lunes, 31 de diciembre de 2012

LA CUESTIÓN CATALANA

 
 
 

 
 
 
 
 
La “cuestión catalana” (I)
Ante todo, la Constitución.
Lakoff es un inteligente sociólogo americano que ha encandilado a la izquierda en general y al nacionalismo catalán en particular al constatar que los republicanos en los Estados Unidos habían conseguido estructurar e imponer un marco referencial de principios y valores que presidía el debate político americano en la medida que los demócratas lo aceptaban inconscientemente al ser incapaces  de oponer “otro” marco referencial de principios y valores de la izquierda estadounidense. La consecuencia era que, al margen de victorias o derrotas electorales, los demócratas habían interiorizado los valores republicanos que, de hecho, monopolizaban el debate político norteamericano.
 
A la vista de las reacciones políticas y mediáticas ante el “órdago secesionista” catalán parece claro que estamos ante un ejemplo empírico del análisis lakoffiano: el nacionalismo catalán ha conseguido fijar un marco de referencia indiscutido y aceptado por la opinión pública española. De hecho, el 90% de las reacciones han hecho referencia a cuestiones que, con ser importantes, son secundarias a la cuestión fundamental: la Constitución como punto de referencia indiscutible que configura España como un estado de derecho en el que rige el imperio de la ley. 
 
Salvo una alusión casi de pasada de Rajoy a la Constitución, lo que se ha debatido son cuestiones colaterales referidas al coste económico que supondría para Cataluña su independencia y, lo que es más grave, la admisión- no discutida casi por nadie-  de un “derecho constituyente” de Cataluña para decidir su destino, lo cual implica una transferencia de la soberanía nacional  constitucionalmente residenciada en el pueblo español (incluido el catalán) a un ente territorial español. Estamos instalados en un marco de referencia definido por el nacionalismo catalán, cuyos presupuestos son admitidos de hecho incluso por los discrepantes del órdago.
 
¿Alguien se imagina que Texas decidiera, ante sí y por sí, proclamar su “independencia” de los Estados Unidos? ¿ O a Baviera  separándose de la Alemania Federal? ¿ O a Bretaña o Aquitania decidiendo “irse” de Francia? ¿O al Valle de Arán proclamando su “independencia” de Cataluña?  Serían fulminadas por los respectivos gobiernos y parlamentos, por los respectivos tribunales constitucionales y, en última instancia, `por la pura y dura intervención militar. La ONU no admite secesiones de territorios nacionales decididas unilateralmente. Y la Unión Europea no admite en su seno “naciones” escindidas sin el consentimiento del Estado nacional.
 
España, como todas las democracias liberales existentes en el mundo, es un Estado constitucional cuyo titular de la soberanía nacional- el pueblo español- se autoconfiere una Constitución a través de un proceso democrático  impecable. Una Constitución no es una broma, ni un referente de quita y pon, ni un documento a tomar a beneficio de inventario, sino un texto que define la arquitectura del Estado, los valores superiores que lo impregnan y los derechos y libertades de los ciudadanos. 
 
Una Constitución es la materialización del Estado de Derecho en el que rige el imperio de la ley, con todas sus consecuencias positivas y negativas. Una abrumadora mayoría de ciudadanos la han votado y sancionado. Y su itinerario es fruto del consenso de todas las fuerzas políticas, incluida Convergencia i Unió  que, no sólo la aprueba, sino que participa en su diseño y génesis. ¿Qué tontería es esta de que no hay que “sacralizar” la Constitución para justificar su violación  precisamente en su principio fundante y fundamental: la integridad del territorio nacional?
 
Más  aún: si prosperara la infamia unilateral del secesionismo catalán, España, como Estado, saltaría hecha añicos: sería el fin de uno de los proyectos democráticos que, en su momento, admiró al mundo entero y prestigió a nuestro país que supo resolver, pacífica e inteligentemente, el tránsito de un estado autoritario a un Estado democrático. Fuera de la Constitución, cualquier ejercicio de soberanía que no se manifieste  a través del pueblo español en su conjunto y de acuerdo con los preceptos constitucionales es, en teoría y salvo dimisión intolerable del Estado, un imposible jurídico, político, constitucional, físico y metafísico. 
 
De ahí que resulte descorazonador el panorama de un Gobierno de la Nación débil, una oposición más débil y confusa aún y el espectáculo de un debate sencillamente frívolo que acepta el escenario de los secesionistas de forma acrítica. Si los partidos nacionalistas catalanes- que “no son” Cataluña aunque de forma mostrenca se autoatribuyan dicha condición- aspiran a la secesión lo que procede es que utilicen los mecanismos constitucionales para plantear su pretensión. Lo contrario resultaría, sencillamente, inadmisible, tanto para los que transitaran por  caminos anticonstitucionales como para los que, desde la alta responsabilidad del Estado, lo toleraran.
 
