No fue el mercado, fue el Estado JOHN MÜLLER
Desde agosto de 2007, cuando se inició la crisis económica que vivimos, muchos han comparado esta etapa con la caída del Muro de Berlín que condujo al fin del sistema soviético. El mercado ha sido satanizado no sólo por los partidarios del intervencionismo, que siempre desconfiaron de él, sino por quienes más íntimamente habían depositado su fe en el capitalismo. Ahí está Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal, quien confesó ante el Congreso de EEUU que todo aquello en lo que había creído durante 40 años «estaba equivocado». No hay mucha diferencia entre sus confesiones y las de un ciudadano de la desaparecida RDA tras la caída del Muro.
O el caso de Gerardo Díaz Ferrán, el jefe de los empresarios españoles, que pidió hacer «un paréntesis en la economía de mercado» porque desde 1967 no había visto una crisis igual, postura que se hizo muy popular entre algunos banqueros.
¿Qué se podía esperar si el supuesto campeón de los neocon, George W. Bush, declaraba el 16 de diciembre de 2008: «Con el fin de asegurar que la economía no se desplome he abandonado los principios del libre mercado para salvar el sistema de libre mercado»?
Entre las convicciones ideológicas de unos y la actitud acomodaticia de otros, la idea de que el mercado fue el culpable de la crisis ha calado profundamente. Pero comienzan a surgir los estudios académicos que llevan la contraria a lo obvio, los informes forenses de distintas instituciones públicas y privadas, y ya están cuajando las investigaciones de la Comisión de Investigación de la Crisis Financiera del Congreso de EEUU.
Uno de los textos más reveladores es el opúsculo Sin Rumbo del profesor John B. Taylor de la Universidad de Stanford e investigador de la Hoover Institution, que ha editado en España la editorial Gota a Gota de la fundación Faes, ligada al ex presidente José María Aznar.
El informe tiene apenas 77 páginas, se lee muy rápidamente, y lleva como subtítulo la conclusión principal de Taylor: «De cómo las acciones e intervenciones públicas causaron, prolongaron y empeoraron la crisis financiera». Pedro Schwartz, que escribe el prólogo, afirma que le recomendó a Gota a Gota publicar este estudio «porque era uno de los pocos escritos en los que se analizaba la parte de culpa de las instituciones estatales en la crisis financiera y económica».
El libro de Taylor no es un alegato ideológico, sino un denso análisis empírico. El autor es indisimuladamente monetarista (esa escuela económica que Milton Friedman fundó en la Universidad de Chicago) y es muy conocido en el mundo académico y de las políticas fiscales porque formuló en 1993 la llamada regla de Taylor a partir del estudio del comportamiento de los bancos centrales. Taylor descubrió que los bancos emisores modifican los tipos de interés por dos motivos: si la inflación esperada está por encima o por debajo del objetivo marcado a largo plazo, y si la economía se ha alejado de su senda de crecimiento normal.
En concreto, el profesor de Stanford observó que la Reserva Federal de EEUU elevaba un 1,5% el tipo de interés si la inflación se desviaba un entero por encima del objetivo y reducía el tipo un 0,5% si el PIB caía un entero por debajo de su tendencia histórica. O sea, la Fed reaccionaba con más dureza ante la amenaza de inflación que ante la caída de la actividad económica.
Cuando analiza las causas de la crisis, Taylor denuncia que fue la generosa política de liquidez de la Fed, que a partir de 2001 mantuvo los tipos de interés mucho más bajos de lo que aconsejaba la regla de Taylor, la que hinchó la burbuja inmobiliaria y los mercados bursátiles que Greenspan hallaba víctimas de una «exuberancia irracional». Todo esto lo demuestra con modelos matemáticos que prueban la correlación perfecta entre la política monetaria y el auge y caída de la burbuja inmobiliaria en EEUU.
[Esa correlación también se produjo en España, con una burbuja agravada por dos factores: unos bajísimos tipos de interés que durante muchos años realmente fueron negativos y la permanencia de ayudas fiscales a la vivienda, ideadas cuando el coste de financiación era muchísimo mayor.]
Taylor asegura que, además, la crisis se ha prolongado porque los bancos centrales se equivocaron al identificar su naturaleza: confundieron la crisis de solvencia del sistema financiero con una de liquidez. Según él, todos los planes que inyectaron dinero al mercado no han hecho más que prolongar el problema en el tiempo. Como prueba de ello analiza el precio del crudo, que alcanzó su récord histórico un año después de que se iniciara la crisis subprime.
Taylor se niega a atribuir al hundimiento de Lehman Brothers la responsabilidad del empeoramiento de la crisis. Analiza el proceso de toma de decisiones y demuestra que no fue la caída de Lehman, sino el plan del Gobierno de EEUU, anunciado una semana después, el que realmente deterioró la situación al añadir incertidumbre. ¿Por qué se dejaba caer a Lehman después de salvar a Bear Sterns? De hecho, poco después volvieron a salvar a la aseguradora AIG.
«En este libro expongo pruebas empíricas de que las acciones e intervenciones del sector público han causado, prolongado y empeorado la crisis financiera», dice Taylor. «Aunque desde luego hubo más factores en juego, esas acciones gubernamentales deberían figurar en los primeros puestos en la lista de respuestas a la pregunta de qué es lo que falló».
Taylor propone tres medidas para salir del agujero: primero, «regresar al conjunto de principios» que proporcionó crecimiento estable en las últimas dos décadas; segundo, establecer para cualquier intervención pública futura un diagnóstico claro, y tercero, crear un marco predecible para la asistencia económica a las instituciones financieras en crisis.
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