O sea, que Rubalcaba se nos ha trasmutado en Alfredo Pérez Ibarretxe. Porque su argumento, no sólo su lenguaje de España versus Cataluña, es el de Ibarretxe y el de todos los nacionalismos independentistas. El argumento de que es el Parlamento de Cataluña, o del País Vasco, el que decide. El que tiene la soberanía. Y ya sé que Rubalcaba es químico y no jurista o politólogo. Pero, como demócrata, está obligado a conocer el concepto de soberanía. No digamos como ministro del Gobierno de España.
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¿CIUDADANÍA O POPULACHO?
Pues sí. Nada de extraño. Los socialistas y los nacionalistas son primos hermanos. No son gente de fiar. Pero la madurez política de los ciudadanos españoles no lo entiende así.
Recordemos que el partido socialista y los nacionalistas catalanes protagonizaron la revolución de 1934, violando flagrantemente la legalidad republicana.
Ahora, el partido socialista y los nacionalistas catalanes vuelven a poner a España en una situación muy difícil, económica y políticamente. Estamos a punto de violar la Constitución en una cuestión esencial, aceptando una Confederación. Cataluña tratará a España de tú a tú. Como dos estados soberanos.
Esta traición quedará impune si los ciudadanos (y las instituciones supuestamente independientes) siguen mirando al tendido o prefieren no enterarse. Será que nos lo merecemos. Y no es que Rajoy tenga lo que hay que tener. Pero al menos está (oficialmente al menos) en contra del Estatut. Anticonstitucional a todos luces.
O sea ¿ciudadanía o populacho?
Sebastián Urbina.
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¿NOS MERECEMOS LOS ESPAÑOLES A RUBALCABA?
Al parecer los españoles no nos merecemos un Gobierno que mienta, pero sí, en cambio, un ministro del Interior que nos tome por idiotas. No otra conclusión se desprende de las declaraciones que acaba de cometer Pérez Rubalcaba a propósito de las inmarcesibles virtudes celestiales del Estatut. "Lo que España no puede hacer es negar la decisión del Parlamento elegido por los catalanes", acaba de barruntar ese ilustre coladero de etarras con balcones a la calle. Efectivamente, Rubalcaba lleva ahí más razón que un santo de palo: España no va a contradecir la voluntad del Parlamento doméstico de los catalanes en materia tan sensible. Y no lo va a hacer por la muy clamorosa evidencia de que ya lo ha hecho.
¿O acaso el Estatut redactado, votado y aprobado por el Congreso de los Diputados resulta ser el mismo texto que en su día se le remitió desde Barcelona para su discusión? ¿Tal vez ya no recuerda Rubalcaba que incluso el PSC, en un memorable ejercicio de esquizofrenia política, promovió en las Cortes nada menos que sesenta y dos enmiendas, ¡sesenta y dos!, al enunciado original que ellos mismos habían elaborado en el hemiciclo del Parque de la Ciudadela? ¿O por ventura nunca acusó recibo de cómo galleaba a cuenta del afeitado final en Madrid el propio presidente de la Comisión Constitucional ? "[El Estatut] lo cepillamos como carpinteros dentro de la Comisión", fanfarroneó por aquel entonces ese triste remedo de Lerroux que responde por Alfonso Guerra. Y por si todo ello aún fuese poco, ¿qué tendría que ver la solemne voluntad del Parlamento catalán con aquel alevoso chalaneo nocturno entre Artur Mas y Zetapé en La Moncloa, el que finalmente desatascó a espaldas de Congreso y Senado ese albañal jurídico?
En fin, se ve que Rubalcaba, a falta de empresa mejor donde ocupar su ocio, ha dado en abrazar la doctrina constitucional alumbrada por el ilustre jurisconsulto José Montilla. La que pretende intocable el Estatut por constituir un "pacto político" entre Cataluña y España. Irrelevante fruslería que, entre otras nimiedades, supone otorgar a esa ley la consideración de tratado internacional concertado entre dos Estados independientes y soberanos, integrantes ambos de una confederación entre iguales denominada (provisionalmente) España... Y Aranalde, de txiquitos. (José Garcia Domínguez/LD)
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