(El Grupo Ramón Llull publicará tres artículos más sobre el tema catalán que harán referencia a las consecuencias económicas de una eventual secesión, a las causas que han hecho posible la actual crisis de Estado y a las consecuencias que tendría para Baleares una secesión de Cataluña)
Integran el Grupo Ramón Llull, Miguel Nigorra, Sebastián Urbina, Román Piña, Joan Font y Sebastián Jaume.
La cuestión catalana (II)
 
 
La construcción nacional
Grupo Ramón Llull
No es ninguna casualidad que los nacionalistas catalanes se nieguen en redondo a rebajar el número de canales de radios y televisiones públicas. Tampoco lo es cuando se les conmina a acatar y hacer cumplir las sentencias del Tribunal Supremo en cuanto al derecho del castellano a ser también lengua vehicular en las aulas. Y no es ninguna casualidad porque la llamada construcción nacional, un eufemismo de ingeniería social al totalitario modo, ha pivotado en torno a estos dos grandes ejes: los medios de comunicación de masas y la enseñanza.
 
 Hay que remontarse a regímenes autoritarios o totalitarios para encontrar un control de los medios semejante al de Cataluña donde el nacionalismo se ha convertido en una ideología transversal que impregna la línea editorial de todos los periódicos, las radios y las televisiones, públicos o semipúblicos. 
Asumida por todas las partes, la ideología nacionalista se ha situado fuera del debate público, a diferencia del País Vasco por ejemplo donde la mitad de su población se resiste a ser asimilada. El nacionalismo era la base, la premisa que debía aceptarse de principio para ser alguien, para poder tener voz en Cataluña. Que una decena de cabeceras firmaran el mismo editorial a favor del Estatut no es una mera anécdota de sumisión lanar al poder político, es la constatación de la asfixia a la que se ha sometido a los no nacionalistas que, en aras a su propia supervivencia civil, no les ha quedado más remedio que pedir perdón.
 
No ha sido menor el efecto de una enseñanza en manos de los nacionalistas y de los movimientos de renovación pedagógica. Las aulas se han convertido en fábricas de militantes nacionalistas. El lavado de cerebro ha sido absoluto. La Historia ha sido reemplazada por esta colección de leyendas y desvirtuaciones tan habituales en el nacionalismo. La Geografía se ha degradado hasta caer en el localismo donde era más importante saber cuál era la capital de comarca del Berguedà que en saber si Berlín estaba al norte o al sur de Moscú. Y sobre todo, se les metido en sus lindas y vacías cabecitas que el catalán era la lengua “propia” de Cataluña sin la cual era imposible integrarse en la tierra de acogida. Había que acentuar los aspectos que más diferenciaban a los catalanes de los españoles y así tratar de disfrazar lo mucho que se parecen, algo que exaspera profundamente a los nacionalistas. 
 
La virtud de la clase política catalana ha sido convertir una gran mentira en una verdad a fuerza de repetirla machaconamente. Basta leer libros como “Historias ocultadas del nacionalismo catalán” de Javier Barraycoa para percatarse de hasta qué punto todos los símbolos, referentes y tradiciones que nuclean el imaginario nacionalista forman parte de una tradición inventada. 
 
La cuestión que hay que hacerse es como un piélago de burdas mentiras, manipulaciones interesadas y falsificaciones históricas –esta historia anclada en el romanticismo que tanto repugnaba a Josep Pla– ha logrado abrirse camino en una sociedad democrática uno de cuyos fundamentos debe ser la verdad. La respuesta es muy sencilla: la democracia como tal ha brillado por su ausencia en Cataluña, sustituida por unos partidos que se han subrogado la función de pensar en nombre del ciudadano, una sagrada misión que ha encontrado la complicidad de periodistas, maestros y artistas, todos ellos bien untados de dinero público. 
 
La sedición de Cataluña no obedece pues a razones objetivas como los agravios económicos, históricos o lingüísticos –Baleares está en la misma situación sin que nunca los nacionalistas isleños hayan pasado de ser una ruidosa minoría– que avienta constantemente la propaganda nacionalista, sino a un esmerado proceso de ingeniería social que desde mediados de los años ochenta se puso en marcha desde los medios de comunicación de masas como TV3 y desde la enseñanza pública catalana. 
 
