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José Luis Requero, ex portavoz del CGPJ y juez de la Audiencia Nacional, valoró en Es la Mañana de Federico una sentencia del Estatut que, a su juicio, generará "una inseguridad jurídica tremenda". De hecho, se mostró muy crítico con los 27 artículos que el Constitucional considera interpretables. Para él, este hecho es "una escapatoria", una maniobra que la experiencia "demuestra que se convierte en una estafa".
De este modo, Requero afirmó que todo lo ocurrido es "fruto de la partitocracia" en un Tribunal Constitucional donde "prevalece más la fuerza de la idea política que la razón jurídica". Así, critica que esta interpretación deja abiertos temas clave como los derechos históricos, la bilateralidad o las provincias.
El magistrado de la Audiencia Nacional insistió en que las sentencias interpretativas "van a dar lugar a una inseguridad jurídica tremenda" y cree que a partir de ahora, una vez aprobado el Estatut, va a ser "ley a ley y decreto a decreto donde nos vamos a jugar lo que es España". La clave, en su opinión, estará "en la letra pequeña" o como definió Requero: "ya no será el Waterloo del Estatut sino la guerra de guerrillas de pequeñas normas".
En la entrevista indicó que todo esto "va a acabar mal" porque "la Constitución ha sido vaciada de contenido porque se ha dicho que una norma que la reinterpreta sustituye a un estado autonómico por uno federal". Y es que cree que ahora todas las comunidades no van a querer un modelo inferior al de Cataluña, refiriéndose a la clausula Camps del estatuto valenciano.
En este sentido, el ex portavoz del Consejo General del Poder Judicial define el estatut como un "proyecto de Constitución, de un estado que pretende ser soberano y que se vincula a España por conveniencia y que le dice como va a estar presente en el Estado". Por ello, se mostró contundente al afirmar que "esto es insalvable por muchas interpretaciones que se quieran hacer".
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Una gran chapuza jurídica que debilita a España
CUATRO AÑOS después del recurso de inconstitucionalidad que el PP presentó contra 126 artículos del Estatuto de Cataluña, el Tribunal Constitucional emitió ayer un fallo en el que considera conformes a la Carta Magna los artículos fundamentales del texto, aunque 14 de ellos han sido declarados inconstitucionales. La sentencia fue posible gracias a un apaño de última hora de María Emilia Casas, empeñada en que el fallo se produjera casi de cualquier manera. La presidenta se avino a la exigencia de Manuel Aragón de dejar claro en la sentencia que tanto la definición de «nación» incluida en el Preámbulo del Estatuto como las referencias a «la realidad nacional catalana carecen de eficacia jurídica interpretativa». Por enrevesado que parezca, la presidenta, autora de la propuesta, votó en contra, pero este punto salió adelante gracias a los votos del citado magistrado, elegido en su día por el Gobierno, y los cinco vocales conservadores que han venido defendiendo la indisoluble unidad de la nación española que consagra la Constitución.
El resultado de esta maniobra a la desesperada de la presidenta del tribunal ejemplifica bastante bien un fallo que, el tiempo lo dirá, tiene mucho de chapuza desde el punto de vista jurídico. Tanto este diario como prestigiosos especialistas en Derecho Constitucional hemos venido sosteniendo que la inconstitucionalidad impregnaba todo el texto estatutario, y no sólo algunos artículos completos. Por citar un ejemplo, entre los artículos declarados inconstitucionales figura el 6.1 que consagraba el catalán como lengua «preferente» de las Administraciones Públicas. De nada servirá retirar el calificativo «preferente» si la sentencia permite mantener la Ley de Normalización que impide a los padres escolarizar a sus hijos en castellano. Como tampoco tiene mucha virtualidad que se anule el «carácter vinculante» de las resoluciones del Consejo de Garantías Estatutarias, si se perpetúa dicho órgano como si sirviera para algo.
De igual modo se mantienen los artículos que consagran la bilateralidad en las relaciones de Cataluña con el Estado. Ello significa que el Tribunal Constitucional ha dado el visto bueno en algunos capítulos a un texto más propio de un Estado confederal, mientras en otros se ha ceñido a la Constitución. Curiosamente, o quizá no tanto, el fallo ha sido especialmente contundente en materia de Justicia. El Poder Judicial paralelo que figuraba en el Estatuto ha sido anulado por el TC en defensa de la unidad jurisdiccional.
El tribunal deja en el limbo de la interpretación jurídica conforme nada menos que 27 preceptos del Estatuto, entre ellos el que se refiere a «los derechos históricos del pueblo catalán, sus instituciones seculares y la tradición jurídica catalana», en los que el Estatuto viene a establecer una especie de soberanía nacional catalana.
En todo caso, la sentencia permite augurar un periodo de elevada conflictividad entre Cataluña y el Estado, en el mejor de los supuestos, es decir, aquel en el que el Gobierno central quisiera hacer uso de sus atribuciones para no permitir interpretaciones soberanistas de un texto al que el TC ha dado el visto bueno. La mayoría del tribunal -puesto que cuatro de sus magistrados han anunciado votos particulares- y en concreto su presidenta, María Emilia Casas, serán a la postre los responsables de esta chapuza jurídica de la que España sale debilitada.
