Por Mikel Buesa, jueves, 02 de octubre de 2008
Aunque, en las últimas semanas, la virulencia de la crisis económica ha apagado el rumor del debate territorial, singularmente la algarabía identitario–financiera catalana, ello no significa que ese debate esté resuelto, ni que no merezca la pena volver sobre él, sobre todo porque de las decisiones que se adopten con relación a los capítulos de su agenda dependerá también la capacidad que tenga España para superar la coyuntura adversa actual, viendo reforzada su economía. Cuatro son, desde mi punto de vista, los dilemas que es necesario afrontar: el primero se refiere al modelo de financiación autonómica; el segundo, a las barreras interiores que están fragmentando el mercado nacional; el tercero, a la cuestión de la libertad en el uso de las lenguas oficiales; y el cuarto, a la impostergable necesidad de frenar el deterioro del sistema educativo.
Aunque, en las últimas semanas, la virulencia de la crisis económica ha apagado el rumor del debate territorial, singularmente la algarabía identitario–financiera catalana, ello no significa que ese debate esté resuelto, ni que no merezca la pena volver sobre él, sobre todo porque de las decisiones que se adopten con relación a los capítulos de su agenda dependerá también la capacidad que tenga España para superar la coyuntura adversa actual, viendo reforzada su economía.
La importancia del dilema de la financiación autonómica es difícil de exagerar. De él depende la existencia misma de España como Estado unitario y como mercado nacional, con las ventajas que la dimensión otorga a la actividad económica. Y depende también la configuración de la oferta de los servicios públicos esenciales —pues, no se olvide, éstos son competencia de las Administraciones regionales—, tanto en cantidad como en calidad. Una oferta sobre la que, a su vez, gravita la plasmación real de la igualdad entre los ciudadanos, su posibilidad de ver preservada su salud sin discriminación alguna, de acceder a todos los niveles de la educación —desde la preescolar hasta la universitaria—, de ser atendidos solidariamente en caso de necesidad o de minusvalía, y de encontrar resueltos múltiples problemas cotidianos que, en la compleja sociedad en la que vivimos, requieren soluciones en las que necesariamente, sea por la vía de la regulación, sea a través de la intervención, han de participar los poderes públicos.
El modelo de financiación autonómica, basado en la multilateralidad y en la solidaridad, ha sido cuestionado a raíz de la aprobación del Estatuto de Cataluña y, posteriormente, de los Estatutos de otras Comunidades Autónomas en los que se han introducido normas reguladoras, generalmente contradictorias entre sí, que invaden el terreno competencial del Estado, a quien la Constitución otorga la potestad de legislar al respecto.
Y lo que está en discusión no son sólo los recursos de que pueda disponer tal o cual gobierno regional, sino algo mucho más importante como es el reconocimiento fáctico de una singularidad que apela a la soberanía para determinados territorios. Lo que desde el gobierno autonómico catalán se plantea, entonces, en este debate, no es otra cosa que un estatus de independencia. Por tal motivo, si se atendiera su pretensión y se establecieran negociaciones bilaterales entre los gobiernos de Cataluña y España para la financiación autonómica, se daría un paso decisivo hacia la fragmentación del Estado.
Un elemento novedoso que debe ser tenido en cuenta en todo esto es que, dentro de la arena política, las posiciones soberanistas se han trasladado desde su feudo tradicional —los partidos nacionalistas— hacia las formaciones de ámbito estatal, que han encontrado en ellas la coartada necesaria para justificar unas políticas populistas que, de momento, han tenido un buen rendimiento electoral. Ocurrió así, en la pasada legislatura, con el Partido Socialista; y, en este momento, sigue sus pasos el Partido Popular que, en concreto, en Cataluña, ha acabado enmarañándose en un guirigay de declaraciones confusas en las que se acusa al Gobierno de Rodríguez Zapatero de no haber hecho honor a sus compromisos con respecto al cumplimiento de las previsiones del Estatut, a la vez que se abomina de éste por su carácter inconstitucional.
Digámoslo con claridad: si de lo que se trata es de corregir el modelo de financiación autonómica dentro del marco constitucional, entonces no cabe ni la bilateralidad, ni la desigualdad. El modelo —que hay que discutirlo porque el que se aprobó en 2001 era defectuoso y no previó la realidad demográfica cambiante que, como fruto de la inmigración, ha experimentado España— debe atender, por ello, a los siguientes principios:
Más concretamente, se debe corregir la metodología que se sigue en el cálculo del «cupo» del País Vasco y de la «aportación» de Navarra para que refleje los costes reales de las competencias que ejerce el Estado y que no han sido transferidas a esas Comunidades Autónomas. Tal corrección tiene que incidir en tres elementos:
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La financiación autonómica
La importancia del dilema de la financiación autonómica es difícil de exagerar. De él depende la existencia misma de España como Estado unitario y como mercado nacional, con las ventajas que la dimensión otorga a la actividad económica. Y depende también la configuración de la oferta de los servicios públicos esenciales —pues, no se olvide, éstos son competencia de las Administraciones regionales—, tanto en cantidad como en calidad. Una oferta sobre la que, a su vez, gravita la plasmación real de la igualdad entre los ciudadanos, su posibilidad de ver preservada su salud sin discriminación alguna, de acceder a todos los niveles de la educación —desde la preescolar hasta la universitaria—, de ser atendidos solidariamente en caso de necesidad o de minusvalía, y de encontrar resueltos múltiples problemas cotidianos que, en la compleja sociedad en la que vivimos, requieren soluciones en las que necesariamente, sea por la vía de la regulación, sea a través de la intervención, han de participar los poderes públicos.El modelo de financiación autonómica, basado en la multilateralidad y en la solidaridad, ha sido cuestionado a raíz de la aprobación del Estatuto de Cataluña y, posteriormente, de los Estatutos de otras Comunidades Autónomas en los que se han introducido normas reguladoras, generalmente contradictorias entre sí, que invaden el terreno competencial del Estado, a quien la Constitución otorga la potestad de legislar al respecto.
