Miércoles , 11-11-09 (ABC)
El mundo jurídico y, especialmente, la Abogacía, se encuentra en un estado de «alarma constitucional» como consecuencia de la decisión de un Magistrado de la Audiencia Nacional de intervenir todas las comunicaciones que pudieran producirse entre unas personas imputadas y detenidas y sus abogados defensores, con la sola justificación de que, en las actividades supuestamente delictivas de los imputados, «pudieran haber intervenido letrados».
Esta resolución judicial supone una gravísima intromisión en dos derechos fundamentales: el derecho a la intimidad personal y el derecho a la defensa de los detenidos quebrantándose, en este último supuesto, el secreto profesional y la relación de confidencialidad entre el abogado y su cliente.
Esta resolución judicial supone una gravísima intromisión en dos derechos fundamentales: el derecho a la intimidad personal y el derecho a la defensa de los detenidos quebrantándose, en este último supuesto, el secreto profesional y la relación de confidencialidad entre el abogado y su cliente.
Siendo indiscutido que esta decisión afecta seriamente a derechos fundamentales, corresponde razonar si es o no legítima en un Estado de Derecho y, consecuentemente, si está o no justificada la «alarma constitucional» creada. La intromisión en el derecho de intimidad personal, en general, ha sido (y es) una de las asignaturas pendientes de nuestro legislador. La regulación de las intervenciones telefónicas, telemáticas, etc., es deficiente, incompleta y carente de la necesaria seguridad jurídica, hasta el punto que han tenido que ser el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional los que, supliendo la desidia del Parlamento, han enumerado los requisitos que debe reunir la autorización judicial para que sea válida. Sin embargo, en muchas ocasiones (demasiadas, para un Estado democrático) no se cumplen estos condicionantes dando lugar a órdenes de intervención sin los necesarios indicios; sin el control y la seguridad precisa; sin proporcionalidad y sin determinar, con claridad, sus límites; intromisiones ilegítimas que van prorrogándose en el tiempo de forma casi automática.
El procedimiento es muy similar en los casos en que esta agresión se ha producido: informe policial que nadie coteja ni comprueba y que expresa meras «sospechas», claramente insuficientes para justificar tan grave decisión, y -lo que es peor- valoraciones jurídicas a cargo de quien carece de formación para ello; propuesta de intervención telefónica y/o telemática; aceptación inmediata y casi automática de la propuesta por el órgano instructor; falta de control adecuado y pasividad -cuando no, colaboración- del Ministerio Fiscal.
España ha sido condenada varias veces por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo por vulnerar la intimidad de los ciudadanos mediante estos procedimientos (alguna de estas condenas existentes fueron provocadas por el mismo Magistrado cuya decisión ha motivado la actual reacción de la Abogacía). Pues bien, ni las condenas de Estrasburgo, ni las advertencias de nuestro Tribunal Constitucional han movido al legislador a elaborar una norma que regule los supuestos en los que se puede ordenar, con respeto de los derechos y libertades fundamentales, tan excepcional medida de investigación.
España ha sido condenada varias veces por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo por vulnerar la intimidad de los ciudadanos mediante estos procedimientos (alguna de estas condenas existentes fueron provocadas por el mismo Magistrado cuya decisión ha motivado la actual reacción de la Abogacía). Pues bien, ni las condenas de Estrasburgo, ni las advertencias de nuestro Tribunal Constitucional han movido al legislador a elaborar una norma que regule los supuestos en los que se puede ordenar, con respeto de los derechos y libertades fundamentales, tan excepcional medida de investigación.
Es fácil entender lo «útil» que es, para la eficacia del «ius puniendi» del Estado, la utilización de estos instrumentos tecnológicos, cada vez más sofisticados e incontrolables (es la eterna lucha entre la seguridad y las libertades), pero un Estado democrático y social de Derecho no puede permitirse el lujo de, en aras de una supuesta eficacia policial, sacrificar las más sagradas e intangibles libertades. El Estado moderno tiene suficientes procedimientos y medios de investigación para perseguir el delito, sin tener que acudir a vías que yo calificaría como verdaderas «torturas de derechos». Lo anterior se agrava, hasta límites inaceptables, cuando la intromisión en el derecho a la intimidad se «complementa» con una vulneración directa del derecho a la defensa ordenándose, no ya que se intervengan las comunicaciones personales del sospechoso, sino que dicha intervención se extienda a las que mantenga con su abogado defensor.
