Lunes , 05-04-10
PARA entender lo que se cuece en Cataluña -desde la discusión, elaboración y aprobación del nuevo Estatuto-, hay que partir de un hecho consumado y un interés electoral. El hecho consumado: el nacionalismo catalán -de derecha e izquierda- ha dado un paso adelante y ya no se pregunta por el «ser», sino por el «estar».
De ahí que el nacionalismo catalán impulsara un nuevo Estatuto sin que, propiamente hablando, existiera demanda ciudadana. El interés electoral: el PSOE, para acceder primero al poder y mantenerse luego en el mismo, necesitaba consolidar y aumentar ese granero de votos socialistas que es Cataluña. De ahí que Rodríguez Zapatero prometiera respetar el nuevo Estatuto que surgiera del Parlament -promesa que cumplió a medias- con el doble objetivo de connotar negativamente a un PP que se opondría y captar parte del voto frontera que el PSC comparte con CiU. Vayamos por partes.
De ahí que el nacionalismo catalán impulsara un nuevo Estatuto sin que, propiamente hablando, existiera demanda ciudadana. El interés electoral: el PSOE, para acceder primero al poder y mantenerse luego en el mismo, necesitaba consolidar y aumentar ese granero de votos socialistas que es Cataluña. De ahí que Rodríguez Zapatero prometiera respetar el nuevo Estatuto que surgiera del Parlament -promesa que cumplió a medias- con el doble objetivo de connotar negativamente a un PP que se opondría y captar parte del voto frontera que el PSC comparte con CiU. Vayamos por partes.
Como se sabe, desde mediados del XIX, el nacionalismo catalán se ha obsesionado por la cuestión de la identidad. Por la cuestión del «ser». Inspirándose en la línea teórica que conduce de Ernest Renan a José Stalin, el nacionalismo catalán concluye que Cataluña es una nación al constituir una comunidad diferenciada dotada de voluntad de ser y de identidad, lengua, cultura, carácter e historia propios. El uso de lo «propio» -construido gracias a un proceso de mitificación, imaginación, manipulación, olvido o exclusión de la realidad del otro- es la expresión de una afirmación heráldica que se formula para marcar la diferencia con lo «impropio», es decir, lo español.
Pero en la definición del «ser» hay algo más: la creencia -ahí radica el secreto de la obsesión identitaria- de que Cataluña, por el hecho de ser una «nación», tiene derecho a decidir libremente su futuro. Verbigracia: a Cataluña le correspondería, por definición -por ser lo que dicen que es-, un Estado propio. Superada la cuestión del «ser» -el «ser» nacional de Cataluña es dogma de fe para el nacionalismo catalán de derecha e izquierda-, concebida España como lo exterior, el «estar» irrumpe en esta historia.
Pero en la definición del «ser» hay algo más: la creencia -ahí radica el secreto de la obsesión identitaria- de que Cataluña, por el hecho de ser una «nación», tiene derecho a decidir libremente su futuro. Verbigracia: a Cataluña le correspondería, por definición -por ser lo que dicen que es-, un Estado propio. Superada la cuestión del «ser» -el «ser» nacional de Cataluña es dogma de fe para el nacionalismo catalán de derecha e izquierda-, concebida España como lo exterior, el «estar» irrumpe en esta historia.
Que la cuestión del «ser» está resuelta, que la cuestión del «ser» está presente en la vida cotidiana de los catalanes lo quieran o no -el nacionalismo actúa sobre el subconsciente individual-, se constata en la existencia de un «nacionalismo banal» (Michael Billig) que se percibe en los símbolos, la lengua, la terminología oficial, la rotulación callejera, la estructura administrativa, la escuela, la cultura, la información meteorológica, los mapas, el deporte o el ocio.
En este sentido, Cataluña transmite una imagen que podríamos calificar de Estado o casi Estado. Con la cuestión del «estar» ocurre algo similar. En Cataluña se advierte ya un nacionalismo banal del «estar» que, como un rizoma, emerge aquí y allá bajo diversas manifestaciones retóricas y prácticas. Manifestaciones retóricas como -dejando a un lado las consabidas de ERC o CiU- las de José Montilla -presidente de una institución del Estado llamada Generalitat de Cataluña- cuando habla de «construir Cataluña» y de «horizonte nacional» al tiempo que -dice- «está preparado para enfrentarse» a una eventual sentencia negativa del Tribunal Constitucional por lo que hace al nuevo Estatuto. «Nada impedirá convertir en hechos nuestra voluntad de autogobierno», concluye.
Otro socialista catalán -Ernest Maragall, consejero de Educación de la Generalitat de Cataluña- afirma que «ahora toca decidir qué queremos que sea Cataluña, cómo pensamos conseguirlo, con qué herramientas, con qué amigos, con qué estrategia europea». Y el consejero, que habla del pacto Cataluña-España (!), sostiene que, con independencia del Tribunal Constitucional, sólo hay que atender lo «que nos marque nuestra propia ambición» y, por tanto, «de ninguna manera debemos quedar atados de pies y manos esperando atemorizados lo que una docena de juristas puedan decidir por nosotros».
Es cierto que muchos socialistas se desmarcan del soberanismo y que algunas declaraciones rebosan tacticismo electoralista ante las elecciones autonómicas de este otoño. Pero las palabras están ahí.
