IDIOTECES.
España / el ppdeg, ante el 21-0
Elecciones gallegas 2012: Feijóo defiende que las comunidades no son «un capricho del Estado prescindible''.
El presidente de la Xunta afirma que «los que gobiernan en Europa debían ser más serios». (ABC).
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IDIOTECES.
Feijoó no debería decir estas idioteces. 'Europa' es más seria de lo que cree el Presidente de la Comunidad Autónoma Gallega. No se trata de eliminar (aunque podría ser una opción a estudiar) las Autonomías, sino de realizar reformas para que sean más eficaces y menos costosas. Son un peso muerto inasumible. No es tan difícil de entender. Ánimo sr. Feijoó, lea el siguiente artículo.
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ECONOMIA DE LA REFORMA AUTONÓMICA.
Los agobios financieros del sector público han acabado de poner de
manifiesto que, en España, el tamaño de las Administraciones Públicas es
demasiado grande, que con los impuestos que se recaudan no es factible pagar
sus gastos y que todo ello nos lleva a la imperiosa necesidad de un arreglo.
Con buen tino, el público, viendo los despilfarros cercanos y lejanos, ha
identificado el núcleo del problema con las Comunidades Autónomas y en parte
también con los Ayuntamientos.
Y no anda mal encaminado, pues si se echa un
vistazo a las cifras disponibles se comprueba que, entre unas y otros, se
gastan casi la mitad de lo que los españoles destinamos a sostener lo que
gestionan los políticos. En concreto, las autonomías se llevan algo más del 35
por ciento del gasto y los municipios casi el 14, con lo que, si se deja aparte
lo de la Seguridad Social, al Estado no le quedan más que dos de cada diez
euros gastados. Sorprende que, en esta situación, haya quienes se quejen, desde
Barcelona o desde Vitoria, incluso desde Sevilla, del centralismo de Madrid.
Y es que esto del centralismo tiene en nuestro país, donde los localismos,
las guerras de banderizos, los afanes cantonalistas y los políticos caciquiles
imperan desde hace siglos, muy mala prensa. La Constitución trató de arreglar
este inveterado desbarajuste, en especial con respecto a vascos y catalanes,
con una regulación, no exenta de ambigüedad, del derecho a la autonomía. Detrás
de ella nos alineamos prácticamente todos los españoles, imbuidos, eso sí, cada
uno de nuestro narcisismo de la pequeña diferencia, dando lugar a un monstruoso
Moloch que está a punto de devorarnos.
Los economistas contribuimos en no poco a tal situación. Pertrechados de la
versión optimista de la teoría del federalismo fiscal, destacamos que
la descentralización autonómica y el reforzamiento de los ayuntamientos
democráticos ayudarían a que los servicios públicos se adaptaran mejor a las
necesidades de la población, a que los gobiernos fueran más responsables y
transparentes y a que, votando con los pies –o sea, marchándonos de las
regiones mal administradas–, los ciudadanos obligaríamos a los políticos a ser
eficientes en su gobernación.
Pocos fueron los que mostraron el reverso, la
cara oscura, del autonomismo, con su incapacidad para aprovechar las economías
de escala que existen en muchos servicios públicos, sus generosas duplicidades
multiplicadoras del gasto –y de los empleos–, sus tentaciones de corrupción y
su irrefrenable tendencia a desembolsar más de lo que se ingresa porque se
opera con lo que, en nuestra jerga, llamamos restricciones de presupuesto
blando –lo que no significa otra cosa que, al final, es el Estado el que acaba
pagando el pato de los desafueros de los políticos locales–.
Y con todo ello,
enfatizando en lo uno y minimizando lo otro, los economistas acabamos
estableciendo el mito de que la autonomía estaba contribuyendo poderosamente al
desarrollo económico de nuestras regiones y de nuestro país. Un mito al que los
políticos se agarraron como lapas, repitiéndolo como un disco rayado en cuanta
ocasión se ponía a mano, hubiera o no motivo, y ensanchándolo hasta el punto de
sostener que la solución a cualquier problema no era otra que profundizar en la
autonomía y ensanchar las competencias que manejaban con sus pagajosas manos.
Ahora que han pasado los años, que hemos acumulado experiencia y que,
afortunadamente, disponemos de estudios hechos con datos de primera mano y
pulcritud metodológica, podemos preguntarnos si todo eso era cierto, si de
verdad los españoles –y los naturales de otros países bendecidos por el
autonomismo– hemos recibido un dividendo económico de la descentralización.
Dos son las maneras en las que podría haberse producido ese dividendo: 1) la
descentralización podría haber ayudado a atenuar las desigualdades de bienestar
entre las regiones, mejorando así la equidad territorial; 2) la
descentralización habría sido un factor impulsor del crecimiento económico,
coadyuvando así a la obtención de mayores cotas de bienestar. Pues bien, nada
de esto ha tenido lugar, no sólo en España, sino en los demás países del mundo.
En efecto, las investigaciones que ha publicado el equipo que lidera Andrés
Rodríguez-Pose, catedrático de la London School of Economics, lo han dejado
meridianamente claro.
Ni en España, ni en Brasil, ni en México, ni en China, ni
en la India, ni en Alemania, ni en Italia ni en Estados Unidos, por citar
algunos de los países sobre los que ha centrado sus estudios, la autonomía
regional ha servido para propiciar la convergencia territorial en términos de
renta, mitigando así las diferencias entre los habitantes de unas u otras
regiones. Y ni en España ni en los otros países citados esa autonomía ha tenido
influencia alguna, ni positiva ni negativa, en el crecimiento de las economías
regionales. Éste ha dependido de otros factores, como la acumulación de capital
físico, humano y tecnológico, pero no de la profundización en el autogobierno.
Con este bagaje podemos enfrentarnos mejor a la tarea de repensar nuestro Estado
autonómico, planteando su reforma.
Si no es verdad que unas mayores
competencias en manos de los gobiernos regionales hacen más prósperos a sus
ciudadanos, podemos diseñar de manera más razonable cómo ha de ser el reparto
territorial del poder para que, sin negar la diferenciación cultural y las
singularidades regionales que existen en España, se pueda configurar un sistema
de autogobierno mucho más equilibrado que el actual, que no ponga en riesgo,
como ahora ocurre, la viabilidad económica y financiera del país.
(Mikel
Buesa/libremercado)
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