Félix de Azúa: 'Veloz progreso hacia el pasado'
El neonacionalismo actual, como el catalán o el vasco, pertenece al conjunto de presiones derechistas que quieren acabar con los restos cívicos de la Transición.
Uno de los muchos vizcaínos huidos de la represión política vascongada y que vive en Cataluña desde hace 30 años me contaba la semana pasada lo siguiente. Tiene él un amigo, excelente profesional y persona bien situada, que adolece de un profundo sentimiento nacional y es separatista desde sus años universitarios. Ello no ha impedido en ningún momento que se lleve bien con el vasco, persona más bien escaldada en ese terreno y poco dada a la expansión patriótica. Sin embargo, según me dijo, el tono de las conversaciones ha ido variando a lo largo de este año que ahora termina. En su último encuentro, el educado ciudadano catalán le había dicho con gesto ufano que la independencia sería inevitable en un plazo de seis años y que tal era el cálculo de los partidos nacionalistas, no sólo los fanáticos y el de la derecha católica, sino también buena parte de los socialistas catalanes acomodados. Mi amigo tragó saliva y le preguntó si había planes, también, para ellos. “¿Para quiénes?”, preguntó el separatista. “Para los españoles que vivimos en Cataluña”. “¡Oh, por supuesto! Tendréis 20 años para elegir”. Mi amigo insistió, con una sonrisa, sobre qué era lo que tendría que elegir. Su colega dejó escapar una alegre carcajada, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue hacia otra mesa.
Hay en Cataluña una masa significativa, quizás en este momento en torno al 20% de la población, que piensa muy seriamente como el caballero separatista y ocupa lugares estratégicos del sistema económico, mediático y político catalán. La cifra se ha multiplicado durante el Gobierno de Zapatero, precisamente por lo comprensivo que ha sido con las exigencias separatistas. Como saben bien quienes han conocido las peores etapas vascas, las concesiones sólo sirven para estimular las exigencias porque siempre se interpretan como debilidad. La consigna nacionalista dice que fue la intransigencia de Aznar lo que multiplicó a los separatistas, pero lo cierto es que ha sido Zapatero quien ha construido a Montilla y con Montilla llegaron los referéndums soberanistas. ¿Que no son vinculantes y que no llevan a ningún sitio? ¡Menuda simpleza! La política pública (otra cosa son los negocios subterráneos) es exclusivamente mediática y para los medios nacionalistas (que aquí son (casi) todos) Cataluña ya se ha volcado en la secesión.
Lo peligroso de la independencia no es el hecho en sí. ¿A quién le importa que de la noche a la mañana aparezcan en el mapa Macedonia, Croacia o Kosovo? Lo inquietante es el tipo de poder que se instala en esos reductos. Las “nacionalidades” de nueva creación son productos etiquetados con el sueño de una idealización, y el peso de su publicidad (en ausencia de guerra, las naciones se venden como mercancías) descansa sobre mitos o sobre sucesos que tuvieron lugar hace siglos. Como no puede ser de otro modo, los nacionalismos son muy conservadores, están anclados en el pasado y tienen una sólida base burguesa. Cada paso hacia la independencia trae consigo colosales negocios locales. Así es el nacionalismo franquista, el lepenismo francés, el de la Liga Norte o el de los xenófobos septentrionales. Nadie ha conocido jamás un nacionalismo obrero. Frente a esta evidencia, los separatistas suelen aducir el nacionalismo de las viejas colonias como Cuba o Argelia y sus derivados tipo Chávez. Me parece más prudente no pisar ese charco de sangre.
El neonacionalismo actual, como el catalán o el vasco, pertenece al conjunto de presiones derechistas que quieren acabar con los restos cívicos de la Transición. Es un regreso a la sociedad pre-democrática controlada por los poderes feudales regionales mediante la secular alianza del campesinado con la oligarquía. De ahí la importancia que tiene entre los separatistas la palabra “pueblo” y la escasa atención que dan al término de “ciudadano”. De ahí también la constante animización mágica del catastro, “Cataluña exige, Cataluña ha dicho, Cataluña ha decidido…”, o la obsesión con el folklore inventado por las élites regionalistas del romanticismo. Y no es de extrañar que el primer referéndum independentista del pasado domingo se celebrara en un pueblo de 120 habitantes. Su independencia es ontológica, o sea, no tiene remedio. Es el símbolo supremo de la nación añorada: agraria, montañesa, minúscula, la puede gestionar un párroco.