Enfrente el nacionalismo no ha tenido a nadie, tampoco al Estado, que ha dimitido de sus funciones esenciales, ocultando, para que no hubiera dudas de su dejación, los signos externos de su poder legítimo como la bandera, la lengua del Estado, la alta inspección educativa, la Guardia Civil o la cultura española como los toros. Incluso los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, han renunciado a elaborar un relato nacional español que matizara cuando menos el discurso identitario anti-español cada vez más asfixiante. El Estado ha dimitido en Cataluña y como en política no existe vacío de poder, éste ha sido inmediatamente ocupado por otros. El nacionalismo, como ideología oficial e institucional, ha ocupado el papel del Estado en Cataluña.
 
Hay que reconocer que en pocos lugares de Europa como en Cataluña se han puesto la enseñanza y los medios de comunicación de masas al servicio de la construcción nacional con tanta eficacia. TV3 nació como un instrumento de normalización lingüística, convirtiéndose con el paso del tiempo en un auténtico “constructor de la realidad, de referencia simbólica, de espacio de identidad”, como ha admitido Vicenç Villatoro, director del Institut Ramon Llull. Villatoro reconoce, con un absoluto desprecio por la verdad, que los sentimientos de pertenencia o los proyectos colectivos de futuro se construyen en y desde los medios de comunicación de masas. Esta realidad que se construye desde los medios, por falsa e interesada que sea, “acaba siendo realidad”.
 
El nacionalismo catalán no ha vacilado en tomar ejemplo de la máquina más evolucionada y más perfecta de construir la realidad moderna, el cine y la televisión americanos, para ponerla al servicio de su causa. Sin la fuerza positiva, optimista y romántica del sueño de una Cataluña libre e independiente, el independentismo no se hubiera abierto paso entre el tradicional pragmatismo de la burguesía catalana y el ya clásico “peix al cove” de CiU. El nacionalismo en su conjunto sí tenía un proyecto, un sueño que vender a los más jóvenes, ávidos por cambiar el mundo, un sueño por el que valiera la pena vivir y redimir a sus antepasados. España, con sus complejos de culpa que arrastra desde la muerte del dictador, no.
 
Será difícil devolver las turbulentas aguas a su cauce porque el sueño ha prendido mucho más allá de los elementos más díscolos de la burguesía catalana o de estas cuatrocientas familias que, se dice, controlan la sociedad civil catalana. El peligro radica en que el independentismo se haya convertido ya en un movimiento popular, interclasista. El catalanismo burgués puso en marcha un movimiento que se le ha ido de las manos y que amenaza con dejarlo en la obsolescencia.
 
 
La “cuestión catalana” (3)
                   CONSECUENCIAS DE LA SECESIÓN
            Ni la memoria de Wifredo el Velloso, ni el rechazo a la unión con Aragón por el matrimonio de Petronila, hija del rey Monje de Aragón, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, ni la demonización del Compromiso de Caspe por elegir a un Trastámara  para rey de Aragón, ni la sublimación de la resistencia de Barcelona en la Guerra de Sucesión un once de septiembre. No, al final, ¡quién lo iba a decir!, el detonante que ha movido a los catalanes hacia la secesión ha sido una retahíla de supuestos agravios económicos que en otros lugares de Europa no tienen otro correlato que la extrema derecha xenófoba. El proceso de construcción nacional a base de crear sentimientos patrióticos y antiespañoles mediante la tergiversación de la Historia, o en base a la persecución de la lengua española, no terminaban de cuajar para atreverse a dar el salto definitivo.
 
 Y ello a pesar de los ingentes medios dedicados a sembrar la semilla del odio durante tres décadas de adoctrinamiento nacionalista en la enseñanza y en los medios de comunicación autonómicos. No, para que cuajase la idea separatista han tenido que acusar a España del paro, de la deuda, de los recortes y de todos los males mientras prometían una Cataluña feliz y próspera si finalmente era capaz de quitarse de encima el lastre de los indeseables vecinos españoles, pobres y vagos.
           
            Pero este artículo no se refiere a los orígenes sino a las consecuencias de una eventual segregación, por si los partidos nacionales y nuestro Jefe de Estado, haciendo dejación de su obligación de defender la unidad de España, traicionando al total del pueblo español donde reside la soberanía y la capacidad de decidir, permitieran la secesión unilateral de Cataluña. Desde el punto de vista económico, hay diversidad de opiniones. Los políticos nacionalistas y las asociaciones cívicas pro-independencia, ¡cómo no!, prometen un esplendoroso futuro económico para la Cataluña libre. El resto de analistas lo ven totalmente diferente.
 
