miércoles, 25 de febrero de 2009

CRÍMENES Y CASTIGOS.








Crímenes en una sociedad del desarraigo, de José Antonio García Andrade en El Mundo


El autor analiza los condicionantes que están favoreciendo el aumento de delitos en nuestra sociedad. Cree que es un retroceso pedir la instauración de la cadena perpetua o incluso la pena de muerte

El aumento de la criminalidad en estos últimos tiempos nos lleva a estudiar sus causas. Hay varios hechos, que intervienen directamente en el desarrollo de la personalidad del individuo, que debemos conocer para, así, tratar de frenar este incremento de crímenes.Y no responden, únicamente, a la mal llamada violencia de género.

Lo doméstico tiene una enorme importancia en la evolución de la personalidad, en la que se arraigan raíces profundas de afectividad, emotividad, aprendizaje y conocimiento de valores sociales, éticos, familiares, sexuales y creencias. Estas raíces, de forma compleja y global, son las que acaban conformando la personalidad. Pero en determinados supuestos, existen sujetos que se arrancan esas raíces, dando lugar al desarraigo, síndrome de gran interés en el estudio de la criminalidad.

El hombre desarraigado sufre un claro vacío, que en muchos casos trata de rellenar con la violencia compensadora de ese cuadro cuajado de ansiedad, tristeza, melancolía de sus antiguas raíces, distorsión de los valores y de las normas en clara oposición social, suspicacia, desconfianza y recelo, que le impiden o dificultan establecer relaciones armónicas con los otros, con un ego invasivo y destructor. Existen circunstancias que favorecen la aparición y el desarrollo del desarraigo, circunstancias a las que se debe prestar atención especial en la profilaxis del crimen, al que se puede llegar, dado el alto grado de la agresividad que genera el desarraigo.

La humillación, el paro, la inmigración y la ruptura de la pareja son las principales causas en la génesis del desarraigo, ya que una de las armas más importantes con las que se puede agredir a una persona es la humillación -lo que muchas veces pasa desapercibido en el estudio del delito-. Con la humillación se hiere profundamente la autovaloración narcisista, sobre todo en las agresiones sexuales y en los delitos de cuello blanco, en los que el estafador está en permanente ambivalencia con el padre -con el que no ha conseguido identificarse- y se siente a la vez humillado por una madre ausente.

Por otra parte, el paro genera una situación de inestabilidad permanente, con un futuro -que el padre o la madre proyecta a sus hijos- amenazante, arrancando las raíces de las normas y valores sociales, que ya no le valen e, incluso que le desamparan, dando lugar en algunos casos a la génesis del crimen.

En la valoración de la inmigración debe tenerse en cuenta un concepto amplio, no sólo imputable a los sin papeles, sino incluso al hombre rural cuando abandona el pueblo y va a las grandes urbes en busca de nuevos horizontes y posibilidades y no logra raíces nuevas que sustituyan a las enterradas en el campo. El fracaso es tan importante que impide la formación de los dos pilares que sustentan al hombre: el amor y el trabajo creador.

La ruptura de la pareja es tan trascendente que incluso ha dado lugar a etiquetar al crimen pasional, al crimen doméstico, como violencia de género, agresión de evidente aumento en estos últimos tiempos, en los que diariamente los medios de comunicación nos informan de nuevos crímenes de pareja -no siempre de la mujer y no siempre, por supuesto, machista-.

En ocasiones, resulta difícil establecer el diagnóstico diferencial entre el desarraigo y el suicidio ampliado, ya que éste se da en circunstancias de profundas depresiones, que pueden llegar a convertir el crimen en un acto -sorprendentemente- por amor, debido a que el depresivo sin horizonte perceptivo no puede dejar a aquellos a quienes ama en este mundo tan cruel, por lo que les mata y posteriormente pone fin a su vida.

El desarraigo es un síndrome más de los trastornos adaptativos que alteran significativamente síntomas comportamentales como respuesta a un estresante psicosocial identificable, a través del cual podemos entender por qué la violencia doméstica se produce en nuestro entorno entre parejas de inmigrantes.

Estas, de hecho, llegan a alcanzar cerca de la mitad del total de estos homicidios que se producen en nuestro país, al autoalimentar sus celos humillados por el poder que ejerce la infidelidad de la cama, y sin la protección de las raíces arrancadas de sus antiguos valores.

Todo ello debe alertar a nuestra sociedad del interés del desarraigo y, sobre todo, de su tratamiento, para así poner coto a esta oleada del crimen. Conviene recordar el poder contagioso de la violencia a la manera de una epidemia, en algunos casos potenciada por el consumo previo del alcohol y las drogas, por lo que no surten efecto las órdenes de alejamiento, lo que da lugar a un crimen anunciado. Sin embargo, estas órdenes de alejamiento no deben suprimirse, claro está; lo que hay que hacer es mejorarlas, imponiendo al acosador un tratamiento global que atenúe la violencia y que tenga en cuenta también a la víctima.