Ahora bien, la independencia real, lo que suele denotarse con el término “soberanía” que tanto usan los nacionalistas catalanes, significa asumir la plena capacidad legal para declarar el estado de excepción, según la clásica definición de Carl Schmitt. Son muy recomendables las reflexiones de Giorgio Agamben comentando a Walter Benjamin sobre este punto en el recién traducido El poder del pensamiento (Anagrama). Suspender la legalidad vigente de modo legítimo es lo propio del soberano, sea éste una persona o una institución. De hecho, los nacionalistas de Montilla ya están legalizando a toda prisa un Tribunal Constitucional catalán para cuando suspendan la Constitución española. No sabemos, de todos modos, si estos soberanistas están dispuestos a plantear el estado de excepción prescindiendo de un Ejército de respaldo y contando tan sólo con la presión mediática y económica. Se han dado escisiones pacíficas, como la de la nación llamada Eslovaquia, y es posible que un proceso semejante pueda aplicarse en el futuro a Chipre para separar a turcos de helenos, pero creo dudoso que sirva para España, aunque sólo sea porque en otras regiones hay un nacionalismo español tan radical como el catalán o el vasco y de similar ideología. Es cierto que está permanentemente controlado y apenas representa peligro alguno, pero dudo de que se quede sentado mirando la tele cuando se le arranque una cuarta parte de lo que él considera que es su nación.
En cambio, el caso vasco lleva camino de emprender otro derrotero mediático a partir de la expulsión del PNV de los resortes económicos del Gobierno autonómico, aunque no de todos. Allí, los socialistas han tomado una posición coherente con la tradición de la izquierda europea y, de momento, mucha gente respira aliviada por primera vez desde hace medio siglo. La peculiaridad del caso catalán es que el partido socialista (que escribe su logo con esta grafía: psC para subrayar que son más catalanes que socialistas) era el órgano que debía corregir la deriva conservadora, constituida en verdad como un movimiento nacional en consonancia con la herencia rural y oligárquica del nacionalismo catalán. Sin embargo, y contra toda la herencia ilustrada, progresista o revolucionaria del partido, los socialistas catalanes (en realidad, tan sólo su acomodada cúpula dirigente) han asumido en los últimos cinco años los mitos del nacionalismo conservador y rural, su lenguaje se ha vuelto casi exclusivamente sentimental y apenas se distingue del de sus socios separatistas.
Este giro derechista del socialismo catalán, no obstante, parece compartido por el Gobierno de Zapatero, cuya errática e improvisada política va deslizándose paulatinamente hacia posiciones de una irracionalidad incompatible con la experiencia del socialismo europeo. Un populismo, una obsesión por el espectáculo, una cerrazón sectaria, una frivolidad moral, que han otorgado fuerza inesperada a las oligarquías regionales sin obtener absolutamente nada a cambio. Este periodo de gobierno socialista se cerrará con tan sólo dos leyes que puedan considerarse más o menos progresistas: la que permite el aborto de las adolescentes sin permiso paterno y la que concede el matrimonio a las parejas homosexuales. Las pérdidas, como es evidente, tienen otro monto. El balance es desolador.
Quién nos iba a decir a quienes fuimos votantes del socialismo catalán que algún día sentiríamos envidia del País Vasco. Y quién nos había de decir que serían los socialistas catalanes quienes precipitarían en el descrédito al socialismo español.
Félix de Azúa es escritor.
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¿Y SI EL MAL FUERA EL CATALANISMO?