 Prevén un desastre para Cataluña a) por la pérdida del mercado español, que podría suponer una caída del 60% de sus ventas, b) por la salida del euro y dejar de ser país miembro de la Unión Europea y c) por la obligada devolución de su deuda, y de la parte proporcional de la española, salvo que España se la regalara, lo cual no cabe ni en el peor de los sueños de los españoles. Su probable expulsión de Europa centra gran parte del debate. 
 
De entrada, en un ejercicio de “wishful thinking”, los políticos catalanes no creen que Cataluña fuera expulsada de la Unión Europea y desean verse todavía como un estado dentro de Europa. O sea, quieren una unión, sentirse hermanos de lituanos, griegos, ingleses o daneses, con los que les separa la historia, la geografía, la cultura, la religión y, sin embargo, son incapaces de convivir en unión con sus verdaderos hermanos de hace siglos, milenios: los aragoneses, los españoles con los que les une todo: la historia, la geografía, la cultura, la religión, disfrutamos de una lengua en la que entendernos....., nos une todo, todo, hasta el agua, hasta el aire. 
 
Pero no, no es previsible su entrada en Europa, porque sobre sus deseos prevalece la legislación y los intereses de los estados actuales de la Unión, y es imposible que Reino Unido, Francia o Italia aceptasen a Cataluña, alentando así al secesionismo dentro de sus propios estados. En cuanto a la necesidad de abrir nuevos mercados, algo se deben oler los políticos catalanes cuando están instando a los empresarios catalanes a que cambien su mercado, o sea, a que olviden y desprecien a sus clientes españoles de toda la vida y se vayan a China, Brasil, Tanzania, o donde sea, a vender sus mercancías.
 
             Por otro lado, los efectos no serían sólo de origen económico. Las consecuencias de tipo personal, social y cultural serían inmensas. Las rupturas y enfrentamientos personales entre hermanos, amigos o parientes deben darse por seguros, no solo en Cataluña donde millones de catalanes no nacionalistas se quedarían huérfanos −abonando un caldo de cultivo que posiblemente desemboque en la confrontación civil−, sino en la relación que mantienen los catalanes con el resto de españoles. La intercomunicación entre el mundo universitario de Cataluña y el resto de España se resentiría fuertemente. La investigación y la ciencia, tanto en España como en Cataluña, sufrirían un duro golpe por la disminución de recursos y por el quebranto de la siempre necesaria coordinación entre centros; la movilidad de profesionales de cualquier tipo se dificultaría, si no impediría; las fundaciones benéficas perderían parte de sus contribuyentes… Una gran muralla se levantaría entre los residentes en Cataluña y el resto de españoles, y el odio fomentado desde Cataluña, la incomprensión, el despecho, difícilmente se curarían en varias generaciones.
 
            Las Islas no quedarían al margen de estas consecuencias. En primer lugar, se incrementaría el “pressing” del catalanismo insular que va a tratar por todos los medios de engancharnos a todos al tren de la independencia de sus hermanos mayores, como están reconociendo dirigentes de la OCB, ERC y PSM. Su poco peso específico en las Islas, más allá de algunos ámbitos muy restringidos como la educación, la universidad y la cultureta, hacen improbable que las Islas se planteen siquiera seguir la estela de Cataluña. No obstante, no debemos despreciar su capacidad de agitación que a buen seguro se traducirá en una mayor conflictividad civil, así como en una mayor violencia política en la calle. Los efectos sobre las Islas de una improbable secesión serán motivo del próximo y último artículo sobre la cuestión catalana.
Integran el Grupo Ramón Llull: Joan Font Rosselló, Sebastián Jaume Muñoz-Maldonado, Miguel Nigorra Oliver,  Román Piña Homs y Sebastián Urbina Tortella. 
 
 
LA CUESTION CATALANA (y IV)
Frente a la Gran Cataluña
Grupo Ramón Llull
Las consecuencias de una hipotética secesión de Cataluña serían inmediatas en Baleares. En primer lugar, la presión del catalanismo se acrecentaría hasta extremos insufribles. Los catalanes de Mallorca, la OCB, PSM, ERC y STEI, están ahora mismo eufóricos y tratarán de que las Islas se enganchen al carro de la secesión de sus hermanos mayores. Esta quinta columna contará con el firme apoyo de una parte del pueblo catalán en plena efervescencia identitaria que no dudará en multiplicar las subvenciones, la propaganda y los cantos de sirena dirigidos a nuestros anexionistas. 
 
