sábado, 12 de junio de 2010

SOCIALISMO FRACASADO.











ESPAÑA, SUBORDINADA Y FRAGMENTADA.


El Presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, ha desvelado que en su reciente visita a Moncloa observó al presidente del Gobierno “preocupantemente delgado” y le notó “un deterioro físico importante”. Ambas percepciones son ciertas: la presión a la que está sometido Rodríguez Zapatero es intensa y constante y cada día más acusada por la irremediable constatación de que sus errores han sumido a España en una situación, por una parte, de subordinación respecto de los otrora socios europeos ante los que tenemos que superar “tres reválidas” (sic) en el mes de junio, y por otra, de fragmentación, porque las autonomías socialistas –de Andalucía a Baleares—, quebrando la unidad de mercado nacional y rompiendo el concepto de ciudanía, están tomando descoordinadamente medidas de ajuste y fiscales que desarbolan por completo la coherencia general del Estado.


Ya sabíamos en el año 2000 que al ingresar en la eurozona nuestro país, como los demás, perdían buena parte de su soberanía económica porque sus gobiernos quedaban desapoderados del gran instrumento de la política monetaria que pasaba a manos del Banco Central Europeo. Pero la situación era de igualdad y las reglas del club del euro imponían obligaciones paritarias en el pacto de sostenibilidad y crecimiento. En ese contexto, España fue labrándose la mejor reputación de todas las posibles: contuvo el paro en cifras razonables; se ajustó al déficit en el porcentaje establecido (3%); invirtió los fondos de cohesión y estructurales de manera modélica y, en apenas cuatro años, el país se convirtió en un emblema de buena administración y en socio distinguido de los países del euro. Eso fue con el Gobierno del Partido Popular.


El quiebro del socialismo “antropológicamente optimista” de Zapatero en 2004, la expansión del gasto público en una política social alocada, el voluntarismo temerario al negar en 2007, primero, y hasta bien entrado 2008, después, la existencia de una crisis de grandes dimensiones y la demora soberbia en adoptar medidas paliativas y reformas estructurales, volatilizaron los activos intangibles y materiales de España en Europa hasta tal punto de que los padres fundadores de UE –Alemania y Francia— y las instancias de gobierno y financieras de la Unión, y hasta las mundiales, como el Fondo Monetario Internacional, nos han sometido a una tutela humillante.
Un país sometido a examen
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Nuestra vicepresidenta económica debe pasarse periódicamente por Bruselas para someterse a examen. El ajuste del déficit ha sido una exigencia inaplazable de la UE; la reforma laboral, una instrucción igualmente perentoria requiriendo que sea “urgente y radical”, y estamos advertido de que debemos resolver en pocas semanas la reforma del sistema financiero –es decir, la de las Cajas de Ahorros— y de las pensiones, alargando la vida laboral y revisando los períodos de cotización.


Estas “reválidas” (son palabras de Zapatero) le son exigidas también a Portugal y a Grecia, pero en absoluto a Alemana, Francia, Gran Bretaña o Italia, con cuyas economías veníamos codeándonos. Hemos pasado de la paridad a la subordinación, hemos regresado al peyorativo sur europeo –“África termina en los Pirineos” vuelve a oírse en la vecina Francia— y nuestro Gobierno, por su estricta responsabilidad, es considerado un equipo ejecutivo al que han de ir dictándole los deberes después de unos años de adolescencia política e inconsistencia económica.

Si sólo fuese el Gobierno español el que hubiese perdido el más mínimo margen de autonomía, la situación hasta sería soportable. Pero como quiera que las medidas se nos requieren con la mayor rapidez, el Ejecutivo, suplantando al Parlamento y echando mano de una competencia legislativa excepcional, sólo justificada por la “extraordinaria y urgente necesidad” (artículo 86 de la Constitución), utiliza de modo sistemático el Real Decreto Ley que remite al Congreso para que nuestros representantes asientan o rechacen, pero sin posibilidad de debate, de enmiendas, ni siquiera de adiciones. De tal manera que a la soberanía económica ya demediada se une la pérdida de soberanía política del legislativo que –presionado por las circunstancias— se mueve siempre entre dos precipicios: asentir a los planteamientos del Gobierno, o no hacerlo y provocar con ello una inoportuna crisis política más profunda aún de la que padecemos.


El Estado en sus poderes Ejecutivo y Legislativo ha sido arrastrado, en consecuencia, a una postración sin paragón en la historia de nuestro país. Postración que se agrava por la pérdida de los contenidos de la ciudadanía que implican, sobre todo, la igualdad de los españoles. La carrera descoordinada, incompetente, electoralista, de las autonomías socialistas –Cataluña, Baleares, Asturias, Extremadura y hasta la propia Navarra— adoptando medidas de ajuste y de incremento fiscal ha roto, no sólo la unidad de mercado, sino también el tratamiento igual que corresponde a todos los ciudadanos.


En una desordenada utilización de facultades autonómicas, en Andalucía se paga más por IRPF, lo hacen allí más los bancos que en otras regiones y se han impuesto “tasas verdes”, por supuesto distintas a las medidas adoptadas en Extremadura (impuestos sobre los depósitos bancarios y transmisiones patrimoniales), a su vez diferentes a las que se pretenden en las Islas Baleares o en Asturias.


De tal manera que España se fragmenta en espacios territoriales con normas heterogéneas, mientras el Gobierno —¿para qué está la vicepresidencia tercera que lleva adosado el ministerio de Administraciones Públicas?— abdica de sus facultades de coordinación, precisamente, en las comunidades autónomas en las que gobierna el PSOE.

En estas circunstancias, no es exagerado suponer que España, además de estar sometida a una subordinación como Estado, se encuentra internamente fragmentada, hechos ambos que hacen que el país se adentre en un diagnóstico de enorme gravedad cuya terapia, una vez superadas las “revalidas” exigidas, requiere un radical cambio de su dirigencia mediante el adelantamiento de elecciones legislativas, comprobado ya, además, que el Tribunal Constitucional ha entrado en colapso y que la reestructuración de las Cajas altera la morfología política y económica de grandes autonomías como la catalana, la madrileña y la valenciana.


Por lo demás, y salvando las distancias, también en aquel enero de 1981, cuando la patriótica dimisión de Adolfo Suárez, sus visitantes y próximos observaban en él signos de “importante deterioro físico”. Como ahora se perciben en José Luis Rodríguez Zapatero. Que dice, mirando a los ojos a su interlocutor, como también lo hacía Suárez, “aguanto hasta el final” y le espeta a Felipe González, en la terapia de grupo que celebraron los socialistas en el Congreso el pasado jueves, que “no estamos depres”. Pues lo parece. (El Confidencial/José Antonio Zarzalejos)

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