Todo lo anterior se ve coloreado y ampliado por la pertenencia a un grupo. En la actualidad, son más numerosos los crímenes cometidos por varias personas que los cometidos por una sola persona. De alguna forma, esto lo estamos viendo estos días con el homicidio de la joven Marta del Castillo en Sevilla. Este crimen nos habla de varios aspectos, que resultan de extraordinario interés tener en cuenta.

Miguel, el presunto asesino de Marta, tiene 20 años. Es huérfano de madre, habiendo manifestado varias versiones sobre su padre, que le abandonó o murió en accidente de tráfico, circunstancias que favorecen el desarraigo, arrancándose las raíces familiares tan importantes en el desarrollo de la personalidad. Por ello, el joven se ampara en el grupo, el mismo grupo que le ayudó en la comisión de los hechos y en la ocultación del cuerpo de la víctima, ocultación que no podría haber realizado en solitario y de tanto interés criminológico, puesto que el muerto siempre nos hablará no sólo de la motivación del asesinato, sino también de la dinámica del crimen: del cómo, del cuándo y del dónde, lo que en cierta medida nos dibujará el quién y su perfil homicida.Así, posteriormente se podrá valorar su capacidad de culpa, pero huyendo de la movilización de masas, lo que está politizando el crimen, utilizando sentimientos profundos de repulsa solidarios, olvidando que no se debe legislar a golpe de crimen.

El grupo tiende a cohesionarse a través de valores que ordena el líder, en general psicopático, a pesar de que los componentes del mismo desconozcan las auténticas motivaciones de los actos, sobre todo por la acción que sobre la violencia se ve favorecido por el anonimato y el desarraigo, lo que favorece la aparición de signos que van a dar mayor fuerza al grupo, que sólo actúa en tanto se identifican como pertenecientes al grupo, apareciendo esas bandas de enfrentamiento y rivalidad contra otras pandillas.

Es inquietante que, a raíz de este terrible episodio, se vuelvan a oír voces en favor de la pena de muerte y de la cadena perpetua, con olvido de la posibilidad de la reinserción social y de lo que supone la esperanza en la vida humana. La sociedad no puede disponer de la vida de nadie, y menos con el tufillo de la justicia, lo que no es más que un acto de venganza. Otra cosa es proteger a la sociedad de determinados sujetos desarraigados, utilizando métodos adecuados de la protección, no imponiendo el «dejad toda esperanza» de los infiernos de Dante.

En la actualidad existen métodos científicos para valorar la peligrosidad de los delincuentes que pueden aplicarse con independencia del rencor más o menos oculto, y por supuesto de forma profesionalizada.Es sorprendente cómo cambian los criterios sociales y jurídicos sobre delincuentes. Así, estamos viendo hoy a la gente solicitar la pena de muerte y la condena a cadena perpetua, lo que se corresponde en cierto modo con un retorno a la Ley de Vagos y Maleantes, cuya abolición se interpretó como un éxito de la democracia, ley que había tenido su origen en 1933 -ya en la República-, como método idóneo para combatir el crimen de la época, lo que dio lugar a no pocos abusos de la justicia.

Sin duda, el crimen está en la naturaleza humana y, posiblemente, todos seamos delincuentes en potencia. Ello nos hace volver a Concepción Arenal con su: «Odia al delito y compadece al delincuente».

José Antonio García Andrade es médico forense.
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TAL VEZ NO SEA MALA IDEA LEER LOS DOS.

LA JUSTIFICACION DEL CASTIGO

En la editorial de El Mundo (1 Junio 2000) se lee que la nueva ley del Menor prevé que las conductas muy graves tienen, como castigo máximo, cinco años de internamiento que deberán ser de carácter educativo y reinsertador. También se dice que las dos jóvenes gaditanas (que apuñalaron a Clara García) han cometido un crimen terrible que no puede ser castigado con una pena tan leve. Estoy de acuerdo con la línea argumental básica de la editorial pero quiero añadir algunos comentarios.

Primera.

Los conceptos ‘niño-a’ o ‘joven’ no son conceptos científicos, aunque no abordaré aquí los complejos problemas que plantea el término ‘ciencia’ desde la perspectiva de la Filosofía de la Ciencia. Hablando en términos generales, en la medida en que las circunstancias económico-sociales de una sociedad mejoran, la niñez se alarga. Lo contrario suele suceder cuando las circunstancias económico-sociales son desfavorables. Hemos podido ver, por televisión, terribles imágenes de niños (que probablemente tendrían entre seis y diez años) trabajando duramente cuando el lugar adecuado sería la escuela. Por tanto, cuando nos enfrentamos a la conceptuación de un ser humano como ‘niño-a’ o ‘joven’ no deberíamos apelar a la autoridad de la ciencia sino a condiciones, no sólo económico-sociales sino también políticas y morales. En mi opinión, esto es así porque puede suceder que exista una similitud de condiciones económico-sociales entre dos sociedades y, sin embargo, tener diferentes concepciones de ‘niño-a’ o ‘joven’. Esto quiere decir que debemos huir de simplificadores economicismos (tan criticados, por Marx, entre otros, aunque muchos progres de salón no parecen enterarse) y afrontar la complejidad que representa la formación, modificación o extinción de conceptos o concepciones.

