jueves, 7 de marzo de 2013

UNA DEMOCRACIA EN PELIGRO


 (Ya hemos comentado, en más de una ocasión, que España necesita un cambio de modelo político. El Estado de las Autonomías no resiste más y los españoles tampoco. O bien se elimina, o bien se reforma drásticamente. Por ejemplo, incorporando en el articulado de la Constitución las competencias exclusivas del Estado central, con prohibición expresa de transferencia a las Comunidades Autónomas. Como mínimo, Educación, Sanidad y Justicia.

Y reforma de la ley electoral, acercándola todo lo posible al principio democrático de 'un hombre un voto'. Lo diré una vez más. En las elecciones generales de 2008 (creo que fue este año) el PNV y UPyD consiguieron el mismo número de votos. Pues bien, los nacionalistas tuvieron OCHO escaños y UPyD, solamente UNO.

Esto es intolerable. Pues bien. Se trata de mínimos para que la reforma merezca este nombre. Sin descartar (no se puede hacer todo del golpe) que se eliminen la mitad de los Ayuntamientos, etcétera.

 O esto, o nos vamos (seguimos) más hacia el abismo. El que avisa no es traidor. Hablando de traidores, no hablaré de Mas. Pero este es otro problema del que ya hemos hablado por activa y por pasiva. Se trata de actuar. Ya.






UNA DEMOCRACIA EN PELIGRO.
 
La vida política no siempre advierte con claridad sobre los momentos decisivos, de forma que, a toro pasado, habrá que preguntarse cuándo se torció un país que parecía bien encaminado. 

En España, llevamos unos años en que el optimismo de la democracia se ha rendido al pesimismo de la crisis, a un sentimiento de impotencia; que nuestra democracia está en riesgo sólo lo niegan quienes afirman que, bien mirado, nunca hemos tenido una democracia verdadera, y también quienes creen que lo único que importa a los españoles es el bienestar material, que en cuanto se logre superar la crisis, se acabarán los problemas.

Cinismos aparte, asusta comprobar que la coincidencia en el diagnóstico no encuentra eco suficiente en los líderes que apuestan por una estabilidad impostada. Esta es, por cierto, una característica común en casi todas las catástrofes: la ineptitud de los dirigentes para distinguir una crisis ordinaria de los procesos destructivos

 Las verdaderas catástrofes sólo se dan cuando al encadenarse sucesos causalmente independientes, únicamente se atiende a los fenómenos más urgentes para olvidar las quiebras más profundas. Afirmar que en España padecemos algo más que una crisis económica, y multiplicar los calificativos de preferencia de cada cual (política, social, territorial, institucional, moral, etcétera) es tan obvio que no merece la pena detenerse a recordarlo. La verdadera cuestión es cómo empezar a superar los problemas más de fondo, y lo primero que debiera quedar claro es que jamás se trata adecuadamente una dolencia que no se reconoce con valentía.

Cuando se examina, por ejemplo, la crisis de 1898, llama la atención el que los políticos no fuesen capaces de evitar una guerra suicida con los Estados Unidos, aunque ellos, y los militares, sabían perfectamente que eso nos llevaría a la derrota y a la humillación. No fueron capaces de cortar de raíz las absurdas bravuconadas que la prensa acogía y aireaba, y esa falta de valor para reconocer nuestra debilidad nos llevó a un desastre que habría podido evitarse. Se puede pensar que aquella situación no tiene mucho que ver con la presente, por más que la recuerde el profesor Junqueras para hacer verosímil el desgajamiento de Cataluña, pero hay una coincidencia en que nadie se atreva a llevar la contraria a los errores que nos pueden llevar a un fracaso por miedo al “qué dirán”. 

Estos complejos y costosos aparatos políticos viven de impuestos crecientes e insostenibles, ahogan a las empresas, cercenan el crecimiento económico y condenan a los españoles sin padrino al paro. Los políticos saben mejor que nadie que han creado un monstruo político que está agotando las energías y los recursos de la sociedad española, pero no se atreven a afrontar el desgaste que les supondría prescindir de unos complejos y costosos aparatos que no son necesarios para nada distinto al boato de sus jefes. Estos barrocos entramados viven de impuestos crecientes e insostenibles, ahogan a las empresas, cercenan el crecimiento económico y condenan a los españoles sin padrino al paro, en un proceso degenerativo imparable que ha creado una nueva España oficial a costa del hundimiento de una España real cada vez más débil y sumisa. 

Este poderoso sindicato de intereses creados ha impedido incluso que el PP cumpla el programa con el que ganó las elecciones, al apostar Rajoy por una salida continuista de la crisis, una política que nadie sabe explicar, de modo que, un año después, estamos peor que doce meses atrás. Pese a las añagazas propias de cualquier gobierno, la economía productiva se extingue, y lo único que avanza es la demagogia populista y el disimulo frente a la corrupción.

Estamos ante una especie de chavismo a la española, ante la desactivación de las alternativas políticas, con un Gobierno que se acoge al penoso disfraz de la tecnocracia, y que renuncia no sólo a cualquier política distinta en el área económica, sino a todo lo demás, sea el trato a los etarras, la educación o la política territorial. Rajoy calcula que le salvará el renacer económico y el atavismo moral frente a la izquierda, pero ambos recursos resultarán tan improbables como inútiles, entre otras cosas porque los electores quieren que votar al PP sirva para algo más noble que pagar sueldos millonarios al señor Bárcenas, o para algo menos surrealista que las amenazas a los discrepantes de un ministro de Hacienda tan singular que se jacta de que, cuando paguemos un poco más, nos bajará los impuestos.

Sin diversidad política y sin un clima exigente de ejemplaridad pública es imposible que subsista la democracia, y el PP de Rajoy se está encargando de que no las haya. Por eso, la única esperanza de que esto no acabe realmente muy mal está en que en el seno del PP surjan fuerzas que rompan la inercia que se ha impuesto por la actual dirección, que se ha empeñado en convertir al PP en un mero séquito de amigos leales, pasivos y silenciosos. O eso, o acabar con el bipartidismo, como algunos añoran, pero esto último es como los números de circo, “más difícil todavía”; o sea que tal vez estemos muy cerca del momento en que todo se estropee definitivamente. 

*José Luis González Quirós es analista político-El Confidencial)

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