¿Por qué todo es tan previsible? El catalanismo ha llamado a arrebato. Ya sabe que el actual Tribunal Constitucional no legitimará al actual Estatuto. En su interpretación más benévola, 14 artículos eran rechazados y 25 interpretados. Y aún así, la ponencia fue rechazada.
Los catalanistas han tomado nota, cualquier otra sentencia será peor. Y como un mal perdedor, recurren a una vieja treta antidemocrática: desautorizar al tribunal cuando el resultado se prevé inevitablemente adverso. En el trapicheo esperan alcanzar dos ventajas: lograr imponer magistrados de su cuerda después de desacreditar a los actuales, y ganar tiempo, sobre todo ganar tiempo. En el primer caso, caen en la misma deslealtad que critican. En el segundo, pretenden consolidar por acumulación de tiempo lo que previsiblemente la legalidad constitucional no le garantizará.
El primer amago para deslegitimar al Tribunal Constitucional lo lanzó Artur Mas a la prensa en el 2008 con motivo de un revuelo mediático en el que se lanzó el temor a una sentencia adversa contra el estatuto. Poco a poco se fueron sumando a la descalificación el resto del catalanismo. Cada uno con su partitura particular, pero todos con el mismo guión. Hasta completar una desvergonzada rebelión contra las instituciones constitucionales. O sea, contra España, que de eso se trata.
El fracaso de la historia de España como nación democrática ha llegado siempre de la falta de respeto a las normas legalmente establecidas. Las asonadas militares pudieran parecer las máximas culpables, pero hay otras no menos perniciosas que siempre las precedieron. Todas nacidas de la escasa cultura democrática española, como el nulo respeto por las normas establecidas y la falta de tolerancia ante la derrota. Este es un caso diáfano. Rompo la baraja porque la partida arruina mis expectativas.
No lo duden, la nueva puesta en escena del catalanismo, de todo el catalanismo (el mediático, el cultural, el religioso, el político y el deportivo) será la cruzada contra la legitimidad de los diez magistrados. Reuniones, pactos, manifiestos, editoriales conjuntos, aquelarres teatrales en el Parlamento, amenazas y chantajes, un enjambre de articulistas, cantautores y oenegés liderados por el Dret a Decidir y mucha TV3 y más radio, incluso un mosaico en las gradas del Camp Nou para plasmar en colores lo que la realidad les niega. Las vísceras de la nación contra los derechos cívicos de los catalanes. O sea, albañiles, camioneros, asistentas y cajeras, maestras, fontaneros, cocineros, vendedores, enfermeras, camareros... ¡ay!, ese 64 % de catalanes que ni votaron el tuneado del estatuto, ni llorarán su baño de realidad. Todo precedido de duras descalificaciones, la última del mismísimo expresidente Jordi Pujol: el TC "no merece ni confianza ni respeto". Y el actual, José Montilla, dispuesto a minar su credibilidad a través de una declaración solemne del Parlamento de Cataluña. Diagnosticado el resultado, es urgente dar argumentos a los ciudadanos de Cataluña para justificar el desacato masivo a la futura sentencia. Y a seguir viviendo del negocio nacional. De momento ya ha llegado a pactar los siguientes disparates con Artur Mas: recusar a los magistrados que hayan excedido su mandato, declarar que el Constitucional se declare incompetente para juzgar el Estatuto e impedir que pueda juzgar cualquier Estatuto aprobado en referéndum. Ni tienen vergüenza, ni respetan las reglas democráticas más elementales. Con una irresponsabilidad difícil de catalogar, minan el prestigio de las instituciones que les garantizan la legitimidad de sus cargos. Por ese camino los nacionalistas saben dónde quieren llegar, pero Montilla y el PSC sólo huyen de la quema sin darse cuenta que cuando tengan la necesidad de volver la vista atrás, habrá desaparecido el camino.
En estos últimos años, se ha contrapuesto la legitimidad y la moderación del catalanismo a los excesos del nacionalismo y el independentismo. Pero ha sido el catalanismo quien los ha engendrado y quien ha otorgado privilegios a unos catalanes y nos ha privado de derechos a otros. Nos hemos dado coartadas, el mal venía de los excesos nacionalistas. A salvo quedaba la voluntad cultural del catalanismo para recuperar señas de identidad y derechos arrebatados.