Es la historia de un deseo, la multisecular obstinación de las élites catalanas de fagocitarnos en el magma de una Gran Cataluña y no dejar que los isleños decidamos por nosotros mismos. La historia del pueblo balear se ha forjado precisamente a partir de nuestra lucha secular contra esta patológica obstinación de los catalanes para subsumirnos en su proyecto: anexión del reino independiente de Mallorca; ninguneo de nuestras instituciones políticas para incorporarnos a las Cortes Catalanas; tentativas de subordinar nuestras prácticas y relaciones comerciales en los siglos XIV y XV a los intereses de los catalanes; nos arrastraron en sus aventuras sediciosas contra a la monarquía, desde Juan II a Felipe V durante la Guerra de Sucesión; patrocinaron el incontrolado desembarco anarquista del capitán Bayo en la Guerra del 36, que la propia República desestimó; y un larguísimo etcétera donde no es precisamente menor el intento de transformar, desde la llegada de la autonomía balear en 1983, los rasgos identitarios de la mallorquinidad –el idioma para empezar y continuando con el folklore, nuestra historia, nuestros héroes o las costumbres– como expresión de una forzada catalanidad. 
 
Esta infiltración cultural y lingüística, siendo la más pacífica, ha resultado la más peligrosa ya que está en vías de arramblar con la identidad balear convirtiéndola en mero apéndice de la cultura catalana. Resulta incomprensible que a día de hoy el Govern balear siga promocionando del brazo de una Generalitat separatista la cultura balear en el exterior a través del Instituto Ramón Llull, escenificando ante el mundo nuestra fagocitación en la cultura catalana. Flaco favor a la identidad balear.
Tampoco la economía balear, basada en el turismo, se libraría de las repercusiones de una, esperemos, improbable secesión catalana. La inestabilidad política, no digamos alentada por una confrontación civil, provocaría la fuga de inversiones y la deslocalización hacia destinos más seguros.
 
No es descartable que la confrontación civil que probablemente se produzca en Cataluña, tanto si es en forma de guerra abierta como si es en forma de violencia política entre separatistas y constitucionalistas si finalmente se consuma la secesión, termine contagiando a las Islas. En Baleares contamos con firmes partidarios de la anexión con Cataluña que, si bien en franca minoría frente a una inmensa mayoría que se sienten españoles y mallorquines, no han dejado de ganar una batalla tras otra, gracias a su incansable labor proselitista y a su activismo, muy superiores a cualquier otro movimiento organizado. Es más, casi el 100% de la violencia política en Baleares es atribuible a los catalanistas isleños. Estos factores aventuran no sólo un aumento de la conflictividad política en Baleares sino la posibilidad de un terrorismo de baja intensidad teledirigido desde Cataluña. El peor escenario sería, sin duda, el de unas Islas Baleares en disputa entre la España constitucional y una Cataluña separada. Cualquiera de estos escenarios ocasionaría un daño irreparable a la imagen turística de las Islas. Recordar que, a día de hoy, Cataluña es ya la autonomía, debido a su inestabilidad política, con mayor huida de inversores de toda España.
 
Otro dato que a menudo se soslaya es que las economías de las Islas y de Cataluña no son convergentes sino competidoras. La insularidad no sólo es la base de nuestra identidad sino también la base de nuestra economía. Turísticamente, somos sus competidores. Integrarnos en Cataluña nos convertiría en un apéndice no sólo cultural y político, sino también económico. El futuro de Mallorca está en una España integrada en Europa, nunca en una Cataluña fuera de la Unión Europea, con el aislamiento a todos los niveles que ello supondría. Es un monumental error caminar en sentido contrario al espíritu de los tiempos, el de la unidad fiscal, financiera y política europeas, algo que naturalmente les trae al pairo a los catalanistas isleños, en su mayoría sin ningún conocimiento económico y en caso de tener alguno, cegado por la ideología nacionalista. 
 
En definitiva, Cataluña es, desde todos los puntos de vista, un mal negocio. Creemos que ha llegado el momento para que nuestras autoridades tomen conciencia del tremendo error histórico que ha supuesto rendirse a los cantos de sirena del catalanismo cultural ya que, como algunos advertimos en su día a riesgo de ser tildados de casandras, en su esencia anidaba un incuestionable proyecto político: una lengua, una nación, un Estado. 
 
La cacareada unidad de la lengua ha sido la coartada para una uniformidad lingüística, cultural y en último término política. La destrucción de la identidad balear al subsumirla como una simple singularidad dentro de la cultura catalana, así como la erradicación de los lazos comunes con el resto de España, forman parte del mismo proyecto de construcción nacional de la Gran Cataluña o de los llamados Països Catalans. Con las cartas boca arriba, ahora toca a los partidos de vocación integradora hispánica asumir su error histórico y empezar a desandar lo andado, desvinculando la identidad balear de todo el proyecto político catalanista y estrechando los lazos de fraternidad que nos unen al resto de España.

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