domingo, 4 de marzo de 2012

GRANDES MUJERES





 





ASÍ DERROTÓ THATCHER A LOS SINDICATOS.


Al contrario que algunos de mis colegas, yo siempre he creído que, en igualdad de condiciones, el nivel de desempleo está relacionado con el alcance del poder sindical. Los sindicatos habían dejado a muchos de sus afiliados sin trabajo al exigir sueldos excesivos para una producción insuficiente, provocando que los productos británicos no resultaran competitivos. De modo que tanto Norman Tebbit, mi nuevo ministro de Trabajo, como yo estábamos impacientes por seguir adelante con la reforma de la ley sindical, que sabíamos que era necesaria y deseada incluso por los sindicalistas.

Norman no perdió el tiempo. Hacia finales de octubre de 1981 buscó la conformidad del Gabinete sobre lo que se convertiría en la Ley del Empleo de 1982. Se cubrirían seis áreas principales.


Elevaríamos considerablemente los niveles de compensación para los despidos injustos en aquellos lugares de trabajo con afiliación sindical obligatoria.


En los lugares de trabajo en los que rigiera la afiliación sindical obligatoria se celebrarían votaciones periódicas para comprobar si dicho sistema seguía contando con el apoyo de los empleados.


Declararíamos ilegal el requisito de pertenecer a un sindicato determinado para obtener un contrato laboral, lo cual discriminaba a aquellas empresas que no tuvieran un sistema de afiliación obligatoria.


En lo sucesivo, los empresarios podrían despedir a aquellos que tomaran parte en una huelga u otro tipo de acción laboral sin verse expuestos a demandas por despido injustificado, siempre que se despidiera a todos los participantes en la huelga.


La definición de conflicto laboral legal iba a ser más estricta en varios sentidos, y subsanaría las lagunas de la ley de Jim Prior para limitar la inmunidad en caso de medidas de apoyo.


Pero las propuestas más importantes de Norman eran las relativas a la ampliación de la inmunidad de los fondos de los sindicatos entonces vigente. Según la sección 14 de la Ley laborista de Sindicatos y Relaciones Laborales de 1974, los sindicatos gozaban de una inmunidad prácticamente ilimitada frente a demandas por daños y perjuicios, incluso cuando la acción sindical no se hubiese emprendido como consecuencia o prolongación de un conflicto laboral. (...) No podía permitirse una inmunidad tan amplia. (...)


Estaba claro que los sindicatos iban a oponer una fuerte resistencia a cualquier medida que les expusiera a juicios por desacato o a pago de daños y perjuicios. (...)


Seis meses de huelga

Hacia finales de octubre, la situación experimentó un nuevo y espectacular cambio. En el plazo de una semana, tuvieron lugar tres acontecimientos que resultaron especialmente esperanzadores para nosotros y debieron representar auténticos mazazos para el señor Scargill. En primer lugar, el martes 24 de octubre, la ejecutiva de la NACOD (Asociación Nacional de Capataces, Delegados y Dinamiteros) decidió finalmente no ir a la huelga. No está claro qué fue exactamente lo que ocurrió. Con toda probabilidad, los moderados de la ejecutiva debieron convencer a los representantes de la línea dura de que sus afiliados se negarían a hacer el papel de secuaces de Arthur Scargill.

En segundo lugar, fue en aquellas fechas cuando los procedimientos judiciales empezaron finalmente a producir resultados. He mencionado ya una querella interpuesta con la NUM (Sindicato Nacional de Minería) por dos mineros de Yorkshire: el Tribunal Supremo se había pronunciado a favor de dos de los trabajadores y había dictaminado que la huelga de Yorkshire no podía considerarse «oficial». La NUM había ignorado el veredicto y, como resultado, un asombroso señor Scargill había recibido un requerimiento judicial en plena conferencia del Partido Laborista. El 10 de octubre, tanto él como el sindicato habían sido considerados culpables de desacato y les había sido impuesta una multa de 1.000 y 200.000 libras respectivamente. La multa del señor Scargill fue pagada anónimamente, pero la NUM se negó a pagar y el Tribunal Supremo ordenó el embargo de sus bienes. Pronto quedó claro que el sindicato minero se había preparado para la eventualidad, pero la presión financiera a la que se vio sometido fue muy fuerte y su capacidad organizativa quedó mermada.


Finalmente, el domingo 28 de octubre –tan sólo tres días después de la orden de embargo– el «Sunday Times» reveló que un miembro de la NUM había visitado Libia y había apelado personalmente al coronel Gadafi, pidiéndole apoyo. Estas noticias eran asombrosas y hasta los amigos del señor Scargill quedaron consternados. (...)


