lunes, 16 de noviembre de 2009

LA ENFERMEDAD IDENTITARIA.


Lunes , 16-11-09
COROLARIO de ese devenir extramuros de la gramática constitucional del catalanismo político, estos días se glosan con estupefaciente naturalidad en la prensa oficiosa las presiones sobre Maria Emilia Casas con tal de forzarla a prevaricar en el veredicto del Estatut. «Casas tiene el plácet del Gobierno para hacer un último intento de aprobar una sentencia interpretativa, sin anulación de artículos importantes», acaba de revelarnos un diario local desde la más aséptica indiferencia.

Así, con el mismo cinismo que se presume el carácter indigno, el espíritu lacayo y el proceder delictivo de la suprema autoridad jurisdiccional del Estado, se augura que la resolución quedará postergada hasta después de las elecciones domésticas si la presidenta del TC no logra «desbloquear» la situación a favor del Ejecutivo y los micronacionalistas. A tal extremo llega el desprecio por la independencia presunta del Tribunal y la persona que lo representa.
Un menoscabo que se hace extensivo a la capacidad intelectiva del público en general. De ahí el etiquetaje canónico que presume «progresistas» a los magistrados proclives a resucitar pretendidos derechos medievales, y rancios «conservadores» a los que apoyan sus argumentos en el concepto de soberanía emanado de la Revolución francesa.

La transmutación de cuatro provincias en nación; la consiguiente atribución al «nasciturus» del oropel y la liturgia institucional «ad hoc»; la fantasmagórica apelación al pueblo catalán en tanto que peregrino sujeto de la soberanía; unos arcanos derechos atávicos que nadie acierta a precisar; esa cantinflesca financiación específica aunque genérica, diferenciada pero común y particular si bien ordinaria; la jubilosa usurpación pedánea de prerrogativas estatales; la fulminante expulsión sin contemplaciones del Defensor del Pueblo allende el Ebro; la definitiva proscripción del bilingüismo teórico que aún regía en el papel mojado de las leyes; la flamante bilateralidad, en fin, como principio rector de toda esa ficción confederal; he ahí, por lo visto, el genuino contenido material, la plasmación empírica del concepto del progreso que soñaran de Montesquieu a Condorcet y de Voltaire a Kant.

El mismo progresismo cuya guinda doctrinal pondría el presidente de la Generalidad con una solemne cogitación más propia de Hugo Chávez Frías que de Churchill: «El Estatut es un pacto político. Y los pactos políticos no los pueden tumbar los tribunales», barrunta nuestro estadista. Desconcertante, por cierto, ese paralelismo entre la tropa que hoy dirige Cataluña y aquella recua de iluminados que igual la empujó a la huida de la realidad hace ochenta años. Así Macià, retratado en estos términos por Amadeu Hurtado, el letrado que representaría al Gobierno autonómico en el contencioso jurisdiccional que dio lugar a la asonada de 1934: «No sabía nada de nada y daba miedo escucharle hablar de los problemas de gobierno porque no tenía ni la más elemental noción; pero el arte de hacer agitación y de amenazar hasta el límite justo para poder retroceder a tiempo, lo conocía tan bien como Cambó». Seguimos donde solíamos, pues: al borde del precipicio. (José García Domínguez/ABC)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cualquiera que tenga una mínima idea de Derecho sabe que el Estatuto es inconstitucional.

Lo único que nos queda por saber es si el Tribunal Constitucional tendrá la honestidad necesaria para decirlo en una sentencia, o si volverá a hacer otra faena como la de Rumasa