lunes, 19 de abril de 2010

EL RETRETE SEPARATISTA.






ADEU, ESTATUT.


Si algo ha acreditado el tan tedioso asunto del Estatut es que Ortega andaba en lo cierto cuando acuñó aquello de la conllevancia, su sereno, fatal acuse de recibo de que el problema catalanista, simplemente, no tiene remedio. Razón última de que el texto aún vigente, ése que cometieran Zapatero y Mas con nicotínica nocturnidad, en nada haya atenuado el afán soberanista, de lejos ya hegemónico en el seno del nacionalismo dizque tibio. Al contrario, la reforma implícita de la Constitución forzada por la temeraria bisoñez de un oportunista miope, en lugar de aplacarlos, los galvanizó. Acaso el proceso haya servido con tal de atenuar el mortificante complejo de inferioridad identitaria que padecen Montilla y su gente, sempiternas víctimas del síndrome del realquilado con derecho a cocina. Aunque para nada más.

He ahí, enésima prueba del nueve, el surtido de performances independentistas que no cesan de promover los convergentes en cada palmo urbanizado de la nación virtual. O el cotidiano carrusel de posados insurreccionales en la prensa doméstica, festival de la charlatanería sediciosa en el que todos compiten con todos a ver quién la dice más gorda, según la ancestral norma vigente en los patios de los colegios. Al final, lo único que habrá propiciado la muy irresponsable frivolidad de Zapatero, ésa misma que ahora se apresta a corregir el Constitucional merced a algún asomo del más digno azañismo, es la eclosión de una renovada mitología victimista; el relato sentimental de otro agravio histórico, invariable carburante que desde siempre ha alimentado el imaginario del catalanismo político.

Para eso hubimos de embarcarnos en un viaje a ninguna parte durante el que se pretendió olvidar que, aquí, no hay más nación que la española, ni más símbolos nacionales que los españoles, ni más sujeto de la soberanía que el pueblo español, ni más derechos históricos que los enunciados en la Constitución española, ni más bilateralidad que la implícita en las relaciones de España con los demás Estados nacionales del mundo. En El estandarte, novela ambientada en el instante último del Imperio austro-húngaro, deplora un personaje: "A veces los hombres destruyen edificios que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada. Son capaces de quemar palacios tan sólo para calentarse las manos". Así el Solemne. (José Garcia Domínguez/LD)

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