LA ENSEÑANZA Y SU CIRCUNSTANCIA
La convivencia (antes disciplina)
Por José Aguilar Jurado
Casi todo el mundo está de acuerdo con que una de las causas del deterioro de la enseñanza española es la falta de disciplina. Ya llevamos décadas con ese problema, que en secundaria es tremendo, en primaria preocupante, y hasta en muchas universidades se está notando. |
Alguno pensará que qué más da. Pero, evidentemente, no es lo mismo una cosa que otra. Un ejército debe actuar con disciplina, no con convivencia. Y en los deportes de equipo no se consiguen resultados con convivencia, sino a base de disciplina táctica y de entrenamiento.
Pero la permuta léxica tenía más calado: se trataba de igualar la función del profesor con la de los alumnos. Convivencia entre todos, buen rollito, paz y amor. Es evidente que un profesor desea que haya una grata convivencia entre sus colegas de claustro. A nadie le gustan las disputas y las malas caras. También entre los alumnos de una clase es deseable que haya buena convivencia y no exista bullying u otros abusos. Pero entre el profesor que da la clase y los alumnos que la reciben no hay convivencia que valga. No es una relación simétrica, sino que cada parte debe exigir cosas distintas a la otra.
El alumno debe exigir al profesor conocimiento de su asignatura, rendimiento docente y justicia con las notas. Y el profesor debe exigir a sus alumnos estudio, aplicación y disciplina. Digo yo. Que se lleven peor o mejor es cuestión de carácter, de empatía y de humores. Pero lo sustantivo es que el profesor enseñe y el alumno aprenda.
Con la Logse vino la ESO: Enseñanza (ahora Educación) Secundaria Obligatoria. O sea, la comprensividad: todos en la misma aula, independientemente de su capacidad, de su interés, de su rendimiento y de su voluntad de estudio. Y en las clases de la ESO empezaron a proliferar los alumnos disruptivos (otro eufemismo, por gamberros).
Las reglas disciplinarias (ya normas de convivencia) se relajaron. El inalienable derecho universal a la educación impedía tomar medidas drásticas. La expulsión de clase estuvo durante un tiempo proscrita. La casta pedagógica hizo creer a los profesores que la indisciplina (la falta de una adecuada convivencia) era responsabilidad de los profesores, que no sabían motivar a los alumnos díscolos.
Y seguramente que enseñaban materias alejadas de los intereses inmediatos de los muchachos: Latín, Literatura, Matemáticas, Física... cosas así. Los contenidos se fueron descargando, cada vez más. No solo en los programas, sino en la realidad del aula.
Pero, pese a la superficialidad de los diseños curriculares (antes temarios), la indisciplina siguió creciendo. Se daban casos, un día tras otro, ya no de barullos en clase, sino de insultos, ofensas y agresiones. Tanto entre los propios alumnos como de los alumnos al profesor. El que mostraba debilidad (profesor o alumno) era víctima de un acoso constante. La impunidad se enseñoreó de muchas aulas, con el beneplácito de las autoridades educativas y con la indiferencia de los políticos, que estaban a la cosa de la propaganda y del qué bien lo hacemos.
Y en esas estamos. Las normas de convivencia (antes disciplina) algo han mejorado en algunas autonomías, que incluso han dotado al profesor de la condición de autoridad pública. Pero siguen siendo blandas. Aunque ahora ya se castigan comportamientos que atentan gravemente contra la convivencia, esos castigos suponen un jaleo burocrático y procedimental tremendo.
Se rellenan partes, se nombra un instructor, se emprende un proceso que incluye entrevistas, informes, reuniones de la comisión de convivencia, del consejo escolar... para que al final el chico se vaya una semana a su casa. Como mucho, un mes, en los casos gravísimos. La máxima sanción, para agresiones o cosas así, es el cambio de centro. Es decir, que se le pasa el muerto a otro instituto.
Pero los verdaderos problemas disciplinarios no son los insultos y las agresiones. Eso es –o debería ser– asunto de código penal.
El problema es que se tolera que en la clase haya un moderado bullicio, que los alumnos se levanten de su asiento, que dormiten, que acudan a clase ataviados (o desataviados) a su antojo, que cuchicheen mientras el profesor explica, que jueguen, que no guarden compostura, que se distraigan, que distraigan a los demás, que se rían sin venir a cuento, que se dirijan incorrectamente al profesor, que no hagan deberes, que no lleven a clase material, que sean impuntuales, que tiren papeles al suelo, que haraganeen...
En suma: a menudo se permite que las condiciones de la clase sean desagradables y nada propicias para el aprendizaje.
En la mayoría de los institutos y colegios públicos, en mayor o menor grado, se tolera ese ambiente, digamos, informal y relajado, siempre que la cosa no pase a mayores. Pero es precisamente la resignación a esa indisciplina de baja intensidad lo que está en la base del fracaso escolar y de la indigencia cultural de amplias capas de nuestra juventud.
Sin silencio, compostura, atención y estricto orden en clase es imposible aprender. Y esto es así desde las más tiernas edades. Porque antes que la enseñanza está la domesticación, si me permiten la hipérbole. No basta con erradicar la violencia y el gamberrismo que todavía existen en las aulas (eso, por descontado).
Se trata de aprovechar el tiempo y los recursos públicos no para estabular niños y adolescentes, sino para que aprendan. O sea, de disciplinar. ¿Que los padres no los disciplinan en casa? Allá ellos: en las aulas públicas han de estar disciplinados o, si no, no entran. ¿Que la tele, los videojuegos y las posibilidades de ocio actuales distraen a los jóvenes? Pues vale, pero en clase tienen que estar quietos y callados. Sin más.
Conseguido esto, pongámonos a hablar de cómo se enseña, de qué se exige, de cómo se selecciona a los profesores, de si las competencias educativas han de ser del Estado o de las Comunidades Autónomas, de si hay que dar Educación para la Ciudadanía o de si está bien impartir Religión. O de si el idioma vehicular ha de ser el inglés, el español o el panocho. Que esa es otra.
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