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La nueva cara de la
vieja izquierda
El núcleo duro de este movimiento apela
a la nacionalización de la Banca, a expropiaciones masivas y a programas de
redistribución de riqueza.
Respecto a la primera pregunta, no hay que investigar demasiado. Sólo hay que darse una vuelta por Internet para comprobar que extrema izquierda y 15-M son una misma cosa. Unas siglas que aún guardan algo de prestigio entre la opinión pública y que esa misma extrema izquierda utiliza como marca blanca tras la que parapetarse.
Y no es del todo necesario buscar en la web. Basta con acercarse a cualquiera de las manifestaciones que el 15-M ha convocado por la geografía española en los dos últimos años para percatarse de que no es más que una pantalla. En las concentraciones de la plaza de Neptuno que tuvieron lugar durante el otoño pasado, o en los sucesos de hace un año en Valencia, lo que proliferaban eran banderas republicanas, estrellas rojas y lemas típicamente izquierdistas.
Eso por no hablar de las consignas y hasta de la propia dialéctica marxista que impregna sus manifiestos y pancartas. Son meridianos, dividen el mundo entre ellos, que dicen representar al 99% de la población, y el resto, que sólo forma el 1% y que explota a los demás.
Quien no lo ve es porque es ciego o no quiere verlo. Ese mismo fenómeno de afinidades selectivas se ha dado recientemente con los sitios a la sede del PP en la calle Génova. A pesar de que el PSOE está metido en tantos casos de corrupción como el PP, algunos destapados hace sólo unas semanas, ningún representante del 15-M ha levantado la voz por manifestarse en la calle Ferraz.
Tampoco lo hicieron en la primavera de 2011; es más, sus organizadores cuidaron muy mucho de dirigir la ira contra el partido de Zapatero, que, en aquellos momentos, era el principal responsable de la crisis económica y sus funestas consecuencias sobre el monstruoso desempleo juvenil. De ahí viene el impostado apoliticismo de los primeros días.
Una nueva izquierda
La izquierda ya no es lo que era. Lejos quedan los tiempos heroicos en los que, para ser o declararse de izquierdas, era necesario predicar con el ejemplo y haber leído a los clásicos del marxismo.
El izquierdista, representante adusto de la clase obrera oprimida por el capitalismo y sus agentes, pertenecía o debía pertenecer a eso mismo, al pueblo trabajador víctima de los excesos burgueses. De eso hace ya mucho tiempo. La convulsión del 68 y la posterior entronización en el poder de castas de intocables salidas del mayo parisino alumbró una nueva izquierda, algo moderada, europea, que aceptaba el sistema a cambio de introducir en él algunos cambios aparentemente cosméticos.
La realidad, sin embargo, fue muy otra. Tras una fachada aparentemente templada, los jóvenes socialistas que renegaban del comunismo soviético llevaron a cabo en los países un gran proceso de ingeniería social.
El socialismo actual, en definitiva, plagado de ismos y furibundamente antioccidental no es hijo del marxismo de principios del siglo XX, sino de esta última mutación acaecida a partir de la década de los 70. Ese izquierdismo instalado y complaciente que en España encarna mejor que nadie el PSOE ha entrado en crisis terminal.
Su Estado del Bienestar, generoso y universal, ha terminado ahogado en impagables deudas y el descrédito general de parte de unos que quieren más transferencias de riqueza, y otros que están hasta el gorro de pagar crecientes impuestos.
El fracaso del consenso socialdemócrata de los años 60, la depresión económica y la sensación de fin de régimen ha engendrado una nueva izquierda, que reniega de sus padres ideológicos y busca legitimidad en los abuelos. De ahí que esta izquierda sea más izquierda que nunca.
Una izquierda que clama de nuevo por la revolución, que busca el enfrentamiento con el adversario y que trata por todos los medios de, por utilizar sus propias palabras, “resetear el sistema”, cortando de cuajo con todo lo anterior.
En España esta ruptura se hizo visible hace ya dos años con motivo de las acampadas del 15-M. Nadie acertaba a entender qué era aquello. “Son jóvenes apolíticos”, decían muchos comentaristas, “quieren mejorar la democracia”, decían otros.
Lo que nadie o casi nadie quiso ver fue la naturaleza intrínseca de aquel movimiento a partir de la segunda semana, una vez hubo pasado el primer compás de aquel estallido de rabia e impotencia de la juventud española, condenada al paro y a un futuro incierto por culpa de un sistema que blinda el empleo de los más mayores mediante una legislación laboral plagada de rigideces.
Ese núcleo duro del 15-M era izquierda químicamente pura.
Apelaban a la nacionalización de la Banca, a expropiaciones masivas y a programas de redistribución de riqueza que hubieran hecho palidecer al más bragado sesentayochista en sus años mozos.
Desde entonces, y estamos hablando del mes de junio de 2011, el movimiento 15-M no ha hecho más que aumentar de gradación política hacia la izquierda. Sus campañas se han radicalizado y las causas que promueven son indistinguibles ya de las de la extrema izquierda de toda la vida.
El PP es la víctima perfecta porque, mal que pese a sus dirigentes, enfangados en la corrupción y en un pésimo Gobierno que está defraudando a sus bases, es el partido que representa a la España conservadora y liberal que la izquierda quiere borrar del mapa.
El PSOE asiste complacido a la operación e, incluso, anima a los manifestantes a perseverar en el asedio. No hay nada de lo que sorprenderse. Una parte nada desdeñable de los votantes socialistas simpatiza con los postulados del 15-M, un electorado desencantado con Zapatero, a quien acusa de ser poco socialista y de haberse entregado con armas y bagajes a los odiados “mercados”. (F.D. Villanueva/La Gaceta)
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