Es posible que nos hayamos equivocado. Habrá que empezar a preguntarse en voz alta si el mal es el propio catalanismo. Legitimado por 40 años de franquismo, olvidamos que la raíz de su doctrina es racial y profundamente integrista. Él nos ha traído hasta aquí. Él ha sido y es, hoy más que nunca, el caldo de cultivo donde han fermentado emociones en detrimento de procedimientos políticos racionales. El catalanismo es la coartada donde han sobrevivido todos los espectros reaccionarios superados por la Revolución francesa, la Ilustración y los Estados de derecho. De ahí su inclinación romántica por los derechos históricos, su prioridad por el territorio frente a los derechos individuales de los ciudadanos, la imposición de la lengua única como signo de identidad nacional, la asimetría judicial, territorial, económica y fiscal frente al bien común que la Constitución avala, el derecho a la diferencia frente a la igualdad de derechos y obligaciones de todos los españoles. De ahí su obsesión por remarcar y crear diferencias en lugar de buscar empatías. Al final, la filosofía de fondo nos deja una atmósfera reaccionaria y antigua, tramposamente presentada con fórmulas de rebeldía y libertad nacional. Una modorra de la que hemos de despertar.
Ese caldo de cultivo es de naturaleza emocional; legítima, sin lugar a dudas, pero como todo lo sentimental, nunca debiera haber excedido el derecho individual a sentirla y vivirla como mejor convenga a cada cual. Jamás debiera haber sido instrumentalizada con el fin de convertirla en materia jurídica y política. Y menos aún para fundamentar esencias nacionales, y de ellas extraer las justificaciones para excluir al resto de catalanes por querer vivir su catalanidad bajo los principios de la ciudadanía constitucional.
Quien tenga valor para plantearlo así, se habrá de enfrentar a una sociedad altamente intoxicada, pero también habrá dado el primer paso hacia la salida del laberinto. Deberá aceptar los costes electorales de los pioneros, pero habrá hecho un servicio impagable a la igualdad de todos los españoles y al Estado.
El catalanismo tiene derecho a existir, pero ninguno a excluir al resto de catalanes de su ciudadanía y de su catalanidad. El catalanismo no es la esencia de Cataluña, sino su parte integrista. El catalanismo ha de democratizarse, dejar su esencia sentimental y aceptar las reglas del liberalismo político, como la tolerancia y el pluralismo cultural, ha de aprender a incluir, no a excluir para ser. Por eso es preciso plantarse, hacerle un pulso democrático sin temor a ser considerado anticatalán: muy al contrario, ese será el primer paso para recuperar el orgullo de ser catalanes sin tener que ir por la vida humillando o siendo humillados.
Desenmascarar su naturaleza antiliberal, no será sencillo. Serán necesarias altas dosis de pedagogía y salvar de su desvarío los legítimos derechos culturales y lingüísticos que ha secuestrado para abrir zanjas entre unos catalanes y otros y entre unos catalanes y el resto de españoles. No será fácil separar, hacer comprender a todos los que de buena fe creen ver en él el instrumento para defender con eficacia la lengua y cultura propias, que esos y otros derechos quien los garantiza de verdad no es la quimera de una nación romántica futura, sino el Estado de Derecho que todos nos hemos dado y que garantizan las reglas constitucionales. Precisamente esas reglas que quieren romper una vez más, como vulgares españolazos.
Se acabó el tiempo de los complejos. Los gestores del catalanismo en Cataluña son una oligarquía política profundamente antidemocrática. Cuanto más pronto nos demos cuenta, antes y con menos costes devolveremos la comunidad autónoma de Cataluña a todos los catalanes. Por eso, los catalanes hemos de hacer un pulso democrático al catalanismo. Empezando por denunciar el golpe institucional contra el Tribunal Constitucional. (Antonio Robles).
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