Segunda.

Como es sabido, hay dos grandes concepciones de la pena. El utilitarismo defiende que una pena ( las jóvenes gaditanas no sufrirían una pena porque no tendrían responsabilidad penal) está justificada si es eficaz para prevenir futuros delitos, si previene estos males de la manera menos gravosa posible y si las consecuencias desagradables de aplicar la pena son menores que las consecuencias desagradables que se producirían de no aplicarse. Dicho de una manera más simplificada y espero que no distorsionadora, el utilitarismo cree que la pena está justificada, exclusivamente, en función de las consecuencias favorables para el destinatario, la sociedad o ambos. Ahora bien, no está claro qué consecuencias deban considerarse ‘consecuencias favorables’. Resumiendo, los propios utilitaristas enfatizan: o bien la capacidad de prevención que el castigo tenga, la capacidad de rehabilitación de quien sufre el castigo y, por último, la incapacitación, garantizadora de que no se realizarán más delitos por parte del mismo sujeto.

Tercera.

El retribucionismo, que es la otra concepción, tiene (dicho simplificadamente) un aspecto negativo y otro positivo. El aspecto negativo es que resulta dudoso que de la suma de dos males (el delito y la pena) pueda resultar un bien. Así pues, una idea central del retribucionismo sería que el autor de una ofensa merece sufrir un castigo y que esto es moralmente bueno. El aspecto positivo es que rechaza la penalidad de acciones no voluntarias o exige penalidad más grave para acciones más graves, siguiendo la idea de proporcionalidad, entre otras cosas. Reservaré otra de sus ventajas, ‘la negativa a castigar a los no culpables’, al siguiente apartado.

Cuarta.

Una importante dimensión filosófica del utilitarismo, en este problema de la justificación del castigo, es que la pena se justifica moralmente si promueve la felicidad general. Es decir, si la pena consigue que, en el futuro, se cometan menos delitos. Sin embargo, esto plantea un serio problema. El utilitarismo no se preocupa por lo que haya sucedido en el pasado, la comisión de un delito, sino exclusivamente en lo que pueda pasar en el futuro, el aumento o disminución de la felicidad general. De ahí que para el retibucionismo sea una incoherencia (además de una injusticia) el castigar a un inocente pero no para el utilitarismo. Si el utilitarismo se preocupa exclusivamente por los efectos futuros de la pena (y no por lo que ha sucedido en el pasado, es decir, la comisión de un delito) puede ser perfectamente coherente ( y puede ser justo) castigar a un inocente. ¿Cuándo? Cuando las consecuencias futuras derivadas de castigar a un inocente sean más favorables socialmente o produzcan más felicidad general, que hacer lo contrario. El que los utilitaristas (o los seguidores de Bentham) no acepten, en general, la condena de un inocente quiere decir, en mi opinión, que adoptan (en este aspecto) una posición retribucionista.

Una de las habituales respuestas de los utilitaristas es que no puede ser socialmente favorable castigar a un inocente. Sin embargo, en el caso de que un utilitarista así lo crea, será debido a que las consecuencias desfavorables (de castigar a un inocente) son mayores que las consecuencias favorables. Una pregunta pertinente es si esta respuesta es una justificación adecuada o no. Es decir, ¿no debemos castigar a los inocentes porque es injusto, o porque produce más consecuencias desfavorables que favorables? Llegados a este punto, alguien podría decir que la justicia no es más que el conjunto de consecuencias favorables que una determinada acción produzca. Es dudoso que esto sea así, pero en cualquier caso, dado que las consecuencias de las acciones son potencialmente infinitas, ¿dónde cortaremos la cadena de consecuencias? ¿Cuando el corte produzca las mejores consecuencias? ¿Cómo lo sabemos? ¿Qué consecuencias, cuantitativas o cualitativas? ¿Cómo se produciría la comparación? No creo que sea necesario desarrollar los matices diferenciales entre el utilitarismo del acto y de las reglas para ver que el problema de la justificación del castigo y la teoría justificatoria que deberíamos adoptar, no es algo fácil ni obvio.

Comentario final.

Sin pretender prejuzgar este caso concreto sino como comentario general a un problema complejo, quisiera repetir las palabras de uno de los grandes juristas de este siglo, H.L.A. Hart, ‘Hacen falta sanciones, por tanto, no como motivo normal para la obediencia, sino como una garantía de que aquellos que obedecen voluntariamente no serán sacrificados a quienes no lo hacen. Si no hubiera tal organización, obedecer sería arriesgarse a tener la peor parte. Dado este peligro, lo que la razón reclama es cooperación voluntaria dentro de un sistema coercitivo.’

Sebastián Urbina Tortella.

1 Junio 2000.

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