sábado, 25 de mayo de 2013

LA SUPERCHERÍA DEL CATALANISMO.












La superchería del catalanismo
Grupo Ramón Llull

La decisión del Govern de Bauzá de subvencionar a las editoriales que adapten los libros de texto a las modalidades insulares ha vuelto a abrir la caja de Pandora. Esta medida supone reconocer tácitamente que hasta ahora dicha adaptación dejaba mucho que desear, como cualquiera puede comprobar por poco que se moleste en hojear algún libro de sus hijos o nietos. Ni que decir tiene que el catalanismo ha reaccionando como viene siendo habitual, insultando a los que no piensan como ellos y colmándolos con los improperios habituales: estúpidos, incultos o ignorantes. 

La misma letanía repetida machaconamente durante treinta años. Curiosamente, se han sumado al linchamiento algunos no catalanistas pero que comparten con ellos el mismo espíritu jacobino de la izquierda, esta devoción por la ingeniería social intervencionista desde las élites, los únicos filósofos-reyes platónicos que saben lo que de verdad conviene al pueblo estulto e ignorante.

 Digan lo que digan, lo objetivo e irrefutable es que aquí no hace mucho se hablaba un cálido y maravilloso mallorquín y que, debido a la enseñanza del (y en) catalán estándar y su uso en los medios audiovisuales públicos, se está sustituyendo la lengua de nuestros padres y abuelos por un artificial, frío e inexpresivo catalán estándar. Un gran éxito de los catalanistas, con la anuencia, o el apoyo claro y decidido, de los partidos nacionales y regionales. Frente a realidades como ésta, o ante desafíos como el planteado con la libertad de elección de lengua, el catalanismo sólo se ha molestado en mostrar el rostro desnudo del poder a través de la coacción, la violencia (verbal y física) y su apelación constante a una supuesta verdad científica.

Algunos, como el ex consejero de Educación, han ido más lejos y se han atrevido a asegurar que “el balear no existe”. Si dejamos al margen la delicada y finísima distinción entre dialecto y lengua, en muchos casos meramente política o de apoyo institucional, lo cierto es que el balear sí existe y no de ahora. Dos academias tan prestigiosas como contrapuestas  como son la Real Academia Española y el Institut d’Estudis Catalans así lo atestiguan. Sin ir más lejos, en 1959 la RAE acordaba que el balear era la lengua que se hablaba en Baleares, un acuerdo que fue silenciado posteriormente debido a las presiones catalanistas. 

Y por su parte, el IEC reconoce al balear como uno de los “dialectos” más importantes del catalán, reconociéndole unas características lingüísticas definidas, una identidad propia que le confiere una cierta uniformidad más allá de las diferencias entre islas y que le separa de otros “dialectos” del catalán. Es indiscutible que, bajo una u otra consideración, el balear sí existe y tiene personalidad propia. No digamos ya las denominaciones seculares de mallorquín, menorquín o ibicenco con las que, no hace tanto, casi todo el mundo identificaba la lengua de las diferentes islas. Pero lo que se oculta detrás de todos estos alaridos y golpes de pecho de quienes niegan la existencia del balear con un horror digno de mejor causa es la ingenua creencia de que todo empezó con Pompeu Fabra. 

¿De verdad creen que la codificación del catalán, que apenas data de 1913, representa el acta bautismal de esta lengua? ¿Acaso no existía este idioma, con sus múltiples codificaciones, antes de Fabra? ¿Acaso no se produjeron magníficas obras literarias en catalán, valenciano y mallorquín antes de Fabra y el IEC? ¿O seremos tan ingenuos para creer que el catalán, o como queramos llamarle, sólo ha existido en la forma actual? Al parecer a los catalanistas se les ha aparecido el Espíritu Santo en dos ocasiones, la primera vez en 1229 con la conquista cristiana que su propaganda ha transformado en “catalana”. Y la segunda en los años veinte del siglo pasado, gracias a la obra fabriana. Antes de estos dos Pentecostés tan señalados, ni los mallorquines existíamos –o lo que es lo mismo, no podíamos denominarnos como tales– ni existía nada que pudiera denominarse “mallorquín”. Sólo empezamos a existir, como catalanes y hablando catalán naturalmente, en 1229 y 1913. En fin, los catalanistas deben tener una fe (de carbonero) inquebrantable.

Una fe de carbonero que se sustenta en otra falacia no menos manoseada: la ciencia les daría razón a ellos y se la quitaría a los que cuestionan la uniformidad o la unidad del catalán. Todos debemos plegarnos a sus dictados porque sólo ellos están en posesión de una supuesta “verdad científica”. Por evidentes razones de espacio, no entraremos en la discusión de si la Filología (como otras “ciencias sociales” como la Historia, la Política o la Economía) es o no una ciencia, al menos en el mismo grado en que lo son las Matemáticas, la Física o la Biología. Conformémonos de momento en admitir que es una cuestión, cuando menos, controvertida. Imaginemos por un momento que la normativización del IEC de principios de siglo XX hubiera obedecido a razones estrictamente filológicas, contrariamente a lo que admiten sociolingüistas catalanes como Montoya o Lamuela que sostienen que dicha normativización no puede desligarse de otras razones no filológicas, como son las de tipo político, social, cultural o demográfico.

 ¿De que ciencia filológica estamos hablando? ¿De la “ciencia” de la Sección Filológica del IEC cuyos acuerdos (científicos, supuestamente) se tomaban por mayoría? ¿O de la “ciencia” que se imponía socialmente sobre otros puntos de vista gracias a la política de consenso o al firme apoyo institucional de la Mancomunidad catalana? Las decisiones tomadas por consenso o por mayoría tienen tan poco que ver con una supuesta “verdad científica” como las leyes que emanan de un parlamento. Responderán a una convención, a un interés, a unas intenciones, pero no a ninguna ciencia seria. La naturaleza no científica –y por tanto plural− de la filología, se manifiesta en las controversias de tipo lingüístico a la hora de elegir un modelo de lengua literaria, culta o estándar. Recordemos la polémica que tuvo lugar en los años ochenta entre el catalán “light” que propugnaban Pericay y Toutain por una parte y el catalán acartonado del IEC por otra, en relación al modelo de catalán que debía utilizarse en los medios, o las diferentes opiniones que al respecto de las modalidades insulares están surgiendo estos días en el seno del mismo departamento de filología catalana de la UIB.

Cuando, a partir de 1913, Fabra y el grupo de L’Avenç se salen con la suya al imponer una ortografía, una fonética, una sintaxis, una morfología y un diccionario normativo basados en el catalán de Barcelona, lo que están haciendo es descartar otras opciones posibles. Fabra era perfectamente consciente de ello, una humildad, por cierto, que contrasta con la arrogancia de los catalanistas de hoy. ¿Había otras opciones además de la de Fabra? Claro. ¿Se eligió la mejor de todas ellas? Depende de para qué y de las nuevas funciones que querían darse al catalán, muy distintas si comparamos a nacionalistas, a regionalistas o a quienes no eran ni una cosa ni la otra. ¿Optó el IEC por la solución más científica? La solución adoptada no era ni más ni menos científica que otras alternativas, entre ellas la defendida por Mossèn Alcover, simplemente se impuso por la fuerza de los hechos consumados en una época en que la filología catalana, conviene no olvidarlo, todavía estaba en mantillas.

GRUPO RAMÓN LLULL.

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