Una respuesta política que ofusca a Cataluña
GOBIERNO, GENERALITAT y partidos políticos catalanes se apresuraron en la tarde de ayer a comentar el fallo del Constitucional sobre el Estatuto con reacciones que no hicieron más que ofuscar a la opinión pública catalana. La vicepresidenta primera festejó el fallo como una victoria de las tesis del Gobierno porque «ratifica prácticamente en su totalidad la validez del Estatuto», pero el Ejecutivo, con su presidente a la cabeza, se había jactado de la plena constitucionalidad del texto aprobado por el Congreso tras el pacto con Artur Mas en La Moncloa y la sentencia declara ilegales catorce artículos del texto, somete a interpretación otros 27 y confirma que el término «nación» utilizado en el preámbulo carece de «eficacia jurídica». Está claro que el Estatuto corregido por el Constitucional no es el mismo que salió del Congreso limpio «como una patena», como dijo Zapatero en su momento. Tampoco se entiende la sensación de satisfacción que traslució el Partido Popular al comentar el fallo. El PP había recurrido el Estatuto porque creía inconstitucionales más de 120 artículos y el Alto Tribunal los ha dejado en poco más de una decena.
Las reacciones más extemporáneas llegaron desde Cataluña. Jordi Pujol habló de la sentencia como «un engaño ético y una humillación colectiva» y el presidente de la Generalitat, José Montilla, mientras decía que el PP «no ha conseguido liquidar el Estatut», llamaba a la movilización «unitaria bajo la senyera» en defensa de Cataluña. La dureza de estos comentarios tiene que ser enmarcada en el tiempo preelectoral que vive Cataluña. Se quiera o no, la sentencia del Constitucional cierra un periodo reivindicativo que ha marcado indefectiblemente la política catalana en los últimos años. Con las elecciones a la vuelta del verano, ni el tripartito que gobierna la Generalitat ni CiU quieren soltar esta bandera porque no pueden plantearse unas elecciones sin recurrir a algún tipo de victimismo; por eso ERC tildó la sentencia de «estocada moral» que provocará un auge del independentismo.
¿Y ahora? Con la sentencia del Constitucional ya conocida, todo parece indicar que el Estatuto seguirá al frente de la batalla política en los próximos meses y, quizá, años. Los líderes políticos quisieron transmitir ayer a la sociedad sensaciones de vencedores y vencidos y de contumacia en la pelea que nos obliga a preguntarnos si ha merecido la pena el desgaste que ha supuesto este proceso para buena parte de la población catalana. La lucha por el Estatuto ha sido utilizada como un anestésico que la clase política catalana ha inoculado en la sociedad con la intención de mantenerla dormida ante su inoperancia para luchar contra la crisis económica o para que olvidara la corrupción -Pretoria, Palau...- instalada en muchos ámbitos de la Administración de esa comunidad autónoma.
Se ha sustituido el Estatuto de 1979, aprobado con un amplio consenso, que permitió las mayores cotas de autogobierno de la historia de Cataluña y fue un instrumento eficaz para la estabilidad política y el desarrollo económico, por una nueva norma que cuenta con un escaso apoyo social y ha sido, es y será motivo de conflicto político. Es evidente de que para este viaje no hacían falta esas alforjas. (E-Pesimo)
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Cataluña como problema o por qué lo peor de Zapatero no es la economía. (Jesús Cacho)
Seguramente serán millones los españoles que a partir de hoy comenzarán a visualizar en toda su dimensión la tragedia que para el porvenir colectivo van a terminar significando los ocho años de presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero. Porque lo malo del personaje, que también, no es su penosa no-gestión de la crisis económica, con ser ello grave en tanto en cuanto afecta directamente al bienestar de todos. Al final, la crisis que padecemos se terminará superando, por duros que sean los años de estancamiento que debamos superar por delante. Lo peor de los seis años y pico que lleva ZP de presidente del Gobierno es el fenomenal lío político en que ha metido a la nación con la ruptura del marco constitucional pactado entre todos en 1978. Lo de la Economía tiene remedio; tardío, pero tiene remedio. Lo de Cataluña, no. Mucho me temo que no. Es la herencia de discordia que este personaje infame deja a España y a los españoles.
Dejó escrito Pío Baroja en sus Memorias que, poco antes de la proclamación de la II República, Ortega y Gasset pensaba en un cambio mágico para el país. “Yo auguraba algo muy malo y acerté”, dice el novelista de Vera de Bidasoa. “Estaba inclinado a pensar que sólo los Gobiernos viejos y llenos de experiencia pueden dar una vida tranquila a los pueblos. Este convencimiento mío procedía de que, en mi juventud, había leído varias historias de la Revolución francesa, lo que no habían hecho mis compañeros, y a mí aquella Revolución me parecía un esquema que se repetiría en los pueblos de Europa siempre que se intentase un cambio político de esa índole, con sus tres fases: utopía, revolución y reacción”.