En septiembre habían empezado a aparecer informes de que la NUM estaba recibiendo ayuda de los mineros soviéticos, un grupo cuyos miembros habrían visto con envidia las libertades, ingresos y condiciones de sus equivalentes británicos. La información fue confirmada en noviembre. Nuestro desagrado ante estas informaciones fue puesto en conocimiento del embajador soviético de forma inequívoca, y yo misma le planteé el tema al señor Gorbachov, quien afirmó no estar al corriente.


Todo esto dañó gravemente la causa de la NUM, incluso de cara a otros compañeros sindicalistas. El pueblo británico siente gran simpatía por quien lucha por su puesto de trabajo, pero muy poca por quien busca la ayuda de potencias extranjeras para destruir la libertad de su país.


La vuelta al trabajo

Resultaba ya evidente para los mineros y la opinión pública en general que la TUC (Unión de Sindicatos) no estaba dispuesta a impedir que los acontecimientos siguieran su curso, ni tenía capacidad para hacerlo. Los mineros estaban volviendo al trabajo en gran número y el ritmo iba en aumento. El miércoles 27 de febrero se alcanzó la cifra mágica: más de la mitad de los afiliados a la NUM habían abandonado ya la huelga. El domingo 3 de marzo, se votó a favor de la vuelta al trabajo, en contra de los consejos de Scargill. Aquel domingo concedí una entrevista a los periodistas en el exterior del Número 10. A la pregunta de quién había ganado, si es que había ganado alguien, repliqué: «Si alguien ha ganado han sido los mineros que permanecieron en el trabajo, los estibadores que permanecieron en el trabajo, los trabajadores del sector de la energía que permanecieron en el trabajo, los conductores de camiones que permanecieron en el trabajo, los ferroviarios que permanecieron en el trabajo y los directivos que permanecieron en el trabajo. En otras palabras, toda la gente que hizo que las ruedas de Gran Bretaña siguieran girando y que, a pesar de la huelga, logró una producción global récord en el país el año pasado. Ha sido toda la población trabajadora de Gran Bretaña la que ha mantenido en marcha el país».

Así terminó la huelga. Había durado casi un año. Incluso en aquel momento era imposible tener la seguridad de que los sindicatos no fueran a encontrar alguna nueva excusa para convocar otra huelga el invierno siguiente, por lo que adoptamos medidas para volver a acumular reservas de carbón y petróleo y continuamos vigilando muy de cerca los acontecimientos en la industria del carbón. Me preocupaba especialmente el peligro al que se enfrentaban los mineros que se habían mantenido en sus puestos y sus familias ahora que la atención general se había alejado de los pueblos mineros.


Como conflicto laboral, la huelga había sido totalmente innecesaria. La posición de la NUM durante toda la huelga –que no se podían cerrar los pozos no rentables– era totalmente irracional. Jamás durante todo mi periodo como primera ministra hubo ningún otro grupo que hiciera demandas similares, y menos aún que fuera a la huelga por ellas. Solamente en un estado totalitario, con una economía de sitio, una industria nacionalizada, control de la mano de obra y barreras a la importación, podría haber funcionado la industria del carbón al margen de las realidades financieras. Pero para gente como Scargill, éstos eran objetivos deseables.


La inviabilidad de la política de la NUM respecto al cierre de los pozos es una pista más sobre la naturaleza real de aquel conflicto.


Fue una huelga política, y por ello su resultado tuvo un alcance que trascendía con mucho la esfera económica. Desde 1972 a 1985, la opinión al uso mantenía que Gran Bretaña sólo era gobernable con el consentimiento de los sindicatos. Ningún Gobierno podía realmente sobrevivir a una huelga importante, especialmente a una huelga del sindicato minero y menos aún salir victorioso–. Incluso cuando estábamos introduciendo reformas en las leyes sindicales, superando conflictos menores como la huelga de las acerías, mucha gente, y no sólo de izquierdas, seguía pensando que los mineros tenían en su mano el veto definitivo, y que algún día lo utilizarían. El día de la confrontación había llegado y había tocado a su fin. 

Nuestra determinación de hacer frente a la huelga animó a los sindicalistas de a pie a hacer frente a los activistas de la organización. Lo que el resultado de la huelga dejó perfectamente claro fue que la izquierda fascista no conseguiría hacer ingobernable Gran Bretaña. Los marxistas querían desafiar las leyes del país con el fin de desafiar las leyes de la economía. Fracasaron y, al hacerlo, demostraron hasta qué punto son mutuamente interdependientes una economía libre y una sociedad libre. Es una lección que nadie debería olvidar.
 
Margaret THATCHER
 

Ficha
-Título del libro:  «Los años de Downing Street».
-Autor: Margaret Thatcher.
- Edita: Aguilar.
-Sinopsis: Relato de los hechos y las personas de los años de la que fuera «premier» británica. Nos cuenta en primera persona y con gran precisión cómo afrontó sucesos tan relevantes como la guerra de las Malvinas, la bomba del IRA en Brighton o la huelga de los mineros que tuvo al país en jaque durante un año.
(La Razón)

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