Aquí ya no cabe discusión posible sobre la legitimidad o ilegitimidad de la medida: es indiscutiblemente ilegítima. Nuestro legislador, ante la certeza de que algunos abogados de miembros integrantes de bandas terroristas llevaban a cabo funciones que excedían del estricto ámbito profesional, permitió -con carácter restrictivo y extraordinario- que se pudieran intervenir las conversaciones con sus clientes, previa autorización judicial y sólo en relación con delitos de terrorismo; la interpretación perversa e interesada de esta norma pretende sostener que basta la autorización judicial (aunque no se trate de delitos de terrorismo) para quebrantar el derecho de defensa destruyendo, de esta manera, el último bastión de resistencia de las libertades constitucionales. No nos engañemos, sin derecho a la defensa no existe ninguna otra libertad, salvo que éstas se entiendan (y algunos así lo hacen) como graciosas concesiones del Poder, que las otorga o suprime con arreglo a conveniencias políticas del momento o a las finalidades, de cualquier orden, que se persigan.
Las intervenciones así ordenadas, no sólo no cumplen los más elementales requisitos para considerarlas «legítimas» sino que, mucho más allá, dejan a los imputados indefensos y ello, además de ser constitucionalmente inaceptable, supone un malicioso «engaño» al que no puede prestarse un Estado de Derecho; el imputado cree que está hablando con su abogado cuando, en realidad, en base a una mera «sospecha» policial (mediante el manido y grosero recurso de «criminalizar» al letrado), está manteniendo una «conversación entre sospechosos», intervenida por la policía, sin justificación, razonamiento, ni control alguno, gracias a una autorización judicial radicalmente nula.
Si existen indicios de criminalidad suficientes contra un abogado, debe ser imputado (y notificado), sin permitir, en ningún momento, que lleve a cabo actuaciones de defensa de otros imputados para las que, además, en muchos casos, sería incompatible por poder existir un conflicto de intereses. Lo que un Estado libre jamás puede permitir es que la violación del principio de confidencialidad abogado-cliente se transforme en una vía para llevar a cabo investigaciones que, sin la vulneración de estas libertades, serían más trabajosas (¿acabarán poniendo micrófonos en los confesionarios?).
Si existen indicios de criminalidad suficientes contra un abogado, debe ser imputado (y notificado), sin permitir, en ningún momento, que lleve a cabo actuaciones de defensa de otros imputados para las que, además, en muchos casos, sería incompatible por poder existir un conflicto de intereses. Lo que un Estado libre jamás puede permitir es que la violación del principio de confidencialidad abogado-cliente se transforme en una vía para llevar a cabo investigaciones que, sin la vulneración de estas libertades, serían más trabajosas (¿acabarán poniendo micrófonos en los confesionarios?).
Es humanamente comprensible que, cuando mentalidades poco sensibles a los principios democráticos ejercen el poder, se pretenda justificar el sacrificio de las libertades en aras de una supuesta eficacia en la persecución del delito pero, democráticamente hablando, es inaceptable; aberrante; una verdadera patología moral y jurídica que debe ser definitivamente extirpada de la conducta de nuestros poderes públicos. Esta insensibilidad que permite la intromisión del Estado en los más recónditos ámbitos del individuo y en el angular derecho de defensa produjo, en los años 40, en los Estados Unidos, una situación tal de corrupción policial (apareciendo verdaderos «clubes de chantaje») que se tardaron años en extirpar un cáncer que amenazaba a la propia subsistencia de una sociedad libre.
Llevar los intereses proteccionistas del Estado hasta estos extremos nos conduce, inexorablemente, a la degeneración del sistema y, a la postre, a un Estado represor cuya sombra empieza ya a dibujarse en el horizonte.
Conductas como la que aquí se reprueba no sólo son incompatibles con nuestro sistema político sino que llevan a un resultado contrario al supuestamente perseguido, es decir, provocan la impunidad de actuaciones delictivas en base a la nulidad de las hipotéticas pruebas así obtenidas (cui prodest?). Debemos aplaudir la reacción de la Abogacía española y europea ante tan brutal agresión a nuestra Constitución y recordar que los abogados hemos sido siempre, en toda época, los últimos bastiones de defensa de las libertades y derechos democráticos y por ello seremos siempre objetivo de los que pretenden llevarnos a un Estado policial.
No es una cuestión gremialista ni defendemos un negocio; hablamos de la protección de las libertades y derechos que son la columna vertebral de nuestra democracia.
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