En este sentido, Cataluña transmite una imagen que podríamos calificar de Estado o casi Estado. Con la cuestión del «estar» ocurre algo similar. En Cataluña se advierte ya un nacionalismo banal del «estar» que, como un rizoma, emerge aquí y allá bajo diversas manifestaciones retóricas y prácticas. Manifestaciones retóricas como -dejando a un lado las consabidas de ERC o CiU- las de José Montilla -presidente de una institución del Estado llamada Generalitat de Cataluña- cuando habla de «construir Cataluña» y de «horizonte nacional» al tiempo que -dice- «está preparado para enfrentarse» a una eventual sentencia negativa del Tribunal Constitucional por lo que hace al nuevo Estatuto. «Nada impedirá convertir en hechos nuestra voluntad de autogobierno», concluye.
Otro socialista catalán -Ernest Maragall, consejero de Educación de la Generalitat de Cataluña- afirma que «ahora toca decidir qué queremos que sea Cataluña, cómo pensamos conseguirlo, con qué herramientas, con qué amigos, con qué estrategia europea». Y el consejero, que habla del pacto Cataluña-España (!), sostiene que, con independencia del Tribunal Constitucional, sólo hay que atender lo «que nos marque nuestra propia ambición» y, por tanto, «de ninguna manera debemos quedar atados de pies y manos esperando atemorizados lo que una docena de juristas puedan decidir por nosotros».
Es cierto que muchos socialistas se desmarcan del soberanismo y que algunas declaraciones rebosan tacticismo electoralista ante las elecciones autonómicas de este otoño. Pero las palabras están ahí.
Lo que también está ahí, como decíamos, son las manifestaciones prácticas del nacionalismo banal del «estar» que se manifiestan en el nuevo Estatuto. Algunos ejemplos: la equiparación de «nación» y «nacionalidad», la incorporación del término «nacional» a los símbolos de Cataluña, la existencia del Consejo de Garantías Estatutarias, algunas funciones del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la creación de un espacio catalán de relaciones laborales, la bilateralidad, el sistema de financiación y, por supuesto, la deriva monolingüe.
Al respecto de la lengua, sirve de poco que se diga que «todas las personas tienen derecho a utilizar las dos lenguas oficiales y los ciudadanos de Cataluña el derecho y el deber de conocerlas», si antes se afirma que «el catalán es la lengua de uso normal y preferente de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza».
Y hablando de la escuela, ahí tienen ustedes una la Ley de Educación de Cataluña -surgida del nuevo Estatuto- que no observa el currículum escolar común, crea un cuerpo propio de funcionarios que dificulta el traslado entre Comunidades e incumple la tercera hora de castellano ordenada por el Gobierno.
Al respecto de la lengua, sirve de poco que se diga que «todas las personas tienen derecho a utilizar las dos lenguas oficiales y los ciudadanos de Cataluña el derecho y el deber de conocerlas», si antes se afirma que «el catalán es la lengua de uso normal y preferente de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza».
Y hablando de la escuela, ahí tienen ustedes una la Ley de Educación de Cataluña -surgida del nuevo Estatuto- que no observa el currículum escolar común, crea un cuerpo propio de funcionarios que dificulta el traslado entre Comunidades e incumple la tercera hora de castellano ordenada por el Gobierno.
¿Qué ocurre? Que el modelo autonómico está desbordado, que la deriva confederal ha hecho acto de presencia, que los partidos políticos catalanes -excepción hecha del Partido Popular y Ciutadans- están inmersos en la denominada construcción nacional de Cataluña, que Cataluña está en un proceso acelerado de nacionalización y reivindicación nacionalista con el objetivo de alcanzar -de momento- una nueva redistribución del poder según la cual el Estado -residual- sería una suerte de Comunidad Autónoma de Cataluña.
¿Por qué hemos llegado aquí? La respuesta está en Cataluña, y de ello ya hemos hablado. Pero la respuesta también está en un Rodríguez Zapatero que, por oportunismo político -a ello nos hemos referido en el primer párrafo-, ha favorecido que ocurra lo que ocurre. Por eso, a Rodríguez Zapatero le interesa una sentencia favorable del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatuto. Así, podría contar con los apoyos de CiU y ERC en el Congreso y no se dañaría la imagen de un PSC -sigue el granero catalán- que del nuevo Estatuto ha hecho bandera. Pero si la sentencia fuera parcialmente desfavorable, a Rodríguez Zapatero la cosa le saldría razonablemente bien.
En Cataluña, la culpa recaería sobre el PP -que presentó el recurso de inconstitucionalidad- y los socialistas catalanes capitalizarían una parte del voto descontento al tiempo que se haría inviable un posible pacto entre PP y CiU. En el resto de España -poco proclive al nuevo Estatuto-, la sentencia desfavorable sería capitalizada por unos socialistas que acatarían de buen grado el recorte del Tribunal Constitucional. Blancas o negras, Rodríguez Zapatero sale ganando. En definitiva, la astucia de un político con poca ideología y poco sentido de Estado, pero mucho olfato electoral.
Más allá del cálculo electoral, está un nacionalismo catalán que, inasequible al desaliento, sigue su camino sin prisa pero sin pausa. Quiere -afirma- «saltar la pared». Mientras tanto, Rodríguez Zapatero contempla, sonriente, el espectáculo a mayor gloria de sus particulares e intransferibles intereses. ¿Se acabará la diversión? ¿Llegará el Tribunal Constitucional y mandará parar? (Miguel Porta Perales. Crítico y escritor/ABC)
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