Al margen de su empeño en reescribir la Guerra Civil desde la exclusiva óptica de quienes la perdieron, nadie sabe lo que hay de utopía en el magín de un tipo tan pobremente avituallado desde el punto de vista intelectual. El caso es que este licenciado en Derecho por León, que no es precisamente Yale, en su empeño por reformar la Constitución del 78 por la puerta de servicio preparó en 2006 un desaguisado -la revolución- con el Estatuto de Cataluña, cuyas consecuencias –la reacción- ayer noche empezamos ya a calibrar tras el encendido discurso del presidente de la Generalitat, José Montilla. Zapatero dejará a los españoles empobrecidos para una década y políticamente divididos, enfrentados, para varias generaciones, y ello en el mejor de los casos.
El texto del Estatuto catalán no tenía convalidación posible desde el punto de vista Constitucional. O se derogaba la Constitución y prevalecía el Estatut o viceversa. Encajar el texto catalán en la horma constitucional era misión imposible. Y conste que han sido muchos los compatriotas que, en aras a un arreglo fraternal, han defendido una interpretación abierta de la Constitución. Ayer mismo me escribía un amigo palentino enamorado de Cataluña, como yo mismo: “Creo que debieran llegar a una solución de síntesis. A dictar una sentencia que intentara encajar lo máximo del estatuto catalán en una interpretación abierta y dinámica de la Constitución. Se trataría de interpretarla de forma que, sin traicionarla, le diera más vida y recogiera mejor la realidad. Sería una síntesis jurídicamente creativa y políticamente integradora de una compleja y real pluralidad. Sin desarmar el Estado de todos, recogería la legítima diversidad que lo compone”.
Declaración de guerra de Montilla
Tal ha sido el trabajo, en el fondo, de la denostada Maria Emilia Casas. La interpretación más favorable de la Constitución hacia el del texto autonómico, lograda después de que la presidenta del Constitucional consiguiera abducir para sus tesis al conservador Guillermo Jiménez y al progresista Manuel Aragón, los dos vocales del alto tribunal que han terminado “cambiando de bando” tal vez inmolando sus prejuicios en el altar de la concordia, no ha servido para nada. La declaración de guerra del señor Montilla anoche mismo habla a las claras del empecinamiento de una clase política –abocada, además, a elecciones autonómicas casi inminentes- que parece dispuesta a romper todas las compuertas de la convivencia dentro del marco constitucional.
Recogemos los frutos podridos de la política de un personaje que llegó en 2004 a la presidencia del Gobierno sabiendo muy poco o nada de la Historia de España y de lo peligroso que a lo largo de los siglos ha resultado siempre abrir la puerta a los demonios familiares históricos de los españoles, a los que es menester mantener en todo momento bien cerrados bajo siete llaves. Zapatero es el gran responsable del enfrentamiento que se avecina porque fue él, conviene recordarlo, quien actuó de motor de un nuevo Estatuto que apenas interesaba al 6% de la población catalana cuando estaba siendo discutido en el Parlament.
Aquel Estatuto parecía embarrancado, más muerto que vivo, hasta que el Presidente del Gobierno no tuvo mejor idea que llamar una infausta noche a Moncloa a Artur Mas (CiU) y darle nueva vida, enloquecida vida a una especie de prolija Constitución que invade algunos derechos fundamentales de la persona que en Europa se consideraban sagrados desde la Revolución francesa, un proyecto que únicamente convenía a su mentor en Madrid y a una clase política alejada de las preocupaciones diarias de la gente y empeñada en juegos de poder en su personal provecho.
El culpable tiene nombre: Rodríguez Zapatero
Aunque moleste mucho a los nacionalistas, es inevitable recordar aquí que los votantes dieron mayoritariamente la espalda al Estatuto en el referéndum celebrado en junio de 2006: únicamente votó el 48,85% de un censo electoral de 5.202.291 personas, de las cuales 1.882.650 respaldaron el texto con un “sí”, lo que equivale a decir que solo el 36,18% del censo aprobó el Estatuto o, lo que es lo mismo, uno de cada tres catalanes. Porcentajes estos, por lo demás, significativamente peores que los registrados en el referéndum celebrado en 1979 para aprobar el Estatuto nacido de la Constitución del 78, que contó con la participación del 59,7% de los catalanes, el 88,15% de los cuales aprobaron el texto.
El recordatorio anterior es doloroso, lo sé, pero la lección que cabía extraer de la consulta de junio de 2006 es que el catalán de a pié no necesitaba ningún nuevo Estatuto, porque ya tenía uno y había demostrado funcionar aceptablemente bien. Tres años de Gobierno tripartito y ríos de tinta, cientos de horas de televisión y miles de horas de radio no consiguieron movilizar a los votantes en apoyo de un texto que la inmensa mayoría consideraba innecesario. Aquella lección no fue ni escuchada ni atendida, y de aquellos polvos vienen estos lodos.
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