Y lo que está en discusión no son sólo los recursos de que pueda disponer tal o cual gobierno regional, sino algo mucho más importante como es el reconocimiento fáctico de una singularidad que apela a la soberanía para determinados territorios. Lo que desde el gobierno autonómico catalán se plantea, entonces, en este debate, no es otra cosa que un estatus de independencia. Por tal motivo, si se atendiera su pretensión y se establecieran negociaciones bilaterales entre los gobiernos de Cataluña y España para la financiación autonómica, se daría un paso decisivo hacia la fragmentación del Estado.
Un elemento novedoso que debe ser tenido en cuenta en todo esto es que, dentro de la arena política, las posiciones soberanistas se han trasladado desde su feudo tradicional —los partidos nacionalistas— hacia las formaciones de ámbito estatal, que han encontrado en ellas la coartada necesaria para justificar unas políticas populistas que, de momento, han tenido un buen rendimiento electoral. Ocurrió así, en la pasada legislatura, con el Partido Socialista; y, en este momento, sigue sus pasos el Partido Popular que, en concreto, en Cataluña, ha acabado enmarañándose en un guirigay de declaraciones confusas en las que se acusa al Gobierno de Rodríguez Zapatero de no haber hecho honor a sus compromisos con respecto al cumplimiento de las previsiones del Estatut, a la vez que se abomina de éste por su carácter inconstitucional.
Digámoslo con claridad: si de lo que se trata es de corregir el modelo de financiación autonómica dentro del marco constitucional, entonces no cabe ni la bilateralidad, ni la desigualdad. El modelo —que hay que discutirlo porque el que se aprobó en 2001 era defectuoso y no previó la realidad demográfica cambiante que, como fruto de la inmigración, ha experimentado España— debe atender, por ello, a los siguientes principios:
- Autonomía, de manera que los gobiernos regionales tengan margen para el desarrollo de sus propios programas políticos, pues son los ciudadanos de cada Comunidad, y no el Estado, los que deben pronunciarse acerca de su idoneidad a través de los procesos electorales.
- Suficiencia para que las Comunidades Autónomas cuenten con los recursos que se requieren para el ejercicio de sus competencias. Y no se trata de que éstas se desenvuelvan en unos niveles mínimos —como, por cierto, se pretende desde Cataluña para limitar económicamente la solidaridad— sino en unos suficientemente amplios para que las cotas del bienestar individual y colectivo de los españoles, en lo que dependen de los servicios públicos, sean similares entre sí con independencia de su lugar de residencia.
- Solidaridad, porque, en efecto, la solidaridad es un requisito imprescindible para lograr la suficiencia de los ingresos públicos regionales y la igualdad de los ciudadanos. La solidaridad —que, no se olvide, no nace del altruismo individual, sino del mandato constitucional— implica que, en las regiones más ricas, se generen y recauden parte de los recursos que han de destinarse a la financiación de las regiones más pobres. Ello no debe causar inquietud a los residentes de las Comunidades de mayor nivel de renta, pues es por medio de la solidaridad establecida como se agranda el mercado nacional y se amplían los horizontes a su producción. Dicho de otro modo, sin la solidaridad el mercado que abastecen las empresas localizadas en las regiones ricas se empequeñecería; y, si ello fuera así, sus posibilidades de crear riqueza serían menores, con lo que se empobrecería a sus habitantes. Para los ciudadanos de las regiones más desarrolladas, la solidaridad es así una garantía de su prosperidad; y para los de las menos avanzadas, de su bienestar.
- ·Corresponsabilidad fiscal para que sean los gobiernos que toman decisiones de gasto los que asuman también, ante los ciudadanos, la responsabilidad de establecer los ingresos fiscales. El sistema de financiación autonómico se ha de basar, por ello, en la transferencia a las Comunidades Autónomas de un paquete fiscal mayor que el actual —y, en esto, las pretensiones catalanas no son una mala propuesta—, de modo que alrededor de un 90 por 100 de sus necesidades esté cubierta por él.
Más concretamente, se debe corregir la metodología que se sigue en el cálculo del «cupo» del País Vasco y de la «aportación» de Navarra para que refleje los costes reales de las competencias que ejerce el Estado y que no han sido transferidas a esas Comunidades Autónomas. Tal corrección tiene que incidir en tres elementos:
- Primero, en la actualización de los índices de imputación que se emplean para atribuir a ambas regiones el valor que les corresponde de las cargas del Estado.
- Segundo, en la supresión del concepto de déficit por el que, en los dos casos, se reduce de manera exagerada su contribución a la caja común al utilizarse datos falsificados. Más concretamente, desde que, gobernando el Partido Popular, en 1997 se negoció el cupo vasco, la ley correspondiente reproduce unas cifras irreales que tienen la virtud de restar entre 2.000 y 2.800 millones de euros a la cantidad que la región paga al Estado. Y en Navarra ocurre otro tanto.
- Y tercero, en el empleo de datos realistas para el cálculo de las compensaciones por el IVA que reducen también el «cupo» y la «aportación». Unas compensaciones que, según un reciente trabajo elaborado por la Junta de Castilla y León, están sobrevaloradas, como promedio anual, en casi un 125 por 100 (ver pdf "Cálculo Cupo Vasco").
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1 comentario:
Sensatísimo Profesor Buesa
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