Viernes , 13-11-09
¿A quién debemos finalmente la gracia de tener en suelo patrio y a disposición de la Justicia a los dos piratas somalíes que participaron en el secuestro del pesquero «Alakrana»? Probablemente al Gobierno. Ya, bien, pero ¿a qué parte del Gobierno? ¿al ministro de Justicia? ¿a la vicepresidenta? ¿al bedel del edificio del Consejo?
La Audiencia Nacional ha decidido sacudirse de encima un muerto que asegura que no es suyo. Hasta ahora, todas las miradas se dirigían al juez Garzón, perejil de todas las salsas y madre de todas las batallas, pero parece que no fue, esta vez, su probada ansia de protagonismo la que desencadenó el largo viaje de los dos criminales a Madrid. Ya sé que es raro, pero parece ser así: será mejor hacer cargar al juez con lo que le corresponde, que es bastante, y no atribuirle la muerte de Manolete, cosa atribuible a Islero, aunque a estas alturas yo ya no esté muy seguro.
El Abogado del Estado tomó la iniciativa, el fiscal sonrió y el juez se abrió de capa. Garzón procedió probablemente, de la única manera posible, asumiendo la incoación del procedimiento estimulado desde el Gobierno. No sabemos si hubo conversaciones previas del Gobierno y Garzón, pero atendiendo a los hechos queda claro -especialmente por la hora en la que se desarrolla el papeleo- que el abogado había sido debidamente instado a considerar delito en territorio español el secuestro de un barco en el Índico y, por lo tanto, objeto penal, o como se diga, a sus autores.
El lío, por supuesto, era previsible, pero a los instigadores del desaguisado les daba igual: el Gobierno de España va a mostrar una decisión y una dureza envidiables y manejará la baza de dos secuestradores detenidos como argumento de hipotética negociación. ¿Qué otra cosa se podría haber hecho? Enviarlos a Kenia o haberles considerado insurgentes y, por tanto, autores de un acto de guerra y retenerles prisioneros en la misma fragata mediante la que se les detuvo. Pero no se hizo, y ahora, entre tanto se debate la autoridad en cómo no hacer justicia, se empantana el proceso y no se vislumbra solución alguna, por mucho que algún Jaimito diga que hay muchas salidas dentro de la legalidad: lamentablemente para la negociación con los secuestradores del barco, los dos piratas sólo podrán salir de España después de los actos legales correspondientes, es decir, juicio, condena o absolución y expulsión del territorio nacional.
El Gobierno puede indultarles, pero sólo después de que un tribunal les haya condenado, nunca antes, con lo que habrá que esperar a que los trámites pertinentes se consuman, es de esperar que con cierta celeridad. Si los negociadores diplomáticos, los espías, los enviados especiales o los especialistas militares consiguen convencer a los mediadores de Londres, o a quien sea, de que saldrán de España sin problema y sueltan la correspondiente pasta, todo puede quedarse en una pesadilla de la que aprender determinadas lecciones; si los criminales somalíes se enrocan, el incidente del «Alakrana» pesará como una losa sobre todos, pescadores, familiares y responsables públicos.
El Abogado del Estado tomó la iniciativa, el fiscal sonrió y el juez se abrió de capa. Garzón procedió probablemente, de la única manera posible, asumiendo la incoación del procedimiento estimulado desde el Gobierno. No sabemos si hubo conversaciones previas del Gobierno y Garzón, pero atendiendo a los hechos queda claro -especialmente por la hora en la que se desarrolla el papeleo- que el abogado había sido debidamente instado a considerar delito en territorio español el secuestro de un barco en el Índico y, por lo tanto, objeto penal, o como se diga, a sus autores.
El lío, por supuesto, era previsible, pero a los instigadores del desaguisado les daba igual: el Gobierno de España va a mostrar una decisión y una dureza envidiables y manejará la baza de dos secuestradores detenidos como argumento de hipotética negociación. ¿Qué otra cosa se podría haber hecho? Enviarlos a Kenia o haberles considerado insurgentes y, por tanto, autores de un acto de guerra y retenerles prisioneros en la misma fragata mediante la que se les detuvo. Pero no se hizo, y ahora, entre tanto se debate la autoridad en cómo no hacer justicia, se empantana el proceso y no se vislumbra solución alguna, por mucho que algún Jaimito diga que hay muchas salidas dentro de la legalidad: lamentablemente para la negociación con los secuestradores del barco, los dos piratas sólo podrán salir de España después de los actos legales correspondientes, es decir, juicio, condena o absolución y expulsión del territorio nacional.
El Gobierno puede indultarles, pero sólo después de que un tribunal les haya condenado, nunca antes, con lo que habrá que esperar a que los trámites pertinentes se consuman, es de esperar que con cierta celeridad. Si los negociadores diplomáticos, los espías, los enviados especiales o los especialistas militares consiguen convencer a los mediadores de Londres, o a quien sea, de que saldrán de España sin problema y sueltan la correspondiente pasta, todo puede quedarse en una pesadilla de la que aprender determinadas lecciones; si los criminales somalíes se enrocan, el incidente del «Alakrana» pesará como una losa sobre todos, pescadores, familiares y responsables públicos.
Tratándose del Gobierno español toda improvisación posible es poca. Una vez más ha quedado demostrado que el centro de análisis monclovita es una de las dependencias más inútiles de la presidencia. O fueron incapaces de prever esta situación o no les hicieron caso, pero cuesta creer que ninguno de los sesudos especialistas que pueblan el palacio presidencial apercibiera debidamente que este embrollo podía producirse si se le soltaba la correa al Abogado del Estado. Quien tomara la decisión cometió un error y algún día deberá asumirlo.
Cierto es que toda prudencia es poca y que no es momento de tirarse los trastos a la cabeza de un lado al otro de la calle. Solventemos como podamos este embrollo, pero sepamos que después de acabado todo felizmente, alguien deberá dar explicaciones. Muchas explicaciones. (Carlos Herrera/ABC)
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