional y una Cataluña separada. Cualquiera de estos escenarios
ocasionaría un daño irreparable a la imagen turística de las Islas. Recordar
que, a día de hoy, Cataluña es ya la autonomía, debido a su inestabilidad
política, con mayor huida de inversores de toda España.
Otro dato que a
menudo se soslaya es que las economías de las Islas y de Cataluña no son
convergentes sino competidoras. La insularidad no sólo es la base de nuestra
identidad sino también la base de nuestra economía.
Turísticamente,
somos sus competidores. Integrarnos en Cataluña nos convertiría en un apéndice
no sólo cultural y político, sino también económico. El futuro de Mallorca está
en una España integrada en Europa, nunca en una Cataluña fuera de la Unión
Europea, con el aislamiento a todos los niveles que ello supondría. Es un
monumental error caminar en sentido contrario al espíritu de los tiempos, el de
la unidad fiscal, financiera y política europeas, algo que naturalmente les
trae al pairo a los catalanistas isleños, en su mayoría sin ningún conocimiento
económico y en caso de tener alguno, cegado por la ideología nacionalista.
En definitiva,
Cataluña es, desde todos los puntos de vista, un mal negocio. Creemos que ha
llegado el momento para que nuestras autoridades tomen conciencia del tremendo
error histórico que ha supuesto rendirse a los cantos de sirena del catalanismo
cultural ya que, como algunos advertimos en su día a riesgo de ser tildados de
casandras, en su esencia anidaba un incuestionable proyecto político: una
lengua, una nación, un Estado. La cacareada unidad de la lengua ha sido la
coartada para una uniformidad lingüística, cultural y en último término
política. La destrucción de la identidad balear al subsumirla como una simple
singularidad dentro de la cultura catalana, así como la erradicación de los
lazos comunes con el resto de España, forman parte del mismo proyecto de
construcción nacional de la Gran Cataluña o de los llamados Països Catalans.
Con las cartas
boca arriba, ahora toca a los partidos de vocación integradora hispánica asumir
su error histórico y empezar a desandar lo andado, desvinculando la identidad
balear de todo el proyecto político catalanista y estrechando los lazos de
fraternidad que nos unen al resto de España.
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